Cada día hay un nuevo ataque al comercio internacional. ¿Por qué, hoy en día, cada controversia – ya sea sobre propiedad intelectual (PI), inmigración, daños ambientales, o reparaciones de guerra – produce nuevas amenazas al comercio?
Durante gran parte del siglo pasado, Estados Unidos administró y protegió el sistema de comercio basado en reglas que creó al final de la Segunda Guerra Mundial. Ese sistema requería una ruptura fundamental del ambiente de pre-guerra caracterizado desconfianzas mutuas que se cernían entre las potencias que estaban en competencia. Estados Unidos instó a todos los países a que vean que el crecimiento y desarrollo de un país podía beneficiar a todos los países a través del aumento del comercio y la inversión.
Bajo la nueva disposición, se promulgaron reglas para restringir el comportamiento egoísta y las amenazas coercitivas de los económicamente poderosos. Estados Unidos actuó como un benevolente país hegemónico, dando ocasionalmente una palmada en las manos a quienes actuaban de mala fe. Mientras tanto, las instituciones multilaterales del sistema, especialmente el Fondo Monetario Internacional, ayudaron a los países con extrema necesidad de fondos, siempre y cuando dichos países siguieran las reglas.
El poder de Estados Unidos surgió de su control sobre los votos en las instituciones multilaterales, tanto directamente como a través de su influencia sobre los países del G7. Estados Unidos también tenía una gigantesca fortaleza económica por cuenta propia. Sin embargo, lo más importante es que la mayoría de los países confiaban en que Estados Unidos no usaría mal su poder para promover sus intereses nacionales, al menos que no lo haría de manera excesiva. Asimismo, Estados Unidos tenía pocas razones para traicionar esa confianza. Ningún país se acercó a su productividad económica, mientras que su único rival militar, la URSS, estaba en gran medida fuera sistema de comercio mundial.
La expansión del comercio y la inversión basados en reglas abrió nuevos mercados lucrativos para las empresas estadounidenses. Además, debido a que podía permitirse ser magnánimo, Estados Unidos otorgó a algunos países acceso a los mercados estadounidenses sin exigir el mismo nivel de acceso a los mercados de aquellos países.
Si los formuladores de políticas de una economía de mercado emergente expresaban su preocupación sobre los posibles efectos potenciales que una mayor apertura comercial podría causar a algunos de los trabajadores de dichas economías emergentes, los economistas se apresuraban a asegurarles que cualquier sufrimiento local sería contrarrestado por las ganancias a largo plazo.
Todo lo que tenían que hacer era redistribuir las ganancias del comercio a los grupos que quedaban atrás. Esto resultó ser más fácil en teoría que en la práctica. Aun así, en estas democracias incipientes, las protestas de los que se quedaron atrás se consideraron un costo aceptable, teniendo en cuenta los beneficios generales, y dichas protestas fueron fácilmente contenidas. De hecho, las economías de los mercados emergentes llegaron a ser tan buenas en cuanto a capitalizar las nuevas tecnologías y el transporte y comunicaciones de menor costo que lograron hacerse cargo de grandes porciones de la producción manufacturera que anteriormente se llevaba a cabo en los países industrializados.
Una vez más, el comercio afectó a los trabajadores nacionales de manera desigual, pero ahora los trabajadores con educación formal moderada en los países desarrollados – especialmente en las ciudades pequeñas – fueron los más castigados, mientras que los trabajadores mejor calificados en las industrias del sector de servicios urbanos prosperaron.
A diferencia de los mercados emergentes, donde la democracia aún no había echado raíces profundas, no podía ignorarse el descontento entre una creciente multitud de trabajadores de estos países desarrollados. Por lo tanto, los formuladores de políticas en las economías avanzadas reaccionaron ante la respuesta violenta al comercio en dos maneras. Primero, trataron de imponer sus estándares laborales y ambientales a otros países a través de acuerdos comerciales y financieros. En segundo lugar, presionaron por una aplicación mucho más estricta de las leyes y reglas sobre la propiedad intelectual (PI), la que en gran parte es de propiedad de corporaciones occidentales.
