“Comienza por hacer lo necesario, después haz lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible”. La cita de San Francisco de Asis es más que pertinente en torno a un debate estructural que se coló en medio de la de la campaña electoral.
La chatura de la discusión política es una de las características del proceso electoral que comienza a encontrar su cenit en la jornada de hoy.
En medio de esa histeria colectiva signada por la incertidumbre acerca del futuro inmediato, y la parálisis económica resultante, asomó un tema extraño dado su carácter de discusión profunda, estructural y fundacional: la reducción de la jornada laboral.
La extensión de la jornada laboral legal en Argentina, se rige por lo estipulado en la Ley 11.544 sancionada en 1929. La misma establece un máximo de 48 horas semanales, o sea 8 horas diarias incluyendo los sábados.
El oficialismo decidió avanzar con una iniciativa que propone una reducción escalonada de la jornada laboral hasta llegar a los estándares con los que se rige la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los cuales recomiendan un máximo de 40 horas semanales.
Existen otros seis proyectos de ley que apuntan en la misma dirección, y proponen que la extensión de la jornada laboral se ubique entre las 36 y las 40 horas semanales.
Los interrogantes abundan y las respuestas escasean. ¿Es imposible semejante idea en este contexto? Mejor iniciar por lo necesario ¿Hace falta reducir la cantidad de horas de trabajo que estipula la ley? Luego quizá sea lógico razonar acerca de lo posible ¿Hay experiencias cercanas de reducción de la jornada laboral? ¿Puede el mercado de trabajo argentino soportar ese debate en el estado de situación actual?
Más por menos, la polémica
Sin dudas el aspecto que genera más tensiones en relación a la idea de reducir la jornada laboral, es que desde el vamos se supone que la cantidad de horas de trabajo será menor, pero el salario segurá siendo el mismo.
Estrictamente, implica que los trabajadores recibirían una mayor remuneración por cada hora trabajada.
Al revisar los antecedentes detrás de la iniciativa, vale decir que la reducción de la jornada laboral no es una descabellada idea argenta.
Por el contrario, existen bastos antecedentes al respecto en el mundo, especialmente en el viejo continente, y también en los países vecinos. Es el caso de Chile, que acaba de aprobar en abril la reducción de la jornada de las 45 a las 40 horas semanales.
En Europa un nutrido grupo de países ya ha incorporado la reducción de la jornada laboral incluso yendo un paso más allá y estableciendo una semana laboral de solo 4 días. En ese sentido ya existe legislación y experiencia de puesta en marcha en Bélgica, Reino Unido, Escocia, Gales, Islandia y España.
Los motivos sin embargo, son disímiles respecto a la discusión en Argentina. En el continente europeo el debate gira en torno a la necesidad de equilibrar el trabajo con el ocio, y la posibilidad de mejorar la calidad de vida, en especial luego del daño a la integralidad físico-emocional que provocó la pandemia. Se persigue el ideal de “trabajadores sanos y felices”.
En nuestro país en cambio, lo que moviliza el debate en gran parte del arco político es la romántica idea de que a la larga las empresas necesitarán contratar más trabajadores para suplir las horas de trabajo faltantes.
Llevado al extremo, resulta un argumento falaz. Supone creer que si la jornada laboral se reduce a solo una hora, el empleo se multiplicaría por ocho. Irreal.
No obstante, vale decir que cuando en 1929 se promulgó la ley vigente en Argentina, el mundo era otro. El stock de capital era mucho más bajo, la tecnología disponible no era la actual, la población era más chica, los procesos de producción muy distintos, y la calidad de vida del trabajador promedio muy inferior.
En ese mundo de entreguerras, la OIT logró a fines de la década del ‘20 que el estándar internacional se reduzca de 65 horas semanales a 48, y para mediados de la década del ‘30 redujo el mismo a 45 horas. La legislación argentina, nunca se movió de las 48 horas semanales en casi 100 años.
Quienes se oponen a la reducción de la jornada en el contexto actual, señalan que el debate debiera darse en una economía estabilizada cuyas restricciones estructurales históricas se encuentren saldadas.
Los más férreos opositores agregan que ningún empresario en sus cabales incorporará más mano de obra en un escenario de incertidumbre como el actual, y que una reducción obligatoria de la jornada solo implicaría tensiones en cuanto a la oferta productiva, incentivo a la desinversión, e incluso parálisis en diferentes sectores de la economía.
La productividad, esa es la cuestión
El debate acerca de la reducción de la jornada laboral pone por delante un aspecto no menor: ¿Es posible lograr la misma cantidad de producción en una cantidad menor de tiempo? ¿Significa entonces que existía (o existe) un uso ineficiente de los factores productivos? ¿Es posible generar un incremento forzoso de la productividad?
En términos sencillos, la productividad es la relación que existe entre la cantidad de producto final obtenido, y la cantidad de factores productivos utilizada para obtenerla.
En el caso del trabajo, si lo que se aplica es una reducción lisa y llana de la jornada laboral y se supone que nada más cambie (a saber: la cantidad de producto final, la cantidad de trabajadores, los salarios), lo que se propone entonces no es más que un incremento de facto de la productividad del trabajo.
En otras palabras, los trabajadores verán incrementada la remuneración marginal por su mano de obra, pero a cambio deberán encontrar la forma de ser más eficientes (hacer lo mismo, pero más rápido).
Lo primero que salta a la vista, es la restricción que imponen los propios procesos productivos.
