Guardianas del monte paraguayo: la lucha de las mujeres que quieren seguir viviendo en el campo
Por el avance de los cultivos de soja y la ganadería, miles de familias paraguayas abandonan sus tierras y migran a las ciudades. Es un fenómeno que ocurre en varios países de América Latina. En Paraguay, las mujeres campesinas e indígenas son las que lideran la pelea para evitar la deforestación de bosques y detener las fumigaciones. Además, trabajan de manera cooperativa para seguir viviendo de sus huertas, la cría de animales y las artesanías.
Las mujeres rurales paraguayas son un colectivo invisibilizado. Sin embargo, son 1.3 millones. Viven de la cría de animales, de sus huertas y de las artesanías que hacen con recursos del monte. Muchas de ellas son el principal sostén de sus familias.
La expansión del modelo agropecuario industrial tiene un impacto negativo en sus vidas. Muchas se sienten obligadas a vender sus campos porque quedan cercadas por cultivos de soja o producciones ganaderas intensivas, porque el monte de su entorno fue deforestado o porque las fumigaciones amenazan la salud de sus familias.
Se estima que todos los años, 200.000 campesinos e indígenas paraguayos abandonan el monte y migran a ciudades como Asunción y Ciudad del Este: muchos se van a vivir a asentamientos.
En el último tiempo, las mujeres empezaron a organizarse. Formaron grupos, lideran los reclamos, buscan financiamiento para sus proyectos. Y sobre todo, se ayudan entre ellas y a sus familias. Quieren seguir viviendo en tierras que habitaron históricamente. Buscan evitar que se pierdan más bosques. Pretenden manifestarse a favor de la agricultura sustentable. Ellas son las guardianas del monte paraguayo.
El despertar de las campesinas
Cada vez que María Cleofa Bordón, una campesina de 54 años, recorre los 14 kilómetros que tiene entre su casa y su chacra recuerda que antes tenía vecinos. Ahora hay kilómetros y kilómetros de desierto verde.
A medida que una familia decide vender sus tierras, los cultivos de soja se van expandiendo. De a poco, los grandes productores, la mayoría empresarios que tienen tierras en más de un país, compran uno a uno los terrenos de los pequeños campesinos. “La soja avanza sobre el vecino”, explica enojada Bordón.
María vive con su marido y sus hijas en el casco urbano de Liberación, en el departamento de San Pedro, que está a 200 kilómetros de Asunción. Ya no viven en la chacra porque a las chicas se les hacía difícil estudiar. Todas las mañanas, a las 5, va a su campo en moto. Tiene 10 hectáreas sembradas con plantaciones de mandioca y maíz para autoconsumo.
“No me queda otra que sacar abono del monte para poner en mi tierra. Es un trabajo enorme. Me voy con mis hijas para poder recuperar el suelo, sino el químico que usan para los cultivos de soja lo descompone todo”, cuenta María.
Bordón es una de las 309 mujeres que integra la Coordinadora de Mujeres de San Pedro. La organización articula con otras instituciones para visibilizar la lucha por la defensa del territorio.
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Es sábado y diluvia en Liberación. Los días de lluvia son complicados para moverse por la zona porque la tierra roja de los caminos se transforma en barro. No todas las mujeres pueden llegar a la reunión de la Coordinadora de Mujeres de San Pedro.
Liberación tiene un pequeño centro urbano, donde viven varias de las integrantes del grupo. Ellas tienen sus campos a pocos kilómetros. Por eso les resulta más fácil llegar a la reunión, pero para quienes viven en el campo, más alejadas o en otros distritos, es casi imposible. Igual, tratan de organizarse para que aquellas que están con su moto o auto busquen a las demás.
Ada Mabel Ramírez tiene 21 años y es la secretaria departamental de la organización. Hace tres años se involucró de lleno en las reuniones. Y hace once que vive en Liberación. Tuvo que migrar de una comunidad chica de Choré, otra ciudad del departamento de San Pedro, por el avance del monocultivo de la soja.
“Mi familia tenía un terreno de 10 hectáreas. Yo pasé mi infancia allá. Cada vez que fumigaban en los campos vecinos teníamos que refugiarnos. Llegó un punto que no aguantamos más y le vendimos nuestras tierras a los mismos sojeros", cuenta Ada. En San Pedro hay 325.000 hectáreas destinadas a la soja, lo que representan el 10% del total de ese cultivo en el país.
