Hugo Basiglio, Jennifer Dubín, Alejandra Terranova y Adrián Furman son tres hijos y un hermano de cuatro de los 85 muertos del atentado del 18 de julio de 1994 en la AMIA. Unidos por el dolor, a 30 años de la tragedia, volvieron al edificio donde ocurrió el atentado para producir una obra de teatro que narra sus vidas y las de sus familiares. Pasteur 633, reinaugurado en 1999, fue construido sobre el pozo y las ruinas del viejo edificio para simbolizar el triunfo sobre la muerte.
Para Adrián, que también es sobreviviente y trabajaba con su hermano en la AMIA, volver al lugar donde perdió a su hermano era impensable. “Al poco tiempo del atentado me llaman y me cuentan que la Amia iba a volver a funcionar en Ayacucho. Me ofrecen volver, pero sin horario fijo, llegando y yéndome cuando quería. Trabajé hasta fines del 96, cuando escucho que se iba a reconstruir en Pasteur. Iban a volver. Dije que no iba a poder. Ese era mi límite. Y me fui”, cuenta.
La decisión la mantuvo hasta que conoció al equipo de la obra. “Fui a la segunda entrevista, siempre pensando en no seguir, pero cuando conocí a este grupo de gente, a los otros tres actores que no son actores, vimos tanta afinidad y nos sentimos tan cómodos que fluyó”, dijo en diálogo con RED/ACCIÓN. “No me lo esperaba, pero se dio. Fue una magia que entre nosotros nos entendíamos… Salió algo espectacular, lleno de emoción, lleno de tristezas y de dolor. Pero dentro del dolor llevaba la alegría de estar juntos y poder compartirlo, contarlo”, expresa.
Actores que no son actores
El grupo de personas que se subió al escenario el 11 de julio para hacer la obra de teatro La silla vacía, que de ficticia no tiene nada, tenía el objetivo de mantener viva la memoria. Las narraciones de sus propias vidas se transitaron con todo tipo de emociones: tristeza, bronca, nostalgia, humor. Todas ellas siempre atravesadas por un sentimiento principal: amor.
“Yo siempre dije que esta obra era algo distinto”, comenta Jennifer Dubín, que perdió a su papá Norberto a los 8 años. “No fue fácil decir que sí. Con mi problema de labio leporino me daba vergüenza mostrarme en público, pero para mi fue muy sanador”, admite.
Se trata de una obra que permitió juntar las historias de cuatro personas que, sin conocerse, estaban conectadas. Todos ellos, después del 18 de julio de 1994, pasaron a tener una silla vacía en su casa. El símbolo crucial de la obra, la quinta silla sobre el escenario se mantiene siempre vacía.
El papá de Hugo había sido colectivero toda su vida, así conoció a su mujer, Dolores. Hasta que un día manejando tuvo un infarto, y se volvió muy habilidoso para cualquier tarea del hogar. Sus dotes lo llevaron a ser electricista de la AMIA, donde estuvo el 18 de julio desde temprano para cobrar.
Los tíos de Hugo viajaron a la Ciudad para cuidar de ellos después del atentado. Su tía cuidaba de él y su hermano, que eran chicos, mientras que su tío se ocupaba de poner fotos del papá de Hugo en los diarios. Todavía no había aparecido.
“Mi mamá quedó sentada delante de la tele. No se movía para nada… Tocaba la pantalla y nos decía a nosotros que busquemos con ella porque teníamos que encontrar a mi papá”, recuerda Hugo.
Ni Alejandra ni su papá tenían relación con la Amia. Juan Carlos Terranova tenía cuatro hijos y se dedicaba a la distribución de productos alimenticios. Se encontró en la calle Pasteur para hacer un reparto. Su hijo, Sergio, se salvó porque su padre le insistió en que vaya a unas cuadras a llevarle un vuelto a un cliente.
“Era el primer lunes de las vacaciones”, relata Alejandra. “Prendo la tele y veo imágenes de humo, escombros, gente corriendo, gritos. Dije, ‘otra vez esto, Irán, Irak, siempre la misma historia. De pronto, aparece la camioneta de mi papá en la tele. Digo, ‘¿qué hace la camioneta de mi papá ahí?’ De pronto dice, ‘Hora del atentado, 9:53’. Me acerco a la tele y vuelvo a ver la camioneta de mi papá. Y digo, ‘¿Qué mierda hace la camioneta de mi papá ahí?’”
A Jennifer todos la conocían en la AMIA. No solo vivían muy cerca de la sede en Pasteur, sino que su papá, Norberto, era el subjefe de sepelios en la organización. Con su familia, tenían un ritual: antes de ir a la clínica con su mamá, donde Jennifer se atendía con regularidad por su labio leporino, pasaban por la Amia a saludar a su papá. Pero el 18 de julio, Jennifer y su mamá se quedaron dormidas.
“‘Acostate que es temprano’, me dijo mi mamá”, contó Jennifer. “Justo arrancaban mis vacaciones de invierno, así que para mí era un golazo volverme a dormir. Cuando estoy tratando de poner la cabeza en la almohada, la explosión. Viene mi hermano corriendo de la otra habitación, sin prender la tele ni nada, y dice, ‘Mamá, fue la Amia’”.
Para Adrián el dolor fue doble. “Ya en mi oficina, la explosión, un ruido muy fuerte. Tembló todo el piso, el ambiente se llenó de humo blanco… Al ratito, salgo de abajo de mi escritorio y entre los que estábamos ahí en el segundo piso, tratamos de organizarnos para poder salir…Me acuerdo de una mujer con un bebé, que nos pasábamos de mano en mano para ayudar a sacarlo. Cuando logré subir al primer techo, me doy vuelta y veo todo destruido. En ese momento, mi papel de víctima sobreviviente se anuló y pasé a ser familiar de él. Lo único que me importaba era encontrar a mi hermano”.