Feminista en falta, comentado por Patricio Zunini- RED/ACCIÓN

Feminista en falta, comentado por Patricio Zunini

 Una iniciativa de Dircoms + INFOMEDIA

Un especialista invitado comenta un libro de no ficción y elige los seis párrafos de ese libro que más le hayan llamado la atención.

Feminista en falta, comentado por Patricio Zunini

Feminista en Falta
Mercedes Funes
Galerna

Uno (mi comentario)

Leí Feminista en falta con una sensación de inminencia. Sentía que algo me iba a pasar en cada página, en cada párrafo. Y lo que me pasó, y más de una vez, fue un tren por arriba. Conozco a Mercedes Funes desde hace años, la respeto, la quiero y la admiro. Hace algunos meses publiqué un libro que tenía la palabra “deconstruido” en el título. Eleonor Faur, otra intelectual admirable, me dijo entonces que habría sido mejor usar el gerundio antes que el participio. Me pareció una observación muy pertinente, con el mismo efecto del “No te la creas” pero más gentil. El libro de Mercedes es un paso —tal vez un pequeño paso para ella, pero sin dudas un gran paso para nosotros— en esa vía: feminista “bueno”, feminista “buena”, no se la crean. 

Dos (la selección)

Me hice feminista por una razón muy simple: quise, desde siempre, tener los mismos derechos de los varones. De hecho, creía que ya los tenía. Las barreras me sorprendieron por el camino, pero seguí actuando como si no hubiera cosas reservadas a los hombres. Podría decirlo así: nunca quise sentarme en la mesa de las ensaladas. No tengo nada en contra de hervir las papas y los huevos, pero pienso que es algo que pueden hacer tranquilamente muchos de los señores, si les gusta, y no hay ninguna razón que me obligue a andar cortando las cebollas ni llorando por los rincones (tampoco es que llore cuando corto las cebollas).

Tres

El señor de la florería de la esquina de casa me vio pasar con el uniforme y la mochila y me dijo: “¿Te llevo el culo, nena?”. Me tironeé del jumper para abajo y apuré el paso, avergonzada. Estaba en quinto grado. Ese año había empezado a volver caminando del colegio sola. Desde ese día, para no cruzármelo, dejé de caminar por la vereda del sol. Esas diez cuadras se convirtieron, más que en rutina, en una hoja de ruta de muchos de mis intercambios con los varones. Aprendí cuándo sonreír, cuándo bajar la mirada, cuándo cruzar la calle y cuándo salir corriendo. Y aprendí algo más importante (entonces no sabía cuán importante): que el mismo viaje, hecho con mis amigas, cambiaba las cosas. 

Cuatro

Cuando mi primo abusó de mí, yo era muy chica para denunciarlo, pero se lo conté a mi mamá. No podía estar bien —ya lo sabía a los cinco años—  que un varón mucho mayor me metiera la mano en la bombacha. Me acuerdo, como en una pesadilla, de su risa con brackets, y también de que mi vieja me dijo que no le dijera a nadie nada, porque ahí no había pasado nada. Y como mi mamá me dijo que no había pasado nada, lo acepté. No volvimos a hablar del tema por mucho tiempo, mi primo siguió quedándose a dormir en casa y en mi cuarto cada vez que venía a Buenos Aires. Cuando crecí y tomé conciencia del abuso, le pregunté a mi madre por qué no había reaccionado; recién entonces entendió que era cierto: “Es verdad, me lo contaste. Y yo no te creí”.

