Si algo aprendió el mundo gracias a la pandemia de la COVID-19 es el alto precio que pagamos —en vidas, daños a la economía y pérdida del potencial humano— cuando no valoramos lo suficiente a la resiliencia. Si aplicamos esta lección podemos ampliar nuestra capacidad para superar crisis en el futuro.
En los últimos siglos las sociedades encontraron una fórmula sencilla para progresar y prosperar: el crecimiento económico. Un aumento continuo del producto y la productividad parece ser la panacea para todos los problemas, incluidas la inseguridad alimentaria, la pobreza y las enfermedades; pero cabe preguntarnos si hemos llegado a un punto en que la estrategia del crecimiento se está convirtiendo en una trampa que genera nuevos problemas a una escala aún mayor.
Eso parece. En un informe reciente publicado antes de la primera Cumbre de Premios Nobel de la historia, «Nuestro planeta, nuestro futuro», sostenemos con mis colegas que si el mundo no valora la resiliencia social y ecológica, en este siglo los impactos serán mayores y más perjudiciales, y tendrán efectos a largo plazo durante siglos y hasta milenios; pero podemos desarrollar la resiliencia social promoviendo la igualdad, la confianza y la colaboración, y la resiliencia económica valorando la diversidad y la complejidad por sobre la eficiencia y la simplicidad.
La pandemia puso cruelmente de relieve los riesgos que surgen cuando ignoramos la resiliencia. Nuestras economías se tornaron tan dependientes unas de otras que el destino de una depende del desempeño de otras a medio mundo de distancia. Nuestras ciudades, que suelen bullir con la industria y la innovación, se convirtieron en focos de enfermedad. Nuestros sistemas de transporte tienen el diseño perfecto para distribuir agentes patógenos por todo el planeta. Y algunas de nuestras principales redes de comunicación priorizan las mentiras y la desinformación por sobre la verdad, por lo que resulta difícil distinguir los hechos de la ficción.
Los niveles extremos de desigualdad reducen la resiliencia social, a menudo de manera obvia. Los países más pobres —con menos hospitales y recursos para la investigación, y gobiernos más débiles— tienen una capacidad más limitada para gestionar la pandemia. En las sociedades ricas, los pobres a menudo son los más vulnerables, porque sus factores de riesgo son mayores. Están expuestos a más contaminación ambiental, tienen más probabilidades de sufrir obesidad y viven en situaciones de mayor hacinamiento que los ricos. La pandemia los golpeó más duramente y se difundió entre ellos a más velocidad.
Pero hay otras formas en que la desigualdad económica puede afectar la resiliencia: la confianza en los gobiernos suele ser menor en las sociedades más desiguales, en parte porque los ciudadanos más pobres creen que los políticos se ocupan principalmente de los intereses de las élites. Esto puede fomentar el surgimiento de líderes populistas y dificultar la implementación de políticas a largo plazo, afectando así a todos los ciudadanos al interior de las sociedades y entre ellas.
Todo esto ya constituye un desafío suficiente, pero en nuestro informe llegamos a la conclusión de que, por lejos, los mayores impactos en este siglo derivarán de nuestra relación tóxica con la naturaleza. La biosfera —la zona cercana a la superficie de la tierra donde prospera la vida— tiene al menos 3500 millones de años; pero en el tiempo que dura una vida, principalmente desde la década de 1950, la humanidad redujo sistemáticamente la capacidad de recuperación de su propio hogar, generando el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.
Los humanos estamos fraccionando y simplificando la biosfera. Gestionamos el 75 % de la tierra habitable en el planeta, en gran medida para la agricultura. Hemos incautado aproximadamente un cuarto de la energía derivada de las plantas en la tierra, y los humanos y nuestro ganado representamos el 96 % de los mamíferos en términos de su peso. A medida que nos abrimos paso a través de bosques, humedales y praderas, las especies más resilientes —aquellas capaces de adaptarse más rápidamente y hasta prosperar en un entorno humano— suelen ser las similares a los murciélagos y las ratas, que fácilmente albergan agentes patógenos mortales.
La resiliencia de la biosfera —su capacidad para persistir, absorber conmociones y desarrollarse en situaciones cambiantes— depende de la variedad y la capacidad de la vida para regenerar materiales y evolucionar de maneras novedosas frente a la incertidumbre y lo desconocido. Para impulsar esta resiliencia tenemos que respetar los límites del planeta y apoyar la diversidad ecológica, pero, por sobre todo, tenemos que apreciar y valorar los espacios comunes de maneras nuevas.
Enfrentamos una tormenta perfecta, para sobrevivir en la Tierra tendremos que repensar nuestro enfoque para la valoración de la resiliencia de nuestra civilización global… y comenzar reconociendo que forma parte de la biosfera y depende de ella. En términos simples, debemos comenzar a colaborar con el planeta donde vivimos. No podemos calcular el valor de la selva del Amazonas de la misma manera en que valuamos una empresa con un nombre similar. De igual forma, no podemos fijar un precio a la estabilidad de las corrientes oceánicas o a la Antártida —ambas muestran señales de fragilidad— como lo hacemos con los productos de consumo. Tenemos además que valorar la cohesión, inclusión, colaboración y confianza en las sociedades.
La pandemia de la COVID-19 es un momento de transformación para las sociedades. Sabemos que hay que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, sabemos que ya comenzó una cuarta revolución industrial y, desde la crisis financiera mundial de 2008, sabemos que «la vuelta a la normalidad» no dará como resultado un futuro próspero y sostenible.
Ahora debemos transformar nuestras economías para priorizar la diversidad y la resiliencia por sobre la simplicidad y la eficiencia. Esto implica, en primer lugar, superar las estrategias de crecimiento facilistas y destructivas que están desconectadas del planeta al que llamamos hogar. En lugar de ello, los gobiernos deben redirigir el dinamismo económico para garantizar la resiliencia, tanto de los humanos como de su entorno natural. En última instancia, valorar la resiliencia implica valorar nuestro futuro.
Traducción al español por Ant-Translation
Carl Folke, director del Instituto Beijer de Economía Ecológica de la Real Academia Sueca de Ciencias, es fundador y director científico del Centro de Estocolmo para la Resiliencia en la Universidad de Estocolmo.
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