Durante la crisis sanitaria provocada por la COVID-19, el investigador Gerardo Checmarey desarrolló, junto a su equipo de la Universidad Nacional de Mar del Plata, una producción solidaria de prepizzas con pescado como base. Entre abril y agosto del año pasado se repartieron más de 3.500 prepizzas en General Pueyrredón, Mar Chiquita y General Alvarado.
Checmarey es ingeniero en alimentos de la Universidad Nacional de Quilmes y doctor en ingeniería de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Pertenece al grupo de investigación en preservación y calidad de alimentos de la Universidad Nacional de Mar del Plata y su tema principal de investigación es el desarrollo de alimentos saludables a base de productos de la pesca para contribuir al aumento del consumo de pescados y mariscos en la población.
El proyecto de las prepizzas surgió en 2019 como respuesta a la escasa oferta de productos saludables listos para consumir y al bajo consumo de pescado. El alimento que resultó de este desarrollo aporta proteínas, omega 3, vitaminas y minerales, por lo que es más saludable que una prepizza tradicional.
“Hicimos un relevamiento y vimos que la gente consumía poco pescado por la falta de costumbre, por desconocimiento sobre las formas de preparación, por desconfianza respecto de la frescura, por la generación de olores desagradables en su preparación y por la posible presencia de espinas. Entonces, comenzamos a trabajar con la Escuela 21 de Mar de Cobo, Mar Chiquita. Propusimos hacer talleres para concientizar a la comunidad escolar sobre la importancia de consumir pescado. El municipio de Mar Chiquita nos apoyó mucho en el trabajo con las escuelas. Ahí, nos dimos cuenta de que los viernes los chicos comían pizza en el comedor escolar y se nos ocurrió que se podía incluir el pescado en ese plato”, cuenta Checmarey.
Para la producción solidaria, que se llevó adelante en 2020, los frigoríficos donaron el pescado y el Banco de Alimentos Manos Solidarias ayudó a conseguir otros ingredientes. La mitad de la producción se entregó al comedor Sin Techito.
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En 2021 se desarrolló la prepizza desde la economía social y solidaria. La cooperativa de trabajo Soberana, integrada por mujeres en situación de vulnerabilidad, en Santa Clara del Mar, comenzó a prepararlas y venderlas. “La materia prima la obtienen de los pescadores de la zona. Además de apoyar la pesca artesanal, con esta producción se logra generar un alimento nutritivo para la población local”, dice Checmarey.
Otro punto interesante del proyecto es que busca promover la economía circular al hacer un uso integral del recurso: “Hay partes del pescado a las que se les puede dar un valor agregado, sirven para hacer un caldo nutritivo”, comenta Checmarey.
El ingeniero destaca la importancia de que el proyecto se enmarque dentro de la extensión universitaria: “Nos permite que las investigaciones tengan relación con las necesidades de la sociedad”, expresa.
Checmarey presentó esta experiencia en el Encuentro Intersectorial sobre Innovación y Calidad en la Alimentación de la Universidad de Lanús (UNLa). Allí se presentaron otras tres experiencias de intercambio entre la comunidad universitaria y la sociedad civil.
Leche fermentada para comedores
La investigadora Graciela De Antoni lleva adelante en la Universidad Nacional de La Plata el Proyecto Kéfir, que tiene por objetivo aportar un alimento probiótico de alto valor nutritivo para la población infantil en los sectores más vulnerables. La iniciativa se implementa en comedores comunitarios y escolares de La Plata, Berisso y Ensenada.
El proyecto promueve el consumo de leche fermentada de forma artesanal, que posee actividad antibacteriana, antifúngica, antioxidante, antimutagénica y antitumoral. El kéfir es un alimento ancestral, que data de 4.000 años antes de Cristo. “En Europa, Asia y América del Norte se industrializa, pero en el resto del mundo se elabora de forma artesanal a partir de gránulos de kéfir”, cuenta De Antoni.
La intención de este proyecto es divulgar y promover la incorporación a la dieta de un producto probiótico —es decir, que contiene microorganismos que aportan beneficios a la salud— de bajo costo. Al mismo tiempo, se busca formar a estudiantes en trabajo comunitario.
De Antoni explica en pocas palabras cómo se prepara el kéfir y cómo funciona el proyecto: “Los gránulos se colocan en la leche para que la fermenten. Luego, se separan los que se consumen de los que se usan para fabricar más leche fermentada. Los gránulos los entregamos de forma solidaria a comedores comunitarios y escuelas que se acercan a nosotros. También se los damos al público interesado, pero a cambio de una donación de leche larga vida”.
El proyecto funciona desde hace unos veinte años y De Antoni calcula que en este lapso unas 50.000 personas consumieron kéfir, ya que a partir de esta iniciativa durante la pandemia asistió a quince comedores con los gránulos de kéfir.