Cinco

En buena medida, mi feminismo es hijo de Moria y de Susana, esas mujeres independientes de cuerpos esculturales que se volvieron más poderosas que todos los partenaires que parecían subestimarlas. Mujeres que podían decir y hacer lo que se les cantaba; mujeres a cargo. Moria Casán decidió sin que nadie se lo exigiera su primer desnudo en el teatro de revistas; también asegura que fue sola a operarse a lo de Juri, el cirujano plástico más importante de la época y que así convirtió sus tetas en un “símbolo nacional”. No se lo pidió un señor, lo hizo ella. También confesó alguna vez que cuando iba al colegio le gustaba salir con tipos grandes que le pagaran: “Era un gato, lo elegía y me gustaba. No lo hacía por necesidad”. Toda la vida fue una provocadora. Cuando yo era chica, Moria tenía un programa a la noche por el que pasaban todos los personajes del momento. Políticos, deportistas, periodistas, actores —sí, casi siempre hombres, porque ahora que miro hacia atrás en el tiempo, casi todas las figuras sobresalientes que nos mostraban en aquel tiempo eran varones— se acostaban en la cama en la que Moria, con pelucas de colores que a mí me parecían fascinantes, les hacía preguntas agudas y graciosas. Su marido, Mario Castiglione, participaba del programa como un actor secundario, porque todos los hombres en su vida eran actores secundarios. Recuerdo tener cinco años y recibir a mi madre cuando volvía del trabajo vestida como Moria, con sus tacos, y arrastrando un tapado de piel, en bombacha y repitiendo “chiribín, chiribín” como sus personajes; me divertía mucho más que cualquier animadora de la tarde.

Seis

Hace poco estaba en un congreso feminista y una de las oradoras comenzó su ponencia declarando: “Primero quiero contarles que hasta los treinta años fui una mujer infeliz por culpa del patriarcado, y que sólo pude salir gracias a un fuerte trabajo personal…”. El público aplaudía a rabiar. A mí se me cayó la mandíbula. ¿En qué momento el patriarcado se convirtió en la causa de todas nuestras angustias y desgracias del pasado? Nuestra historia personal está hecha de una multiplicidad de factores, incluidos, sí, los mandatos patriarcales que nos inculcaron nuestros padres, madres, abuelos y maestros. Pero culpar a un ente anónimo y difuso por todos los males de nuestra psicología me parece una excusa triste y más bien simplona. Seguro que en nuestro camino también hubo abuelas que nos leyeron Mujercitas haciendo guiños al nombrar a Jo, o padres que nos enseñaron a saltar alambrados. Y si no, amigas, maestras o maestros que nos ayudaron a corrernos del modelo. Por algo estamos acá, ¿o no? El patriarcado es una construcción contradictoria y colectiva. Como todo constructo social, es imposible que haya sido unívoco o producto de una sola mente malvada que nos jodió la vida.

Siete

Gaby Cociffi inventó el colaless. No fue un varón caliente el que bautizó la tendencia: el nombre se lo puso una editora con pulso. Con pulso y con garra. Una de las mejores directoras de revistas que conocí. La misma que no durmió durante años, en cierres estiraba hasta las seis de la mañana, para poder quedarse a marcar otros nombres, los de las cruces anónimas de los soldados de Malvinas que repasaba en el mapa del cementerio de Darwin que colgaba en su oficina. Su cruzada por la identificación de los cuerpos de los caídos que no habían sido reconocidos es uno de los trabajos periodísticos más nobles que yo pude ver de cerca. Recuerdo su relación con esas madres a las que sólo les quedaba de sus hijos la foto del documento con el pelo cortito, la última carta, la imagen borrosa del saludo final; verla pelearle el blanco al jefe y justificarse cuando pedía otra página para contar las historias de esos chicos que estaba tan lejos de los privilegios de todos los que en la redacción decíamos a veces, por lo bajo, que se había vuelto loca, que estaba obsesionada con una causa perdida y ajena. Todo eso, cuando ahora veo las fotos de las cruces con los nombres, y las felicitaciones y los premios, me parece una clase retroactiva de periodismo y también de ovarios bien puestos. Gaby nunca se  definió como feminista, pero es una luchadora, y al colaless jamás lo consumieron los varones: la verdad es que a las mujeres nos gusta mirarnos el culo, para envidiárnoslo o para contar la celulitis ajena.


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