Hace dos años, en diciembre, el papá de Ada falleció de leucemia. "En su biopsia salió que su enfermedad era consecuencia del agrotóxico”, denuncia la joven campesina.
Ada tiene una hija de tres años, que es su gran motivación para luchar por el territorio. “Las 309 mujeres de la organización nos reunimos día a día para que los hijos o nietos tengan su tierra y conozcan el bosque. Nos organizamos para encontrar un modelo alternativo al de los grandes empresarios”, expresa.
Según una investigación de Elizabeth Duré y Marielle Palau, de Base Is, un centro de estudios de carácter autónomo dedicado a la investigación en el campo de las ciencias sociales, Paraguay posee un poco más de 40 millones de hectáreas, de las cuales 31 millones son utilizadas para la producción agropecuaria. De esa tierra productiva, el 57.4% está destinada a la ganadería; el 10.8% a la agricultura (de las cuales el 97% se destina a los agronegocios y 3% a la agricultura campesina); el 24.1% para montes naturales forestales cultivados; y el 7.7% restante para otros usos.
Puntualmente con soja, el país tiene cultivadas casi 3,4 millones de hectáreas.
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Uno de los días más movilizantes de la vida de Graciela López, también campesina de Liberación, fue cuando participó de una manifestación de tres días en las calles. Ella estaba luchando para que no suspendieran el subsidio del programa Tekoporã -orientado a la protección y promoción de las familias en situación de pobreza y vulnerabilidad- del Ministerio de Desarrollo Social.
Muchas familias necesitan ese subsidio para subsistir en el campo. “Mi hijo es policía y estaba custodiando con sus fusiles esa manifestación. Enfrentarme a mi hijo fue lo peor de mi vida, pero no quería perder ese pedacito de pan. Mi hijo me gritaba: 'anda mamá a casa'. Y yo le dije que si era necesario iba a morir ahí, que esa era mi lucha'”, recuerda.
Graciela reconoce que le costó trabajo darse cuenta de lo importante que es organizarse para luchar por los derechos de uno. “Antes, incluso, yo criticaba a las mujeres que salían a la calle, no reconocía el valor de esa lucha. A veces nuestros maridos e hijos creen que hacemos mal en salir a la calle y gritar, pero solo ahí te escuchan”, reflexiona.
Graciela, de 59 años, tiene una chacrita donde planta hortalizas, sin químicos. Además está reforestando con plantas nativas. “Nos estamos quedando sin árboles. Estoy plantando una hectárea así mis nietos van a saber lo que es estar debajo de un árbol”, comenta. En total, desde la organización se están reforestando 10 hectáreas de plantas nativas en diferentes espacios: plazas, escuelas, iglesias y en campos de compañeras que tienen espacio. En una hectárea de terreno entran 700 plantas.
América Latina perdió el 1,25 % de sus bosques entre 2010 y 2015. En los últimos 25 años, en Paraguay el promedio de deforestación fue de 336.000 hectáreas por año, el equivalente a 600.000 canchas de fútbol, según datos publicados en la prensa local.
La independencia económica es uno de los aspectos claves en los que trabajan las mujeres campesinas de San Pedro. “Nosotras tenemos derecho a hacer nuestro dinero. Antes de involucrarme en la organización pensaba que los maridos eran los que tenían que manejar la plata y nosotras debíamos ayudar criando gallinas y sirviendo la comida. Al momento de vender, eran ellos los que ponían el bolsillo. Ahora eso está cambiando”, enfatiza López.
En Paraguay, las mujeres apenas recibieron el 13,6% de las tierras fiscales adjudicadas a familias campesinas. También han sido marginadas en el acceso a los insumos y servicios, pues apenas recibieron el 14% de la asistencia técnica y menos del 23% del crédito agrícola, según un estudio de OXFAM y ONU Mujeres.
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Etelvina Medina es una de las primeras campesinas que comenzó, en 2008, a promover la organización de las mujeres en el distrito de General Resquín, ubicado también en el departamento de San Pedro- . Luego el proyecto fue escalando y en 2011 se consolidó a nivel departamental.
Mientras Etelvina prepara el almuerzo con productos de su chacra cuenta que cuando empezaron se las perseguía y se las juzgaba por querer armar una organización de mujeres. Con el tiempo, se fueron empoderando y ahora ya participan regularmente un grupo grande de socias.
