Si queremos ser breves, la respuesta es “no lo sabemos”. Aun así, nos podemos fijar en qué ha ocurrido en otras situaciones similares.
En el siglo pasado hubo tres pandemias de gripe. La de 1918 fue la más mortífera. Se desarrolló en tres oleadas: en primavera de 1918, en otoño de ese mismo año y en invierno de 1919. La realmente virulenta y mortal fue la segunda, en la que ocurrieron el 64 % de los fallecimientos. En realidad, la primera oleada fue la menos fuerte: solo fue responsable del 10 % de los muertes de aquella pandemia. En la segunda oleada, se han podido documentar cambios en el genoma del virus que podrían explicar que fuera más virulento.
En 1957 apareció un nuevo virus gripal que originó la “gripe asiática”, que cursó también en tres olas epidémicas: la primera en primavera-verano de 1957 y con una incidencia relativamente baja, la segunda a principios de 1958 y la tercera en invierno entre 1958 y 1959. La mortalidad fue más alta en las dos segundas olas. Diez años después, en 1968, un nuevo virus de la gripe causó la denominada “gripe de Hong Kong” cuya difusión fue más lenta e irregular: comenzó en otoño-invierno en el hemisferio norte y le siguió una segunda ola el invierno siguiente con una mayor incidencia.
La última pandemia de gripe, la denominada “gripe A” de 2009-2010, no tuvo tanta incidencia y acabó teniendo el efecto de una gripe estacional. De hecho, este virus acabó adaptándose al ser humano y siendo una de las cepas que circulan desde entonces cada año. Como vemos, lo de las segundas y terceras olas más letales ha ocurrido con el virus de la gripe con anterioridad.
En el caso del SARS-CoV-2, la aparición de nuevas olas epidémicas dependerá del propio virus, de su capacidad de variación y adaptación al ser humano. De nuestra inmunidad, de si realmente estamos inmunizados y protegidos contra él. Y de nuestra capacidad de trasmitirlo y controlarlo.
¿Puede el virus hacerse más virulento como ocurrió con la gripe de 1918?
No lo sabemos. Pero, a diferencia de la gripe, el SARS-CoV-2 no es el campeón de la variabilidad.
El virus de la gripe también tiene un genoma de ARN, pero son ocho pequeños fragmentos que se pueden mezclar con otros tipos de virus de gripe aviar o porcina, dando lugar a nuevos reagrupamientos. Su capacidad de mutación y de recombinación es mucho mayor, por eso las vacunas de la gripe hay que cambiarlas cada año y se originan virus pandémicos con más frecuencia.
Desde que comenzó el SARS-CoV-2 se han secuenciado y comparado los genomas de varios miles de aislamientos y ¡claro que el virus muta! Todos lo hacen, pero de momento, como esperábamos, éste parece mucho más estable que el de la gripe. Quizá sea porque tiene una proteína (nsp14-ExoN) que actúa como una enzima capaz de reparar los errores que pueden ocurrir durante la replicación del genoma.
Por lo tanto, aunque en este caso sigue siendo válida esa definición de virus como una “nube de mutantes”, el COVID-19 parece que de momento no acumula mutaciones que afecten a su virulencia.
Pero, además, en otras ocasiones se ha comprobado que los virus al “saltar” de una especie animal a otra, como en este caso, con el tiempo se van adaptando al nuevo hospedador y van disminuyendo su virulencia. O sea, que no siempre que un virus muta es para hacerse más virulento, sino generalmente lo contrario. De todas formas, habrá que seguir vigilándolo.
¿Estamos ya inmunizados contra este virus?
Para evitar la extensión de una epidemia hay que cortar la cadena de transmisión del virus. Esto se consigue cuando hay un número suficiente de individuos (por lo menos más del 60 %) que están protegidos contra la infección, actúan como una barrera e impiden que el virus alcance a aquellos que todavía podrían contagiarse. Esto es lo que se denomina inmunidad de grupo y se consigue cuando la gente ha pasado la enfermedad o cuando se vacuna.
Pero contra este virus todavía no tenemos una vacuna. ¿Hay inmunidad de grupo contra este virus? Pues parece que no. En el estudio preliminar sobre seroprevalencia de la infección por el coronavirus SARS-CoV-2 en España, una de las conclusiones más importantes es que la prevalencia nacional se sitúa en el 5 %: algunas comunidades presentaban prevalencias inferiores al 2 %, mientras que otras superan el 10 %. Estos datos se obtuvieron mediante la detección de los anticuerpos IgG anti SARS-CoV-2 mediante la técnica de inmunocromatografía, los test rápidos.
Lo que indican es que como mucho, en algunas zonas, no más del 10 % de la población ha tenido contacto con el virus. Estamos muy lejos de ese 60 % o más, necesario para conseguir la inmunidad de grupo.
Pero todo esto es mucho más complejo de lo que parece. Todavía no sabemos si el tener anticuerpos contra el SARS-CoV-2, o sea, el haber dado positivo en los test serológicos, realmente te asegura que estés inmunizado frente al virus. No sabemos, a ciencia cierta, cuánto tiempo duran esos anticuerpos ni si son neutralizantes, si bloquean al virus y te protegen de una segunda infección. Tampoco tenemos datos de la inmunidad celular, esa otra parte de nuestro sistema de defensa que no depende de los anticuerpos sino de las células y que es muy importante para vencer las infecciones virales.
Es cierto que, en el caso de otros coronavirus, los anticuerpos duran unos meses o años y parece que tienen cierto efector protector, pero esto también puede depender de la persona (no en todas ocurre lo mismo). También es cierto que hay algunos ensayos con plasma de pacientes curados del coronavirus que está bloqueando al virus y tienen un efecto beneficioso en personas infectadas, lo que demostraría que esos anticuerpos son protectores.
