Los virus son mucho más pequeños que las bacterias y se encuentran en todos los ecosistemas de la Tierra. No son células ni tienen su propio metabolismo, pero pueden replicarse dentro de las células de otros organismos, incluidos humanos. Eso los convierte en una amenaza omnipresente, aunque también existen algunos que nos pueden acompañar desde que nacemos y que, incluso, pueden resultar beneficiosos para nuestra salud, como descubriremos más adelante.
Múltiples vías de propagación
Estos entes diminutos pueden transmitirse de varias maneras. Los hay que se propagan por contacto directo con las membranas mucosas o la piel de una persona infectada. Otros se esparcen por vía aérea a través de pequeñas gotas liberadas al toser o estornudar, mediante picaduras de insectos o a través de superficies contaminadas. Y finalmente, algunos pueden transmitirse de madre a hijo durante el embarazo o parto.
La rapidez con la que los virus se multiplican y cambian (mutan) les permite adaptarse rápidamente a nuevas condiciones, evadir el sistema inmunitario y desarrollar resistencia a los fármacos. Esto facilita su rápida propagación y los convierte en una amenaza global para la salud.
Virus que causan enfermedades y “virus huérfanos”
Si miramos en el interior de los seres humanos, podemos encontrar tanto virus patógenos como virus no patógenos.
Los primeros, como el virus del resfriado común, el de la gripe, el del sida, el SARS-CoV-2, los poliovirus o los virus de las hepatitis, han impactado profundamente en la salud y la sociedad a lo largo de la historia.
Además, se da la circunstancia que algunos de los virus que nos enferman pueden instalarse en el cuerpo sin provocar síntomas, estableciendo infecciones estables de bajo nivel. Se especula que estos patógenos pueden ayudar a mantener el sistema inmunológico preparado para responder a nuevas infecciones. Pero también pueden aumentar el riesgo de sufrir una enfermedad causada directamente por el virus o, indirectamente, mediante la inflamación y activación crónica del sistema inmune, como ocurre con los herpesvirus.
En cuanto a los virus no patógenos, como los torquetenovirus, se les llama “virus huérfanos” porque no se han asociado con ninguna enfermedad. Sin embargo, su estudio es importante, pues pueden causar complicaciones clínicas en personas inmunodeprimidas y ser potenciales patógenos de nuevas enfermedades.
Un estudio reciente de la Escuela Universitaria de Medicina de Washington en St. Louis (Estados Unidos) ha descrito que el 92 % de las personas sanas alberga de uno a quince virus de ADN en sus fluidos corporales, y que cada individuo presenta un perfil viral distinto. La mayoría son herpesvirus y virus del papiloma humano que, junto con los poliomavirus, adenovirus y parvovirus, son las familias de virus más comúnmente encontradas en las muestras de los individuos sanos.
Retrovirus, transposones y bacteriófagos
Mención aparte merece el caso de los retrovirus. Aunque su material genético es ARN, son capaces de convertirlo en ADN e integrarse en nuestros genes, permaneciendo latentes de por vida.
Dentro de este grupo encontramos los denominados “retrovirus exógenos”, que infectan a las células desde el exterior y luego se integran en el ADN. Así actúan el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH o virus del sida) o el virus linfotrópico humano de células T tipo 1 (HTLV-1).
Por contra, los “retrovirus endógenos” sí se encuentran integrados en nuestro ADN de manera endógena. Estas secuencias, conocidas como HERV (de Human Endogenous RetroVirus), son remanentes de infecciones que ocurrieron a lo largo de la evolución y ocupan aproximadamente el 8 % de nuestro genoma.
También nos acompañan desde el nacimiento los transposones, conocidos como “virus saltarines” porque se mueven dentro del genoma. Parecen derivar de antiguos virus que se integraron en el genoma humano y perdieron la capacidad de salir de las células para convertirse en elementos autónomos. Los transposones pueden causar mutaciones y alterar la expresión de nuestros genes, provocando enfermedades como el cáncer.
Y, por último, los bacteriófagos –los virus que infectan a bacterias– abundan en el organismo y juegan un papel crucial en la regulación de nuestra flora bacteriana. Por ello, han ganado atención como potenciales herramientas terapéuticas para combatir infecciones causadas por bacterias, especialmente ante el aumento de la resistencia a los antibióticos.
El importante papel de la microbiota viral o viroma
De lo anteriormente expuesto se puede concluir que, al igual que tenemos una microbiota bacteriana, también existe una microbiota viral o viroma, que es rica y compleja y varía de individuo en individuo.
Los efectos de la microbiota viral que habita en nosotros son diversos y no siempre perjudiciales. Algunos retrovirus endógenos han evolucionado y tienen funciones beneficiosas. Por ejemplo, el HERV-W resulta decisivo para la producción de sincitina, una proteína crucial para la formación de la placenta. Ciertos HERV han tenido funciones esenciales en la evolución de los vertebrados, como la regulación de la producción de mielina, vital para la evolución del cerebro. Por contra, la activación de otros HERV, como HERV-K, se ha relacionado con la esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
En definitiva, los seres humanos somos un ecosistema ideal para los virus. Albergamos una gran diversidad de ellos, una flora viral que varía según el individuo y que puede tener efectos positivos o negativos sobre nuestra salud. Su estudio abre nuevas y emocionantes posibilidades para la medicina del futuro.
*Rubén Martín Escolano, Investigador Cesar Nombela (Comunidad de Madrid) en el Centro Nacional de Microbiología, Instituto de Salud Carlos III; Amanda Fernández Rodríguez, Investigadora Miguel Servet en el Centro Nacional de Microbiología, Instituto de Salud Carlos III; Isidoro Martínez González, Científico Titular de OPIs, Instituto de Salud Carlos III; María Angeles Jiménez Sousa, Investigadora Miguel Servet en el Centro Nacional de Microbiología, Instituto de Salud Carlos III y Salvador Resino García, Investigador Científico de OPIs, Instituto de Salud Carlos III
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.