Para generar ingresos propios para solventar los pasajes para ir a las reuniones, las campesinas venden chipá. “Todavía al día de hoy, muchas mujeres tienen que pelear con los maridos para venir a las reuniones. No las quieren dejar salir. Cuando mi marido vivía, me esperaba en la entrada del pueblo y me preguntaba por qué recién estaba llegando a esa hora. Ahí me daba la vuelta, y me iba para otra parte”, cuenta la mujer de 67 años.
En su chacra, Etelvina cultiva, sin químicos, mandioca, maíz, poroto, maní y caña de azúcar. También crían animales menores, como chanchos y gallinas. Si sobra, vende. Pero casi toda la producción es para su familia.
Ella vive con su hermana, dos hijos y un nieto. En este momento, subsisten, sobre todo, de la venta de una esencia que se llama petitgrain- un aceite que se extrae de las hojas y ramas verdes de la planta de naranja amarga y se usa para hacer perfumes-. Por cada kilo de este producto le dan 70.000 guaraníes (equivalente a casi 11 dólares).
En el campo de enfrente al de Etelvina, los sojeros compraron 25 hectáreas. “Son brasileros los que compran el terreno”, cuenta. No es casualidad: cerca de 35% del territorio agrícola paraguayo está bajo control directo e indirecto de capitales extranjero, según el informe publicado por la organización Base Is Con la soja al cuello. La mayoría son corporaciones de Brasil, y también de Argentina y Uruguay.
La pelea por subsistir
Los hombros de Bernarda Pesoa se ven cargados, pero su andar tranquilo y su tono de voz suave parecen inalterables. La lideresa de la comunidad Santa Rosa del Pueblo Qom se encarga de muchas de las necesidades de su gente: desde acompañar a los enfermos al hospital hasta empoderar a mujeres en la lucha por sus derechos.
Ese día, Pesoa se despertó al amanecer, salió de la comunidad, que está a 39 kilómetros de Asunción, en el distrito de Benjamín Aceval del departamento de Presidente Hayes, y se acercó a la ruta para tomar un colectivo que la dejaría en el centro urbano más cercano. Tenía cita con un juez. Una niña de su comunidad fue víctima de abuso y Bernarda se encargó de realizar la denuncia y seguir todo el proceso. A las 10, volvió a su casa, pero antes pasó por un almacén para comprar su desayuno: un pan y una empanada.
Bernarda es secretaria de relaciones de Conamuri, una organización que agrupa a 800 mujeres campesinas e indígenas, y forma parte del Colectivo de Mujeres del Gran Chaco Americano. La lideresa, de 38 años, también es artesana, madre de tres varones y dos mujeres, y abuela de un nieto. Desde los distintos espacios trabaja para el fortalecimiento del liderazgo de las mujeres.
La lengua materna de Pesoa es qom, pero aprendió el español y el guaraní a los 15 años, cuando comenzó a trabajar como empleada doméstica en una casa de Asunción. Dejó la escuela y empezó a trabajar.
Unas 120.000 personas se reconocen como integrantes de pueblos originarios en Paraguay. El 76% vive en situación de pobreza extrema, según el último censo, de 2012.
Desde los años 70, la comunidad Santa Rosa vive en las mismas tierras, en una zona rural del chaco paraguayo. Allí viven 72 familias. “Todos los niños que nacen en la comunidad ya les pertenece esta tierra”, asegura Pesoa.
Esa región es uno de los principales territorios afectados por el modelo ganadero. En el período que va de enero de 2014 a enero de 2018, alrededor de 1 millón de hectáreas fueron deforestadas en la región, según la investigación de Elizabeth Duré y Marielle Palau. La principal causa es la ganadería: Paraguay es el 7° exportador de carne en el mundo y actualmente tiene unas 14 millones de cabezas de ganado.
“Las vacas tienen más tierra que nosotros. Un animal puede tener una media hectárea. Hasta la calle también le pertenecen a los ganaderos. Hay que pedirles permiso para comunicarse con otras comunidades”, se queja Pesoa.