Ninguno de los dos abordajes fue particularmente efectivo para frenar la pérdida de empleos; sin embargo, fue necesario que ocurra algo mucho más grande para alterar el antiguo orden: el surgimiento de China. Al igual que Japón y los tigres de Asia oriental, China creció gracias a las exportaciones de manufacturas. Pero, a diferencia de dichos países, China, hoy en día, amenaza con competir directamente con Occidente, tanto en servicios como en tecnologías de vanguardia.
Para resistir a la presión externa, China adoptó estándares laborales y ambientales, y también expropió la propiedad intelectual (PI) según sus propias necesidades. Ahora está lo suficientemente cerca de la vanguardia tecnológica en ámbitos como la robótica y la inteligencia artificial que sus propios científicos probablemente pueden cerrar la brecha en caso de que se le niegue el acceso a los insumos que en la actualidad importa del exterior.
Lo más alarmante para el mundo desarrollado es que el floreciente sector tecnológico de China está mejorando su destreza militar. Además, a diferencia de la Unión Soviética, China está plenamente integrada en el sistema comercial mundial.
La premisa central del orden comercial basado en reglas – la aseveración de que el crecimiento de cada país beneficia a otros – ahora se está desmoronando. Las economías avanzadas se dan cuenta que las estructuras y estándares regulatorios más elevados que adoptaron durante su propio desarrollo ahora los ponen en desventaja competitiva frente a los países con mercados emergentes que son regulados de manera distinta, países que si bien son relativamente pobres, son eficientes. Asimismo, a estos países les molesta los intentos externos de imponer estándares que ellos no eligieron democráticamente; por ejemplo, un salario mínimo alto o dar fin al uso del carbón, especialmente debido a que los países que hoy en día son ricos no aplicaban esos estándares cuando ellos se estaban desarrollando.
Igualmente problemático es el hecho que las economías emergentes, incluida entre ellas China, han retrasado la apertura de sus mercados internos al mundo industrial. Las empresas de los países desarrollados están especialmente ansiosas por acceder sin restricciones al atractivo mercado chino, y han estado presionando a sus gobiernos para que sean ellos los que les garanticen que el mercado chino será para dichas empresas.
Sin embargo, lo más problemático es que debido a que China está desafiando a Estados Unidos tanto económica como militarmente, Estados Unidos, en su calidad de país hegemónico, ya no vislumbra el crecimiento de China como una bendición sin límites. Estados Unidos tiene pocos incentivos para guiar benevolentemente a un sistema que permite el surgimiento de un rival estratégico. Por lo que no causa ninguna sorpresa que el sistema se esté desmoronando.
¿A dónde nos dirigimos desde este punto? China se puede ralentizar pero no se puede detener. En cambio, una China poderosa debe vislumbrar valor en las nuevas reglas, incluso debe convertirse en país guardián de las mismas. Para que eso suceda, China debe desempeñar un papel en la configuración de estas reglas. De lo contrario, el mundo podría dividirse en dos o más bloques desconectados entre los que los que existan desconfianzas mutuas, lo que detendría los flujos de personas, producción y finanzas que los vinculan en la actualidad. No sólo sería económicamente calamitoso, sino que también se acrecentaría la incomprensión y la posibilidad de conflictos militares.
Desafortunadamente, no se puede retroceder en el tiempo. Una vez que se rompe la confianza, no se la puede restaurar mágicamente. Se podría esperar que China y Estados Unidos eviten abrir nuevos frentes en la guerra comercial y tecnológica, y que paralelamente reconozcan la necesidad de llevar a cabo negociaciones. Idealmente, ellos deberían finalizar el establecimiento de un parche bilateral temporal. Posteriormente, todos los países principales deberían reunirse para negociar un nuevo orden mundial que tenga espacio para acomodar a múltiples potencias o bloques, en lugar de acomodar a un único país hegemónico; este nuevo orden mundial debería tener reglas que garanticen que todos – independientemente de su sistema político o económico y de su estado de desarrollo – se comporten de manera responsable.
La última vez, se necesitó que ocurra una Gran Depresión, una Guerra Mundial y se configure una superpotencia internacional para que el mundo entre en razón. ¿Podrá, esta vez, crearse un nuevo orden mundial de manera distinta?
Raghuram G. Rajan, gobernador del Banco de la Reserva de la India durante el periodo 2013-2016, es profesor de Finanzas en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago; el libro más reciente de su autoría es The Third Pillar: How Markets and the State Leave the Community Behind.
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