Japón perdió ante Polonia en el cierre del Grupo H, pero aun así pasó a la rueda de octavos de final del Mundial gracias a la regla del Fair Play. Cuando dos equipos igualan en puntos, diferencia de gol, goles a favor y enfrentamientos entre sí, esta norma define la clasificación del que tiene menos tarjetas rojas y amarillas. Pero no es casualidad que Japón sea el primer equipo en la historia beneficiado por la regla del Fair Play: en este país el respeto es un bien nacional.
Cualquiera de nosotros sabe que los japoneses se saludan haciendo una reverencia. Viajando por Japón durante algunos meses descubrí, además, que allí todo el mundo te atiende con una sonrisa, que incomodar al prójimo es lo peor que puede ocurrir en la vía pública, y que la hospitalidad es como una obsesión. Se llama omotenashi. En el subte está prohibido hablar por teléfono a fin de no perturbar a los demás; en todos los restaurantes te reciben con una taza de té de cortesía; en los correos hay filas de personas que envían postales y saludos a todos sus conocidos; en la calle nadie agrede ni se mete con nadie. Lo vimos también en las gradas de Rusia 2018: al final de cada partido, los hinchas de este equipo recogen su basura.
Todo esto tiene su origen en Tokio, una ciudad relativamente joven que nació como un caserío en torno a un castillo feudal en el año 1457. Se llamaba Edo. Su desarrollo fue veloz y ya en 1603 el shogunato Tokugawa, una suerte de gobierno militar informal que tenía el control casi absoluto del país, estableció su sede allí.
La ciudad creció rápidamente, se desarrolló en su economía y alcanzó una demografía sorprendente para la época. Muchos hombres de campo y de otros pueblos migraron a Edo. Si uno quiere darse una idea de sus dimensiones debe evocar el gran incendio de 1657: dejó más de 100.000 muertos. Los historiadores calculan que su densidad de población, entonces y en las décadas siguientes, era cuatro veces mayor a la actual. Y eso, teniendo en cuenta que hoy Tokio es la ciudad más poblada del mundo: tiene 37 millones de habitantes.
Para organizar a esa multitud que había arribado a la ciudad, el shogunato promulgó un código de conducta: el Edo Shigusa, los “buenos modales de Edo”, donde se anotaron reglas de cortesía y de convivencia para que nadie se peleara con nadie.
Mientras tomábamos un café en un bar de Tokio repleto de gente (y a la vez bastante silencioso), Mario Castro Ganoza, un periodista peruano que vivía allí desde hacía más de 25 años, me explicó toda esta historia. “Lo más importante fue la mentalidad o el espíritu con el cual el pueblo japonés aplicó las reglas del Edo Shigusa”, me dijo Mario. “Las convirtió prácticamente en una filosofía, en una forma de afrontar la vida diaria”. Lo mismo que el Fair Play.
A Borges, Japón lo fascinaba desde que tenía once o doce años. Siendo un niño había leído algunos libros de Lafcadio Hearn, un escritor de origen grecoirlandés que en el siglo XIX se asentó en Japón, recopiló su folklore y se lo presentó a Occidente. Ya anciano, Borges recorrió Japón con María Kodama. Viajó tres veces –en 1979, 1980 y 1984– y luego lo describió como “un país del todo civilizado”. A Borges no le gustaba el fútbol, pero seguramente habría apreciado la actual clasificación de los nipones a octavos de final.
No es casualidad que Japón sea el primer país en la historia de los mundiales que se beneficia con la regla del Fair Play. Es justicia poética y futbolera.