Cuando las comunidades indígenas van al monte, se encuentran en el camino con carteles que dicen “Prohibido la entrada a personas ajenas”. Eso fue un choque para ellas, que suelen tener una noción distinta del uso del territorio: “Cuando uno viene acá, no se encuentra con ningún tablero que restrinja la entrada. Los ganaderos nos tratan así y es una injusticia enorme para nosotros”.
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A los 19 años, Pesoa comenzó a militar por los derechos de su pueblo, sin embargo ella cree que liderar, siendo mujer, no es fácil. “Hay que enfrentar el machismo y el patriarcado que todavía late en cada comunidad”, expresa la lideresa, mientras se corre de la cara su pelo negro y largo. También se toca su collar, un talismán que le dieron en el Primer Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan, realizado en marzo de 2018 en Chiapas, México.
El collar, para ella, es símbolo de protección personal y económica. Recientemente, Bernarda participó del Encuentro Nacional de Mujeres en La Plata y asistió en más de una ocasión a plenarios de Naciones Unidas, en Nueva York, para plantear los principales problemas que enfrentan las mujeres indígenas.
Uno de esos problemas es la discriminación. En Paraguay, Pesoa ve la desigualdad en los colectivos, los hospitales, las universidades, en todos partes. Por un lado, las discriminan dentro de sus propias comunidades, donde tienen menos capacidad de decisión que los hombres sobre el uso de la tierra y menos acceso a una parcela para la producción propia. Y por otro desde las instituciones del Estado, que apenas ofrecen políticas y programas dirigidos a su empoderamiento económico.
“Cuando las mujeres tratan de armar un proyecto propio y encuentran el financiamiento, se le suele comunicar primero al líder y él es el que decide si se hace o no. Hay que seguir fortaleciendo los liderazgos de las mujeres en las comunidades indígenas. Tenemos un largo proceso por delante”, comenta Pesoa. Paraguay, en ese sentido, tiene pendiente aprobar un proyecto de ley para eliminar todas las formas de discriminación.
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Las mujeres indígenas recurren al monte para buscar la totora, una planta acuática común en esteros y pantanos de América del Sur. La utilizan como materia prima para la artesanía:carteras, sombreros, cajas y accesorios
“Cuando los ganaderos te ven en la vereda de la ruta buscando totora, empiezan a prender fuego y lo queman todito para que no regreses ahí. Igual, nosotras seguimos haciendo nuestra artesanía. Somos 76 mujeres que nos reunimos para producir. Y así peleamos para poder tener el pan de cada día”, comenta Pesoa.
Además de ser un símbolo de resistencia, la artesanía reúne a las mujeres, les permite obtener un ingreso y genera un espacio de contención. Pesoa reflexiona: “Es importante el diálogo con otras mujeres porque no todas estamos viviendo bien. En estos grupos se generan lazos fuertes de solidaridad. Allí descargan los problemas. Cuando una compañera se encuentra mal, encuentra un lugar de confianza para contar por lo que está pasando”.
La totora se corta con cuidado para que siga existiendo y, tras una semana, las mujeres artesanas Qom la transforman en arte. Ellas se encargan de reforestar esa especie nativa para poder asegurar la continuidad de su cultura. También apuntan a la concientización social para fomentar un comercio justo de sus artesanías. Pesoa expresa: “Los recursos naturales son muy importantes para nosotras, por eso nos convertimos en defensoras ambientales y territoriales”.
Los derechos ancestrales
Es martes a las 16.30 y en un camino de tierra al margen de la reserva natural Limoy, donde acampa la comunidad Tekoha Sauce del pueblo indígena Avá Guaraní Paranaense, hay solo mujeres y niños. Los hombres pudieron emplearse como jornaleros en los campos vecinos de soja. Bajo el techo de paja de un templo construido provisoriamente, las mujeres se refugian del sol y, de manera coordinada, espantan moscas y mosquitos con trapos.
La reserva Limoy está en Alto Paraná, un departamento ubicado en la región este de Paraguay y el que tiene mayor extensión de cultivos de soja: unas 900 mil hectáreas, lo que representa el 30% de los cultivos de soja del país.
En Alto Paraná también está el gigante hidroeléctrico Itaipú. Durante la construcción de la represa, en 1982, la comunidad fue desalojada de las tierras que históricamente ocupaban, sus "tierras ancestrales". De aquellas tierras, una gran parte se vendió a grandes productores agropecuarios que sembraron un monocultivo: soja. Otra parte del territorio fue convertido en la reserva que preserva el monte, por lo que no se puede hacer ningún aprovechamiento productivo. Esa reserva es administrada por Itaipú Binacional, la institución en la que confluye el Estado paraguayo y el Estado brasileño, y que también administra la represa.
