Uno de los episodios más populares de la serie Black Mirror (8.3 puntos en IMDb) retrata la vida de una chica cuya felicidad depende exclusivamente de su estatus en las redes sociales. Según su puntaje, el crédito al que accede, el barrio en el que puede vivir, el auto que le alquilan... Cada interacción puede costarle una calificación entre 1 y 5, y a la caza de ese 5 lo pierde todo.
El capítulo captura la sensación de época: vivimos siendo juzgados. Y lo peor: no solo nos parece bien, lo alimentamos. En una cultura del agrado donde lo importante es sonreír y tratar al otro como si fuera un cliente, todos nos convertimos en objeto de opinión. ¿Pero por qué? ¿Quién dijo que agradarle a todo el mundo nos asegura alguna satisfacción?
Antes el vínculo con los otros era un problema de la intimidad o de las relaciones humanas en general, ahora en cambio es parte del sistema porque impacta directamente en la economía de las personas. De pronto, alguien con un buen ranking social puede acceder a mejores condiciones crediticias o ser tenido en cuenta para mejores trabajos. Lo que opinen los demás de nosotros dejó de ser mera doxa para convertirse en variables cuasi objetivas de lo que somos.
Si en los sesenta Sartre advirtió que el infierno era la mirada de los otros, ¿por qué de pronto nos convencimos de que era el purgatorio? ¿Cuándo empezamos a pensar que nuestra felicidad (o nuestro destino) puede depender o de los likes o de los puntajes que nos dan los otros?
Pensando en esto, decidí representar lo que sucede en Black Mirror de manera analógica: confeccioné un sistema de puntos sobre mí mismo y durante algunos días se lo di a completar a cuanta persona me cruzara. Puse cinco categorías con cinco estrellas cada una, donde 1 sería el mínimo y 5 el máximo. Se lo entregué a todos los que pude, conocidos, desconocidos, gente del barrio con la que tengo intercambios de servicios, gente en el ascensor, alguna chica en un bar. En total, en 3 días, recabé 20 respuestas. Este era el cuestionario.
Aunque suene a experimento, lo que hicimos no es más que hipérbole de lo que vivimos diariamente. ¿O realmente pensás que ahora mismo no te están juzgando, mientras lees esta nota con la cara que sea que te dio Dios? ¿No estás acaso juzgándome a mí en este mismo instante?
Tal como cuenta esta nota, en China la aplicación WeChat (una suerte de Whatsapp, Facebook, Uber, Instagram, Home Banking todo en una) recoge datos de todas las acciones móviles y conforma con eso un puntaje. Desde el teléfono pagan servicios, compran cosas, hablan con amigos, ponen direcciones de restaurantes o piden taxis. Según todo eso, la aplicación determina el tipo de persona que sos. Si solés hablar con personas de puntaje alto, tu puntaje sube. Si te relacionás, digamos, con el hampa, tu puntaje baja. Si comés en restós de moda, sube; si lo hacés en el puestito de la esquina, baja. Durante un tiempo, si tenías una puntuación mayor a 750 podías saltarte el control de seguridad en el aeropuerto de Beijing. Con un estatus similar podrías incluso aplicar a una visa para visitar Luxemburgo, sea que alguna vez se te cruzó por la cabeza o no.
Por suerte, la manera de recabar datos en nuestro país está más cerca de mi técnica que de la de China (o al menos eso creo), por lo que estoy a salvo de que elaboren mi puntaje. ¿Qué tipo de persona sería según sus parámetros? Como poco en lugares de moda, pago las cuentas cuando ya no queda otra, mis amigos no están presos de casualidad. Y lo peor, no me parece extraño.
En mi propio experimento tuve un buen puntaje. Amabilidad -territorio de mi luna en libra, ponele- es mi cuota destacada: 4.30. O trato bien a la gente o, a la luz de que estaba por pedirles que me evaluaran, los traté aún mejor ese día. Pensé bastante si éste no era un punto flaco de mi idea, pero después reflexioné: ¿no se trata de eso? ¿No estamos todos tratando de agradar más allá de la verdad de lo que somos, sea que lo vamos a contar después en una nota o no?
