Muchos piensan que el mercado del bitcoin (la principal criptomoneda del mundo) es un juego de ganadores y perdedores reservado a fondos de cobertura, inversores aficionados, fanáticos de la tecnología y delincuentes. Por el enorme riesgo que conlleva, una moneda digital anónima sumamente volátil sólo es adecuada para quienes entienden el juego bien (o no tienen nada que temer porque pueden mitigar los riesgos o absorber cualquier pérdida). Pero el bitcoin está empezando a llamar la atención de países y personas con acceso limitado a sistemas de pago convencionales; precisamente los actores menos preparados para manejar los riesgos subyacentes.
Este mes, El Salvador se convirtió en el primer país que adopta el bitcoin como moneda de curso legal, con la aprobación de una ley que entrará en vigor en septiembre. Es decir que el bitcoin podrá usarse para pagar bienes y servicios en todo el país, y los receptores estarán legalmente obligados a aceptarlo.
Los salvadoreños no son ajenos a esta clase de experimentos monetarios. En 2001 el dólar estadounidense se convirtió en moneda de curso legal en El Salvador, y es la que se usa en las transacciones locales. En aquel momento, el gobierno del presidente Francisco Flores permitió la libre circulación del dólar (además de la moneda nacional, el colón) con un tipo de cambio fijo.
Los defensores del dólar sostuvieron que los beneficios esperados de la estabilidad macroeconómica compensarían con creces el hecho de que El Salvador perdiera soberanía económica, independencia monetaria e incluso el señoreaje (la diferencia entre el costo de producción de billetes y monedas y su valor nominal). Pero de un día para el otro el poder adquisitivo se derrumbó, y la economía se volvió todavía más dependiente de las remesas, que en las últimas dos décadas han representado en promedio un 20% del PIB cada año.
Usar el bitcoin como moneda de curso legal exacerbará las restricciones monetarias que la dolarización puso de manifiesto; en particular, la falta de un marco macroeconómico‑institucional independiente en el cual formular las políticas internas. Además, el bitcoin es mucho más volátil que el dólar. Del 8 al 15 de junio, su valor osciló entre 32 462 dólares y 40 993 dólares, y en el período comprendido entre el 15 de mayo y el 15 de junio, la variación fue entre 34 259 dólares y 49 304 dólares. Fluctuaciones de semejante amplitud (y el hecho de que dependen enteramente del mercado, sin que las autoridades tengan modo de manejar las oscilaciones) vuelven al bitcoin un instrumento inadecuado para la estabilización macroeconómica.
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, tuiteó que el bitcoin facilitará las remesas y reducirá en gran medida los costos de transacción. Los migrantes pagan comisiones escandalosamente altas para enviar dinero a sus hogares, pese a muchos pedidos de Naciones Unidas y del G20 para que se reduzcan. Según el Banco Mundial, el costo internacional promedio de enviar 200 dólares a otro país es aproximadamente 13 dólares, o sea el 6,5%, mucho más que la meta del 3% fijada en los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Sin embargo, en 2020 los países de ingresos bajos y medios recibieron 540 000 millones de dólares en remesas; un poco menos que en 2019 (548 000 millones) y mucho más que los flujos de inversión extranjera directa hacia esos países (259 000 millones en 2020) y de ayuda internacional al desarrollo (179 000 millones en 2020). Reducir las comisiones a 2% puede sumar hasta 16 000 millones de dólares al flujo anual de remesas.
La industria mundial de las remesas, grande pero muy fragmentada, depende de transferencias electrónicas a través de los sistemas de pago de los bancos comerciales, que cobran onerosas comisiones por el uso de esta infraestructura y el acceso al beneficio que supone una red internacional segura y fiable. Pero el problema no son sólo las altas comisiones. Muchos migrantes no tienen cuenta bancaria en el país donde trabajan, y a veces sus familias forman parte de los 1700 millones de personas no bancarizadas del mundo. Además, algunos migrantes necesitan transferir dinero a países que no están integrados al sistema de pagos internacionales o que tienen restringida la capacidad de recibir transferencias desde el extranjero (por ejemplo, Siria o Cuba).
Bukele no se equivoca en lo referido a la necesidad de cuestionar el sistema (incluso proveyendo alternativas baratas y seguras). Pero el bitcoin no es la herramienta adecuada. Aunque permite transferir valor a otros países en forma directa sin la costosa intermediación de terceros, su volatilidad implica que más que un medio de intercambio es en el mejor de los casos un activo financiero (y un instrumento de reserva de valor extremadamente peligroso). El riesgo de un derrumbe repentino de su cotización implica que los migrantes y sus familias en el país de origen nunca pueden estar seguros de la cantidad transferida.
Pero en vez de criticar como otro ejemplo de criptomanía la decisión salvadoreña de adoptar el bitcoin, hay que pensar en los motivos que llevan a muchas personas de todo el mundo a usar criptomonedas con fines no especulativos. Tal vez la respuesta esté en el hecho de que el sistema financiero internacional actual se adapta poco y nada a sus necesidades.
Innovaciones en monedas digitales, como el servicio de dinero móvil M‑Pesa en África, han logrado importantes niveles de adopción como medio de pago en muchos países en desarrollo. Pero hay que hacer más por proveer al dinero digital de la infraestructura y los marcos regulatorios que necesita. Por ahora el terreno sigue siendo desparejo.
Hay necesidad urgente de políticas transnacionales coordinadas para evitar que el bitcoin y sus variantes hagan más mal que bien a los países en desarrollo. Si el sector público y el privado no implementan reformas cruciales que faciliten la disponibilidad universal a bajo costo de servicios bancarios básicos, cada vez más personas y gobiernos se verán atraídos hacia el bitcoin y otras alternativas baratas, peligrosas y dudosas a la banca tradicional.
Paola Subacchi, profesora de Economía Internacional en el Queen Mary Global Policy Institute (Queen Mary University of London), es autora de The Cost of Free Money.
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