Las 43 familias que conforman la comunidad Tekoha Sauce resisten en una especie de corredor angosto, al costado de una ruta que separa los campos de soja y la reserva. La intención de las familias es volver a tener tierras suficientes como para poder subsistir como lo hicieron históricamente los Avá Guaraní Paranaense: de la caza, la pesca y la agricultura a pequeña escala.
“Tenemos que luchar por los que vienen. Ellos no pueden pasar por lo mismo que pasamos nosotros. No pueden vivir sin tierra”, expresa Amada Martínez, lideresa de la comunidad, de 34 años. Es muy difícil para Amada ejercer su liderazgo porque todavía el machismo perdura. No terminan de aceptar que una mujer tome las decisiones relacionadas con la comunidad: “Yo quiero defender los derechos de mi pueblo. Tenemos que recuperar nuestra tierra y nuestra cultura. Las mujeres somos las que nos quedamos en la comunidad y las que más sufrimos en los procesos de las lucha”.
La comunidad Tekoha Sauce no tienen permitido cazar o pescar en la zona de la reserva. Los guardabosques los amenazan con la cárcel. “No da gusto estar en estas condiciones. Estamos condicionados como si estuviésemos encerrados. Al principio nadie nos daba trabajo. Nos tenían miedo. Ahora, de vez en cuando nos contratan por día. Criamos gallinas y dependemos de donaciones”, cuenta Elsi Martínez, hermana menor de Amada. Existe un conglomerado de organizaciones que colaboran con la comunidad, que se llama Plataforma Sauce Pytyvohára (apoyando a sauce es la traducción del guaraní).
La comunidad despierta entre las cuatro y las cinco de la mañana. Comienzan el día tomando mate en las carpas de lona. Las mujeres les dan de comer a las gallinas y se dividen las tareas: barrer, rastrillar, lavar la ropa, quemar la basura y buscar agua. Siempre alguien tiene que quedarse en la zona. Pero algunas mujeres también se emplean en los cultivos de soja. Por ejemplo, Balbina Benítez ya no tiene chicos pequeños y va junto a su marido para plantar o incluso hacer tareas de rastrillaje.
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La comunidad Tekoha Sauce, que tradicionalmente fue liderada por Cristóbal Martínez y ahora también por su hija Amada, sufrió dos grandes desalojos. El primero fue en los años '80, por la construcción de la hidroeléctrica. En aquel entonces, los referentes de Itaipú dijeron que sus tierras se iban a inundar y que tenían que irse. Los llevaron en camiones a Yukyry, a unos 150 kilómetros de sus tierras, lejos del río Paraná y del bosque. “Sin el agua no tiene sentido la comunidad”, señala María Celia Martínez, tía de Amada. Ella recuerda que ahí murió muchísima gente. Las familias de Tekoha Sauce no fueron los únicos que sufrieron la expropiación: 37 comunidades indígenas más se vieron obligadas a abandonar las tierras. Entre todas sumaban 165.000 hectáreas.
Algunos años después, gran parte de la comunidad se fue de Yukyry y migró a Arroyo Guazú, donde ya vivían otros indígenas, pero que no eran paranaenses. Se sintieron discriminados. Incluso, ellos les decían que vuelvan a sus propias tierras. Así fue como, en 2015, la comunidad decidió volver a sus tierras y reclamarle al Estado paraguayo un resarcimiento por el desplazamiento al que fueron sometidos con las obras de la represa.
Pero las tierras a las que regresaron ya no se parecían a las que recordaban. Los monocultivos a gran escala habían arrasado los bosques y, como dicen ellos, "casi no quedaban árboles".
Primero, un grupo de hombres fue a instalarse en una zona rodeada de un pequeño remanente de monte. Nancy Evelin Ramos, una joven de 24 años, fue la primera mujer de la comunidad en participar de la ocupación. “Mis abuelos siempre me dijeron que esas tierras nos pertenecían y en Arroyo Guazú sentíamos que estábamos de prestado”, cuenta.
Pero el 30 de septiembre de 2016, la comunidad sufrió el segundo desalojo. Perdieron todo: la policía les prendió fuego las casas, la escuela y el templo. Se quedaron sin las chacras y sin los animales. “Después de tanta violencia, no sabíamos qué hacer. No queríamos dejar nuestras tierras de nuevo. Nos fuimos a cinco kilómetros, al costado de la reserva, que es donde estamos ahora”, cuenta Amada.
Hace años que la comunidad intenta negociar con el Estado una solución, pero no lograron resultados. Este año, Cristóbal Martínez volvió a recibir una orden judicial de desalojo. “En esta demanda judicial dice que nosotros somos los invasores de una propiedad privada, pero nosotros estamos acá para la recuperar nuestras tierras”, explica Amada.
Las mujeres de la comunidad lograron el apoyo de distintas organizaciones de la sociedad civil y articularon para incidir en las autoridades y mantener vigente el reclamo. A través del respaldo de Fondo de Mujeres del Sur, institución que brinda apoyo financiero y técnico, ellas consiguieron los fondos para pagar los honorarios de abogadas para presentar recursos y realizar el seguimiento del caso en la justicia.
Casi todas las comunidades que son expulsadas de su territorio, también se van alejando de su espiritualidad. En Tekoha Sauce perduran las creencias ancestrales, pero les resulta difícil mantener el templo en condiciones porque no les permiten buscar más madera.
“La lengua, las costumbres y los valores se ponen en riesgo”, señala María Celia Martínez, la hermana de Cristóbal. La artesanía es una de las actividades que las mujeres de la comunidad están perdiendo. Todos los insumos que necesitan están en el bosque y los guardaparques de la reserva no les permiten buscarlos.
“Ahora, yo dependo mucho de mi marido. No puedo trabajar en el campo porque tengo criaturas chiquitas y tampoco puedo armar mis artesanías para vender”, se lamenta Elsi.
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“Nos están tirando veneno”, grita Damián, un niño de 9 años, a su madre Elsi. En el campo lindero se ve una máquina amarilla que va fumigando el cultivo. “Estamos viendo muchas enfermedades por las fumigaciones, que especialmente afecta a los niños. Muchas criaturas nacen con problemas y creemos que es por eso. Somos las mujeres las que estamos día a día acá aguantando todo lo que viene, cuidando a los niños enfermos y haciendo remedios naturales. Cuando el viento es muy fuerte los agroquímicos vienen directo hacia nosotros e inhalamos todito” expresa Elsi.
En la actualidad, la comunidad reclama un lugar alternativo porque sus tierras ancestrales ya no son seguras y no les permiten la subsistencia. Por ahora, no tuvieron ninguna respuesta. “Está la posibilidad de que nos vendan unas tierras que tienen un río muy grande, pero desde Itaipú no se hacen cargo”, cuenta Elsi, en referencia a la inversión necesaria para adquirir las tierras.
Tekoha Sauce es un pueblo del agua y del bosque. Allí encuentran el sentido a su cultura y sus costumbres. En el monte, encuentran su comida, remedios y actividades productivas. Sin el monte, advierten que no hay futuro para Tekoha Sauce. Y por eso resisten para recuperarlo.
Las que debieron migrar
“Ser mujer, pobre y vivir en el Bañado Sur es demasiada carga”, expresa Jéssica Arias, vecina de ese asentamiento informal de Asunción, que sufre inundaciones periódicas provocadas por el desborde del río Paraguay. La mayoría de los residentes de los Bañados, que son unos 100.000, participan en la economía informal. Por ejemplo, viven del reciclado y la cría de animales pequeños, como gallinas y chanchos.
En la zona sur del Bañado, una de las más pobres de Asunción, donde las casas de materiales precarios se comunican por calles sin asfaltar, se asentaron muchos de los que en los años '80 y '90 migraron del campo a la ciudad.
El papá de Jéssica y su abuela vinieron del interior del país, de Capitán Bado, un distrito del departamento de Amambay, que queda a 426 kilómetros de Asunción. “Ellos llegaron a la ciudad porque ya no había forma de resistir en las zonas rurales. Nada de lo que plantaban tenía precio (no tenían a quien venderle o le ofrecían pagarle un precio demasiado bajo) y no había forma de quedarse porque las empresas estaban alrededor copando los espacios y los terrenos”, relata Arias, que estudia sociología y hace poco consiguió trabajo en un centro solidario que se ocupa de acompañar a que más mujeres logren una inserción laboral.
