Los costos del pago de los más de 7,5 billones de dólares que las economías emergentes deben a acreedores externos se están volviendo cada vez más onerosos, justo cuando necesitan el mayor margen fiscal posible para confrontar la crisis de la COVID‑19.
Pese a que hay sólidas razones para cancelar buena parte de esta deuda, muchos actores importantes se oponen a hacerlo, con el argumento de que limitaría el acceso futuro de esos países a los mercados internacionales y de tal modo reduciría la inversión y el crecimiento.
Pero en realidad, el sustento empírico de esta opinión es bastante débil. En vez de dar impulso sostenido a la inversión y al crecimiento, el efecto más probable de los flujos financieros internacionales en los mercados emergentes y en las economías en desarrollo es una mayor volatilidad.
Aun así, hace mucho que en los ámbitos académicos y de formulación de políticas se da por sentado que las finanzas internacionales ayudan a las economías emergentes a crear instituciones más eficaces, por ejemplo, mediante el desarrollo del sistema bancario y de los mercados bursátiles. Quienes se oponen a la condonación de deudas también sostienen que los mercados emergentes necesitan la "disciplina" provista por los mercados internacionales de bonos, ya que la amenaza de fuga de capitales restringe el mal gobierno de autócratas y populistas.
Por eso durante la crisis de deuda europea se exhortó a los griegos a seguir pagando a los bancos extranjeros, para proteger su perfil crediticio. E incluso después del rechazo del electorado griego a las condiciones impuestas por la troika de acreedores institucionales (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional), el gobierno griego de izquierda terminó llegando a un acuerdo, y la conclusión en muchos ámbitos oficiales fue que la disciplina de mercado había funcionado.
Pero este relato ya no parece verosímil. En vez de poner coto a los autócratas, las finanzas internacionales les han dado sustento. Por ejemplo, en Sudáfrica entre 2009 y 2018, el flujo de fondos extranjeros no se detuvo ni siquiera cuando ya era obvio que el gobierno cleptócrata del entonces presidente Jacob Zuma estaba vaciando la economía y las instituciones del país. Al final, la caída de Zuma se produjo porque su propio partido, el Congreso Nacional Africano, tomó medidas para su destitución; poco tuvo que ver con esto el látigo de los mercados internacionales.
Asimismo, los ataques del presidente turco Recep Tayyip Erdoğan a las instituciones de su país han coincidido con una caída de la inversión y del crecimiento de la productividad, pero los inversores extranjeros le echaron un salvavidas.
Con un flujo ininterrumpido de dinero a su disposición para financiar un creciente déficit de cuenta corriente y sostener una economía tambaleante, Erdoğan ha podido consolidar su dominio, e incluso establecer un sistema presidencial donde el parlamento y los tribunales le están subordinados. Lo mismo que con Zuma, la mayor resistencia contra Erdoğan no procede de los mercados internacionales, sino de la política interna. En las elecciones municipales del año pasado, su partido perdió en la mayoría de las grandes ciudades, y el poder de Erdoğan quedó muy debilitado.
Además de estos ejemplos, hay cada vez más pruebas de que las finanzas internacionales han facilitado actos delictivos y de corrupción en los mercados emergentes, como ocurrió con la presunta participación de Goldman Sachs en el escándalo de la empresa 1MDB en Malasia, un fraude de 700 millones de dólares. Ninguno de estos casos debería ser sorpresa. ¿Por qué se abstendrían las instituciones financieras internacionales de aprovechar oportunidades de dar crédito en condiciones atractivas a autócratas, o de mejorar las ganancias ayudando a cleptócratas y empresas dudosas a dibujar estados contables y explotar paraísos fiscales?
Para salir de este statu quo disfuncional, necesitamos formas de reestructurar y condonar deudas que excluyan a los regímenes corruptos. Una posibilidad sería crear un organismo internacional imparcial que fije reglas para que las prácticas crediticias de los bancos internacionales sean justas. Luego la misma institución puede ser la encargada de determinar si las deudas actuales de un país se acumularon durante gobiernos democráticos, si son herencia de un festival de endeudamiento cleptocrático y fraudulento, y si la devolución o el pago de intereses impondrán padecimientos inaceptables a la población.
Los países que se hayan endeudado bajo gobiernos democráticos podrán reestructurar su deuda externa con condiciones generosas; opciones similares también pueden ofrecerse a acreedores de larga data y a los que hayan realizado inversión extranjera directa en los mercados emergentes (porque es más difícil que estas formas de préstamo terminen en los bolsillos de autócratas).
Para los países del segundo grupo, la deuda ilegítima ("odiosa") acumulada durante gobiernos autocráticos o corruptos del pasado se debe cancelar. La ciudadanía ordinaria no tiene que sufrir las consecuencias de acuerdos entre instituciones financieras y políticos que no eligió. Y los inversores que suscribieron acuerdos temerarios con cleptócratas no tienen que recibir protección internacional.
En cuanto a los países del tercer grupo (gobiernos para los que el costo de devolución o pago de intereses sería socialmente intolerable) es evidente que no hay que obligarlos a hundirse todavía más en la pobreza, aun tratándose de deudas contraídas bajo gobiernos democráticamente elegidos.
El supuesto de que una ronda masiva de reestructuración y condonación de deudas cortará el flujo de capital a los mercados emergentes es infundado. Incluso si estos países se negaran a la reestructuración o condonación, el peso de sus deudas impediría futuras inversiones en infraestructura, alivio de la pobreza y nuevas tecnologías.
Otro resultado igualmente importante es que la cancelación de deudas ilegítimas mejorará los incentivos en los mercados financieros internacionales, porque los inversores tendrán que pensárselo bien antes de sostener regímenes autoritarios y corruptos. Y este cambio puede impulsar el diseño de un nuevo marco de integración financiera internacional.
Pero esto sólo funcionará si no se convierte en un repudio indiscriminado a la financiación internacional. Muchos países en desarrollo todavía necesitan recursos para inversión e infraestructura, y todavía hay abundancia de flujos financieros internacionales responsables y regulados que pueden aprovechar. No debemos crear una situación en la que los mercados emergentes y los países en desarrollo queden totalmente privados de acceso a financiación.
Por eso, es necesario que la reestructuración y cancelación de deudas se presente claramente como una medida de emergencia que discernirá entre las instituciones que actuaron en forma adecuada y las que firmaron acuerdos con gobiernos corruptos y autoritarios.
Necesitamos un organismo internacional que además de supervisar las reglas de los futuros compromisos de inversión y vigilar la mala conducta financiera también sirva de sustento a un nuevo marco mundial de normas y estándares. Es el único modo de garantizar la legitimidad del sistema ante la mirada de los países en desarrollo y de las instituciones financieras internacionales por igual.
Daron Acemoglu, profesor de Economía en el MIT, es coautor (con James A. Robinson) de The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty (hay traducción al español: El pasillo estrecho: estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad).