Entre ellos
Richard Ford
Anagrama
Uno (mi comentario)
Con el tiempo, la memoria los empuja cada vez más lejos. A veces los separa una sombra, a veces un muro. Por mucho que se afane en reconstruirlos con palabras, así como sucede con los sueños al despertar, a Richard Ford la vida de sus padres se le escapa. Se aproxima, sin tocarlos. Ellos riéndose en el asiento delantero del auto nuevo; la madre apretándolo muy fuerte mientras el padre cambia una goma en lo alto del puente sobre el Misisipi; el padre llegando a casa y tirando sobre la mesa metálica de la cocina unos paquetes con regalos; la madre con los puños en las sienes diciendo no, no, y el padre muerto en la cama. Retazos. Imágenes, olores, gestos. “Estoy haciendo conjeturas”, dice Ford mientras se pone en la piel de cada uno.
Entre ellos es un libro conmovedor y magistral que demuestra que se puede escribir sobre el amor, libre de sensiblería. También que cada vida – siempre corta e imperfecta - es digna de ser recordada. Ford produce una hipnosis subyugante: lo vemos a él entre ellos, los vemos a ellos cuidar de él. Asistimos maravillados al intento amoroso que hace Ford de reconstruir las mentes y el sentir. Y también, eso que soñaban para él. ¿Qué habrán sentido ante la llegada del hijo tardío al que no esperaban, ahora que ya no podían ir por la carretera, libres y despreocupados? Porque al fin y al cabo los padres son unos perfectos desconocidos. “Imagínenlo. Tendrán que imaginarlo porque no hay otra forma”, parece decirse a sí mismo y a nosotros.
La primera parte dedicada al padre y la segunda a la madre, ya editada en los noventa como A mi madre in memorian (una edición de tapa dura que tiene un lugar privilegiado en mi biblioteca) y que Ford adaptó a esta edición sumándole un precioso epílogo. Desde su aparente sencillez Entre ellos habla de nosotros. ¿Quiénes somos? ¿De quiénes estamos hechos? Acaso de retazos de memoria, porque el resto está destinado a desaparecer. Aunque como dice Ford: casi todo desaparece, salvo el amor.
Dos (la selección)
Y en esto hay, por supuesto, una enseñanza, una lección que he tratado -las más de las veces sin éxito- de que me sirviera de guía: es lo que sucede lo que importa, mucho más que lo que la gente, incluído uno mismo, piense sobre lo que sucede antes o después. Solo importa, o importa más que nada, lo que hacemos. No miraba entonces, y no miro aún hoy, el mundo con unos ojos como los de mi madre. Tal vez llegue a alcanzar un mayor entendimiento de esa lección. Pero fue mi madre la primera en enseñármela.
Tres
Yo la veía: su cara blanca tras la ventanilla tintada, la palma pegada al cristal para que la viese… Estaba llorando. Adiós, me decía. Hice ondear la mano en un despliegue ancho, y dije con los labios: Adiós. Te quiero. Y contemplé cómo el tren se perdía entre la urdimbre de viejas fábricas de ladrillo de la ciudad. Podría decirse, supongo, que en ese momento dio comienzo mi vida en verdadera soledad, y que había llegado a su fin lo que pudiera quedar de mi infancia.
Cuatro
¿Ha tenido alguna vez alguien una «relación» con su madre? Yo creo que no. Mi madre y yo nunca nos sentimos vinculados por las cosas de rigor: el deber atípico, el remordimiento, la culpa, la vergüenza, las formas. El amor, que nunca es típico, lo amparaba todo. Esperábamos que fuera fiable, y lo era. Siempre estábamos prestos a decir «Te quiero», como si fuera a llegar un día en que ella querría oírlo, o yo, o en que los dos querríamos oírnoslo decir el uno al otro, solo que por alguna razón -como ciertamente aconteció- al cabo no fue posible.
Cinco
Los padres -por encerrados que estemos en nuestras vidas- nos conectan íntimamente con algo que no somos, y forjan una «ajenidad unida» y un misterio provechoso, de tal suerte que aun estando con ellos estamos solos.
Seis
Me llamaba «hijo». Yo le llamaba «papá». La gente decía que me parecía a él. Seguro que no llegó a pensar nunca que setenta años más tarde yo no recordaría el sonido de su voz, aunque desearía mucho poder hacerlo.
Siete
Me contó que una vez, en el ascensor del edificio donde vivía, una nueva conocida le había preguntado: «¿Tiene hijos, señora Ford?». Y ella, sin pensarlo, le había contestado: «No.» Y luego había pensado: Oh, por el amor de Dios. Claro que tengo hijos. Tengo a Richard.
Laura Galarza es psicoanalista, escritora y crítica literaria. Escribe para el suplemento Radar de Página|12. Hace varios años es columnista literaria en radio. Empezó en Del Plata con Tom Lupo y tuvo participaciones en Radio Nacional y Radio con Vos. Desarrolla La Solapa de Laura y Nati, una serie sobre libros en Youtube. Su libro de cuentos Cosa de Nadie (Del Dock 2014) obtuvo el premio Fundación Acero Manuel Savio. Coordina talleres de lectura y escritura en Dain Usina Cultural.
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