En la categoría Aspecto (y todo lo que ella contiene), tuve un honroso 4. Hubiera sido mejor si no fuera por el 2 que me puso un amigo del trabajo (que va cada quince días a las peluquería y que, lógicamente, tiene otros estándares de calidad).
Es la categoría vanidosa por excelencia: la chica del bar con la que hablé exclusivamente por esta causa me puso un 3 (y me remató con un 2 en interés). ¿Qué había en mí antes de esto? ¿Qué esperaba? ¿Es posible sacar un 5 en aspecto y un 5 en interés? Para mí, que me la paso juzgando en mi propio WeChat (IThink, suponte), esa convivencia era imposible.
De la boca para afuera, antes del ejercicio prefería sacarme un mal puntaje en aspecto que en interés, eso era lo moralmente deseable: ser un tipo que se preocupa por lo profundo. En la vida real: me golpearon más los bajos puntajes en apariencia. Ya sabía de qué alardeaba, ahora sé de qué carezco.
Sin embargo, esa chica me juzgó por pedido mío. ¿Qué pasa cuando viene de suyo? Algo así pasaba con Lulu, una plataforma que llegó a tener un cuarto de las estudiantes mujeres universitarias de todo Estados Unidos. En ella las chicas compartían reviews (críticas, evaluaciones, descargos), sobre los chicos con los que habían salido. Así, si otra chica se interesaba por ese mismo chico podía leer la opinión de una antecesora. Los requisitos eran tener a ese chico en Facebook (luego agregaron una cláusula: los hombres tenían que aceptar ser juzgados). Y entonces sí: cualquier chica podía leer si era bueno en la cama, si era machista, si la había tratado con respeto o no, si su humor era más del estilo Ben Stiller o Jerry Seinfeld.
Para muchas de las chicas puede que haya servido. Cómo se habrán sentido los hombres juzgados, difícil saberlo ¿Cuán válido es que, a la luz de protegernos, enunciemos cada uno de los defectos o particularidades del otro?
En Globant, una empresa tecnológica argentina, desarrollaron una plataforma en la que sus empleados se reparten estrellas. Además de ganar premios a fin de año, le sirve a la propia compañía para saber quiénes son los líderes informales en cada grupo de trabajo. La diferencia es que solo permite la valoración positiva. A la salud de la empresa, tiene lógica, pero para la vida exterior, ¿la ausencia de crítica no promueve la hipocresía? ¿No hay situaciones en las que ser directo nos ahorraría bastantes problemas?
Mi puntaje en Uber como pasajero es de 4,54. Durante un tiempo tuve Airbnb y me encaminaba a ser un SuperHost (lo hubiera sido si no fuera que la casa no era mía y estaba subalquilando -ya pedí disculpas a la administración-). En CouchSurfing tuve siempre respuestas positivas, aunque no siempre muy elaboradas.
En mi propio ranking en Comunicación y Conversación saqué un 4.20. Alguien (3.5 cocinando, en mi opinión) aclaró que me sacaba una estrella porque cuando hablo no modulo. El mozo del bar de la esquina de casa (4.2 memorizando pedidos), me puso un 5 (fue de hecho el único que me puso puntaje perfecto en todo, y fue antes de que dejara -después de ver sus respuestas- más del 20% de propina).
La categoría Energía (positiva o negativa), es mi gran deuda con la sociedad. Me quedó un promedio de 3.59. Es decir, no tengo ni demasiada buena energía ni demasiado mala, pero sería necio si no me diera cuenta de que cuando el puntaje baja en una estrella, en realidad significa que baja un poco más. Nadie en general se sintió demasiado cómodo en ser 100% sincero.