En este momento, se está desarrollando un convenio con la Universidad Nacional de Rosario para transferir de forma completa la experiencia. También, se busca extenderla a otras zonas de la provincia de Buenos Aires.
“Trabajar en innovación permite mejorar la calidad de los alimentos que consumimos. El país necesita innovaciones para producir, exportar y crecer”, reflexiona De Antoni.
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Recuperar la nutrición
María Paula de Albuquerque es directora clínica del Centro de Recuperación y Educación Nutricional (CREN), una organización que se especializa en educación nutricional y tratamiento de desórdenes nutricionales primarios en los sectores marginados de Brasil. El centro se ubica en San Pablo y cuenta con un hospital de día. Trabaja directamente con las familias y sus niños en comunidades vulneradas y con poca o nula asistencia.
La organización nació hace 30 años como un proyecto académico dentro de la Universidad Federal de San Pablo. CREN trabaja para abordar los profundos efectos psicológicos de la desnutrición en las familias brasileñas. Más allá de tratar las necesidades inmediatas de los niños desnutridos y promover su recuperación, la metodología de trabajo identifica las debilidades específicas de las familias. Entre ellas, la angustia por no poder alimentar adecuadamente a los propios hijos y la inseguridad y la vergüenza que sienten al no saber cómo y dónde conseguir la próxima comida.
El equipo de la organización es multidisciplinario. Trabajan pediatras, psicólogos y trabajadores sociales. “Nos ponemos en contacto con los líderes de las comunidades de las favelas de San Pablo y hacemos una búsqueda activa de niños con desnutrición”, comenta De Albuquerque.
El centro mantiene un enfoque de tres patas, que consiste en la asistencia a la comunidad, la atención ambulatoria y un hospital de día. Durante el tratamiento del niño, el centro involucra y le da un papel activo a la familia, visitándola en su vivienda y ofreciendo formación y apoyo psicológico cuando es necesario. Este plan integral garantiza una transformación real y duradera en la vida de las personas, sin forzar la separación del niño de su familia.
“Desde CREN buscamos la recuperación nutricional por medio de hábitos alimentarios saludables. Contribuimos al rescate de las habilidades culinarias e identidad alimentaria. Enseñamos a aprovechar mejor los alimentos”, cuenta De Albuquerque.
El primer alimento del CONICET
A través de un consorcio entre el CONICET, la pyme Babasal y las universidades nacionales de La Plata (UNLP), Lanús (UNLA), Luján (UNLU) y Quilmes (UNQ) se desarrolló Biba, la primera leche de quinoa de Argentina. Emiliano Kakisu fue el coordinador del proyecto y preparó la fórmula. También buscó a la empresa que fabrica la bebida a gran escala.
Frente al problema de la nutrición deficiente de muchos niños y adultos en la Argentina, Biba se planteó como una solución. El grano de la quinoa es uno de los alimentos vegetales que provee todos los aminoácidos esenciales y Biba aporta además vitaminas A, D2, E, B12 y calcio.
El proyecto surgió hace dos años en el CONICET. “Desde el punto de vista de la investigación creo que uno de los desafíos fue escalarlo y volverlo industrial. Esto te hace traspasar el ámbito del laboratorio. Dar este salto comienza por una decisión que implica sacrificios y ocuparse de muchas tareas, como manejar el abastecimiento, innovar en el sector primario y seguir a los proveedores de materia prima, contribuir a la articulación entre la cadena primaria y secundaria, ocuparse de optimizar la calidad y procesos industriales, hacer un seguimiento de la evolución y respuesta en el mercado, trabajar sobre las estructuras de costos —que en nuestro país son dinámicas—, sortear obstáculos que se presentan cotidianamente, ocuparse de la trazabilidad y logística, los aspectos regulatorios, la sustentabilidad, la comunicación del producto, en fin: hacer un producto innovador tiene un montón de desafíos”, cuenta Kakisu.
Los científicos que trabajaron en el desarrollo de Biba no usaron los laboratorios de las universidades porque en plena pandemia estaban cerrados. Se reunieron mediante videoconferencias y terminaron de adecuar la fórmula en las instalaciones de la fábrica de Babasal. Hoy el proyecto tiene impacto social porque está enmarcado dentro del Plan Argentina contra el Hambre, genera demanda de mano de obra local en San Juan y es un producto saludable.
Así, lo que estas experiencias aplican es la innovación en dos planos: en el desarrollo de productos que mejoran la alimentación de las personas, por un lado, y, por el otro, en la propia relación con la comunidad, en la articulación entre la investigación científica y las necesidades urgentes.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN, y fue publicada originalmente el 6 de octubre de 2021.
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