Arias, de 27 años, es mamá soltera y tiene dos hijos. “Yo, como tantas compañeras, nos vemos muy solas en los momentos de inundación, que cada vez son más recurrentes”, cuenta. Cuando crece el río, los vecinos de los bañados tienen que buscar un espacio seco en una zona más alta, conseguir un camión para rescatar las cosas de valor y buscar materiales de construcción para rearmar su casa. Para empezar de nuevo.
En cada inundación, las mujeres son las que lideran las ollas populares, la logística de los camiones e incluso las manifestaciones para que el Estado los pueda asistir. Entre vecinas se ayudan a reconstruir las viviendas.
Elisa Barrios es vecina del Bañado y su familia también era campesina. La ONU estima que todos los años, unos 200.000 campesinos e indígenas paraguayos abandonan el monte y migran a ciudades, principalmente a Asunción y Ciudad del Este.
Elisa tiene 39 años, cinco hijos y es ganchera. Así se le llama a aquellos recicladores urbanos que con un gancho bajan del camión, que viene de Asunción, la “mercadería”. La mayor fuente del trabajo en la zona sur de Bañado es el vertedero Cateura, que es el lugar de disposición final de 1.500 toneladas de residuos sólidos diarios.
“Muchas veces te discrimina y no nos dan trabajo, ya sea porque sos gorda o porque tenés muchos hijos. Lo único que pude encontrar es trabajo en el vertedero. Es muy sacrificado: uno está ahí los días de lluvia, con el barro, y cuando hace mucho calor. Las bolsas pesadas nos van lastimando la espalda y corremos riesgo de cortarnos o lastimarnos”, expone Elisa.
Ella trabaja desde las 5 de la tarde hasta las 2 de la mañana. Después de juntar los materiales, tiene que separar por tipo. Sus hijos se quedan durmiendo y ella se va a trabajar.
Ahora mismo las familias de los bañados están bajo amenaza de desalojo: hay un proyecto para construir una ruta a lo largo de la costa. Y pasaría por la zona que habitan. Los espacios para reubicarlos que les ofrece el Estado no los convencen: muchos se encuentran retirados de sus lugares de residencia y temen perder las oportunidades de trabajo, formales e informales, que ya tienen por estar en el entorno de la capital paraguaya.
“Vivimos en terrenos fiscales. No tenemos la titulación de nuestra casa. Pero no nos queremos ir, queremos defender nuestro territorio”, señala Elisa. Y Jéssica agrega: “Ya sufrimos la expulsión del campo a la ciudad y ahora nos quieren volver a expulsar. ¿A dónde vamos a ir?”
Arias y Barrios forman parte de un colectivo que se llama las Rebeldes del Sur. Este grupo de mujeres se formó a través de las reuniones, que se daban en plazas públicas cuando las familias se veían desplazadas por la inundación. Ese espacio ayuda a las vecinas del Bañado a apoyarse emocionalmente: se juntan a hablar, se cuentan los problemas y se desahogan.
“Luchamos por la defensa de nuestro territorio. Queremos que nuestro barrio sea como cualquier otro de la ciudad, con el acceso a todos los servicios. Queremos que se haga la defensa costera para que dejemos de inundarnos”, exclama Arias.
Según Arias, el mayor obstáculos que enfrentan en la organización es la situación económica de las compañeras. Explica: “Es un problema que nos atraviesa a todas. Estos tiempos son muy densos. A veces nos pasa que no podemos juntarnos porque estamos pensando cómo hacer para subsistir. No nos compramos ropa, no vamos al mercado, ni vamos al shopping. Al despertarnos estamos pensando de dónde sacar el pan. Somos artesanas de la vida porque vivir y resistir a todo esto requiere mucha magia”.
Este especial de RED/ACCION se realizó con el apoyo de la Fundación Internacionalpara Mujeres en los Medios(IWMF por sus siglas en inglés) a través de una beca entregada a Florencia Tuchin para reportear historias de mujeres.
Créditos: Leti Galeano (filmación y fotografía), José Elizeche (edición de video), Dina Pérez (diseño y programación), Pablo Domrose (edición de imagen) y Maxi De Rito y Javier Drovetto (edición general).