Una amiga (2 en amabilidad, 5 en todo lo demás) escribió: “casi siempre estás muy melancólico”. Otro, una persona de reconocida bondad (1 en no interrumpir), me puso 5 en todo salvo en energía. Otra (5 en energía) me puso que varía mucho depende con quién trate. Y lo más llamativo: aquellas personas con quienes solo lidié superficialmente (el muchacho de la lavandería, el mozo, la señora de la inmobiliaria -a quien siempre le pago con demora-), me pusieron un 5. Cuando el trato es breve, pongo lo mejor de mí. Cuando tengo que sostenerlo, flaqueo. Una primera conclusión: en el intercambio de servicios soy amable, tengo buena energía y es lindo conversar conmigo. Soy, digamos, confiable.
En el mundo de la sharing economy y el consumo colaborativo la confianza del otro es un requisito indispensable. Plataformas como Uber o Airbnb son ejemplo de esto: uno comparte algo propio con otro (pongamos, su departamento), y la única manera que tiene de hacerlo con tranquilidad es sabiendo que el otro no es un loco de remate. ¿Cómo lo sabe? Mirando su puntaje. Es un tipo de confianza basada no en la impresión, la experiencia o el puro instinto, sino en los ratings. Bajo este paradigma, no se juzgan personas sino “usuarios”.
Sin embargo, ¿es un método tan infalible? En febrero del 2016 un chofer de Uber de Michigan, Estados Unidos, atropelló intencionalmente a 4 personas. Su puntaje era 4.73 sobre 5. Es decir, casi el chofer perfecto. Esta semana en nuestro país un chofer violó a chica en Villa Urquiza. Su puntaje, un misterio. Consulté por él a Uber pero no obtuve respuesta. La empresa no tiene ranking interno, son los pasajeros los supervisores (no pagos) de la compañía. Es decir, los usuarios pagamos, además de por el servicio, por trabajar para ellos. Si efectivamente ese chofer tenía un buen puntaje, ¿qué significaría?
Es el peligro de los rankings: no sabemos por qué creemos en ellos. ¿Quién es el tipo que puso un buen o un mal puntaje a tal o cual cosa? No sabemos. ¿Cómo nos aseguramos que quien puntúa no lo esté haciendo bajo criterios racistas, machistas o xenófobos? No sabemos.
Mi puntaje en la categoría interés es de 4.2. Conforme fui recibiendo respuestas me di cuenta de que era una de las que más me importaba. ¿Interés? ¿Qué era eso? Qué futuro puedo tener si no le intereso a nadie. ¿Por qué demonios la chica que me respondió desde España y es una especie de romance infinito (5 en conversación, 5 en inteligencia, 5 en todo plano de la condición humana) me puso un 4? ¿Puede alguien mantener una relación con vos durante años y no parecerle un 5 en interés? O un 4 y medio. ¿Qué monstruo se despertó con esta nota? Inventemos un parámetro: conforme te importe este punto, tu nivel de neurosis o de ego.
La chica que respondió desde España no lo sabe, pero de algún modo ese 4 me convirtió en su rehén. Es que la cultura de ranquear lleva a un nuevo sistema de poder. Uno nunca sabe en que puede deparar un rating bajo, no importa en la plataforma que sea, y termina sujeto a comportamientos antinaturales. ¿Por qué conversar con el chofer si estoy de mal humor? ¿Por qué es tan improbable decirle: “disculpame maestro, no quiero hablar”. Y si sucediera, ¿por qué podría reparar en un mal puntaje? Cuando el poder significa que todos tienen derecho a opinar sobre nosotros, el único deber moral es la indiferencia.
Es difícil sobrevivir a ciertos males. Hay dos caminos: o nos desvivimos para sacar el puntaje más alto posible (habida cuenta de lo que significa “desvivir”). O tratamos de identificar aquello que nos hace bien, y hacemos que dure, y le damos espacio (tal como diría Italo Calvino).
La verdad es que me importa saber qué puntaje le darías a esta nota. Pero voy a impostar un gesto, a ver si con el simple acto lo incorporo. Sería así: ¿te gustó? ¿no te gustó? Bueno, tu opinión me tiene sin cuidado.