En ensayos con macacos infectados con el virus se ha comprobado que sus anticuerpos sí les protegen frente a una segunda infección. Pero esto se ha hecho en macacos. También se ha sugerido que el haber tenido contacto previo con otros coronavirus, los que producen los catarros y resfriados comunes, podría tener cierto efecto protector contra el SARS-CoV-2. Esto de momento solo se ha demostrado en ensayos in vitro, pero podría explicar la gran cantidad de personas asintomáticas. En definitiva, la inmunidad de grupo sigue siendo un misterio.
Tres posibles escenarios
Teniendo todo esto en cuenta se han propuesto tres posibles modelos.
1) Una segunda ola mucho más intensa en invierno de 2020 seguida de olas más pequeñas a lo largo de 2021. Este escenario sería similar a las pandemias de gripe, pero este coronavirus no es una gripe, no tiene porque comportarse igual. Este escenario podría requerir volver a algún tipo de medidas de confinamiento más o menos intensas durante el otoño-invierno para evitar de nuevo el colapso del sistema sanitario.
2) Varias olas epidémicas durante un periodo de uno o dos años. Este primer pico epidémico que acabamos de sufrir estaría seguido de olas repetitivas que ocurrirían de forma consistente durante un par de años hasta desaparecer en algún momento en 2021-22. La frecuencia e intensidad de estos rebrotes dependería de las medidas de control de cada país.
3) Pequeños brotes sin un patrón claro de nuevas olas epidémicas. Esta primera ola estaría seguida de pequeños rebrotes que se irían apagando poco a poco, dependiendo también de las medidas de control y contención de cada país. Este escenario no requeriría volver a medidas tan drásticas de confinamiento, aunque el número de casos y de muertes podría continuar durante un tiempo.
En cualquier caso parece que no podemos descartar que el virus continúe circulando entre nosotros durante un tiempo. Quizá se acabe sincronizando con la época invernal y vaya disminuyendo su severidad.
Aunque no haya nuevas olas epidémicas, incluir un nuevo virus respiratorio que puede tener consecuencias muy graves para un grupo importante de la población en la lista de decenas de virus respiratorios que nos visitan cada año no es una buena noticia. Cada temporada de gripe se saturan las urgencias de muchos hospitales, añadir un nuevo virus es un problema.
Controlar y evitar rebrotes: adelantarse al virus
El virus no ha desaparecido. Puede seguir dejando muertos por el camino. Esto es lo que está ocurriendo en otros países que ya habían terminado su primera ola antes que nosotros, como Corea del Sur. En España también se han producido rebrotes en algunas ciudades durante el inicio de la desescalada. En la mayoría de los casos has estado relacionados con aglomeraciones de población (fiestas o comidas familiares). Pero no podemos estar confinados eternamente ni podemos esterilizar todos los ambientes.
Para disminuir la frecuencia e intensidad de estos rebrotes son fundamentales dos acciones:
Por parte de los ciudadanos: evitar el contagio. Ya sabemos cómo se transmite el virus y que, afortunadamente, es fácil inactivarlo. Los contagios son más frecuentes en ambientes cerrados o con mucha gente.
No lo olvidemos: mucha gente, muy junta y moviéndose es lo mejor para el virus. Evitar aglomeraciones, distanciamiento entre personas, uso de mascarillas, higiene frecuente de manos, limpieza y desinfección (en ese orden), seguir las recomendaciones de Sanidad. Esto es lo que hay que exigir al ciudadano, no nos podemos relajar.
Por parte de las autoridades sanitarias: rastrear al virus. No podemos seguir como hasta ahora detrás del virus, hay que tomarle la delantera.
Hay que instaurar un sistema capaz de detectar a una persona infectada al menor síntoma, poder rastrear y obtener información de sus contactos, hacerles un seguimiento clínico y test de PCR y serológicos, y si es necesario aislarlos.
Detectar un brote y aislarlo. Esto requiere personal, equipamiento y sistemas de diagnóstico. Y hay que estar preparados para que el sistema sanitario no vuelva a colapsarse. Esto es en lo que hay que ocuparse ahora mismo, a lo que hay que dedicar todos los recursos, no en hacer test masivos a toda la población, para sacar “una foto fija” de la situación. Las decisiones tienen que ser por razones sanitarias, no políticas. Esto es lo que hay que exigir a nuestros gobiernos, tampoco pueden relajarse.
Si usted ha estado en contacto estrecho sin las medidas de precaución con alguien que haya tenido síntomas de COVID-19, a menos de 2 metros durante más de 15 minutos, debería aislarse durante 14 días, y debería exigir a las autoridades sanitarias que le hicieran los test a la persona con síntomas y a usted.
Puede haber una segunda o más olas, o puede que no. Ahora hemos apagado el incendio, pero no lo hemos extinguido, quedan rescoldos que pueden avivar el fuego. El relajamiento de las medidas de confinamiento no es porque hayamos vencido al virus, es porque también hay que salvar el medio de vida. Un confinamiento muy largo también puede causar muertes. No vamos a acabar con el virus, lo podemos esquivar. Podemos mitigar sus efectos.
No puede volver a ocurrir lo que ha pasado: esta vez sí que tenemos que proteger a los más débiles. Y eso depende de los ciudadanos y de los gobiernos.
Ignacio López-Goñi, Catedrático de Microbiología, Universidad de Navarra
© The Conversation. Republicado con permiso.