Es posible que en muchos sectores existan márgenes de eficiencia ociosa, y que la reducción de la jornada contribuya a una mejora directa de la productividad, e incluso de la capacidad de los trabajadores de acceder al ocio.
Pero también es más que probable que existan sectores puntuales en los que el propio proceso de producción sea el escollo principal. Sin ir demasiado lejos con la imaginación, una línea de producción en serie probablemente encuentre dificultades en los estándares de calidad del producto para “ir más rápido” y reducir el tiempo de trabajo de los operarios.
Naturalmente, reformar la extensión de las jornadas requiere flexibilidad y tiempo a fin de dar lugar a que la matriz de producción se adapte a la nueva forma de utilizar el factor trabajo. Ninguno de los países que avanzó al respecto, lo hizo de un día para el otro y de manera abrupta.
Política, la llave
La idea que impulsa en medio del fragor electoral la ministra de trabajo, Raquel “Kelly” Olmos, es que en un primer escalón la reducción llegue a las 44 horas semanales, para finalmente recalar en el estándar internacional de 40 horas semanales. La intención es permitir que las empresas y las diversas negociaciones de convenios colectivos, incorporen la pauta de manera progresiva, permitiendo al sector productivo adapatar sus procesos paulatinamente.
La diputada oficialista Vanesa Siley, presidenta de la “Comisión de Legislación del Trabajo” de la Cámara de Diputados, donde la iniciativa comenzó a tratarse a principios de octubre, indicó que “se ve notablemente incrementada la productividad, una baja en el ausentismo, baja en accidentes laborales, lo que trae como consecuencia la baja de un costo”.
“La modernización de la legislación laboral es necesaria , pero es necesario ir midiendo los resultados, no podemos lanzarnos a imponer una semana laboral de 36 horas en un contexto adverso y para un segmento cada vez menor, porque cada vez hay una mayor informalidad laboral”, señaló en tanto la diputada Mónica Frade de Juntos por el Cambio.
Los industriales en cambio, se manifestaron enfáticamente en contra durante el inicio del debate legislativo. “El debate no incluye el empleo informal. Precisamos adaptarnos a la realidad argentina, con los problemas que tenemos. Si reducimos la jornada sin ningún tipo de reducción salarial entonces ¿apuramos a la gente para que trabaje más rápido y aumentamos el conflicto laboral?”, bramó Julio Cordero, dirigente de la Unión Industrial Argentina (UIA).
Lo cierto es que la saga recién inicia. La intención del oficialismo es que al igual que con Ganancias e IVA, la discusión sobre la reducción de la jornada laboral llegue al recinto de ambas cámaras antes de fin de año.
El contraste con los datos
La foto oficial del mercado de trabajo en Argentina, acaba de ser publicada por el INDEC.
Los datos refieren al primer semestre del año y ofrecen los matices suficientes como para introducir la coyuntura laboral presente en el debate estructural acerca de la extensión de la jornada de trabajo.
Cierto es que en un escenario de inflación desatada, salarios reales que corren desde atrás la carrera con los precios, y pobreza creciente, el dato de desempleo es sorprendentemente bajo.
Son 14 millones las personas que componen la población económicamente activa (PEA). Son aquellas con ocupación, o que sin tenerla, la buscan activamente. De ese total, solo el 6,2% se encuentra desempleado (0,9 millones).
No obstante, lejos está el dato de significar bonanza. Del total de los ocupados (13,1 millones), el 74,2% se desempeña como “asalariado” (9,7 millones). Y dentro del universo de los asalariados, 1 de cada 3 es trabajador informal, o sea sin cobertura previsional ni prestaciones de salud y seguridad social.
Pero más cruda aún, es una imagen pocas veces registrada en siete décadas en Argentina: trabajadores registrados que no logran solventar la canasta básica. Es decir, una enorme porción de los 6,1 millones de trabajadores formales, son pobres.
Tal es el telón de fondo de la discusión sobre la reducción de la jornada laboral. La pregunta es ¿puede una reforma de este estilo general algún cambio sostenible de la foto actual del mercado de trabajo?
En este sentido hay un contraste no menor en los datos oficiales, y es el referido a los “subocupados”. El INDEC los define como aquellas personas “ocupadas que trabajan menos de 35 horas semanales y están dispuestas a trabajar más horas”.
La subocupación alcanza en la primera mitad de 2023 al 11,3% de los ocupados. Equivale a 1,5 millones de personas que trabajan menos horas de las que quisieran y que manifiestan la necesidad de trabajar más, o lo que es lo mismo: “no llegan a fin de mes”.
Al mismo tiempo, hay otra porción de los trabajadores que INDEC cataloga como “sobreocupados”. Son aquellos que trabajan “más de 45 horas semanales. Se trata del 28,4% de los ocupados. Equivale a otros 3,7 millones de personas que trabajan “de más” para lograr suplir sus necesidades.
La traducción es sencilla. Hay 4 de cada 10 trabajadores en relación de dependencia en Argentina que lejos de reclamar la reducción de la jornada, manifiestan la necesidad de trabajar más horas o declaran trabajar de más, para poder escapar a la pobreza.
La política miope mientras tanto, busca adoptar una política estructural pero extemporánea. Tanto la mejora forzosa de la productividad como el incremento del bienestar de los trabajadores, son objetivos loables de largo plazo. El escollo para perseguirlos, es que en Argentina el largo plazo son las urgencias de la incertidumbre inflacionaria y cambiaria de mañana lunes.