El trabajo de quienes dan la alarma de tsunami es ingrato. Si se produce un terremoto en Australia, o la erupción de un volcán subterráneo cerca de Java, las estaciones navales de Japón, Vietnam, Filipinas, Nueva Zelandia, e incluso las más lejanas, en Perú y Chile, entran en estado de alerta y avisan a los residentes de las zonas costeras que puede venir una gran ola.
Cuando aciertan, quienes dan la alarma salvan miles de vidas; cuando se equivocan, tratan de ignorar el desprecio al que son condenados, sabiendo que la próxima vez puede que sí llegue la ola grande.
En 2020, el mundo esperaba que el tsunami del Covid-19 devastaría a las naciones de ingresos medios y bajos. La ola llegó y sus consecuencias fueron dolorosas, pero menos de lo que se pensaba.
Contrariando las expectativas, los países ricos de Europa Occidental y América del Norte son los que han sufrido más muertes y mayores daños económicos. La ex Economista Jefe del Banco Mundial, Pinelopi Koujianou Goldberg, y Tristan Reed reportan una correlación positiva y robusta entre el ingreso per cápita y el número de muertes por millón de habitantes.
A fines de enero, en el Reino Unido las muertes por millón eran el doble de las de Sudáfrica, 13 veces más que las de India, y alrededor de 30 veces más que las de Bangladesh, Paquistán, Siria y Gambia. El caso de Estados Unidos es casi igual al británico.
Los países con más muertes han sufrido mayores declives en sus ingresos. La tan temida tensión entre muertes e ingresos no se ha hecho realidad; por el contrario, a menor número de muertes ha habido mayor actividad económica, de modo que el ingreso per cápita ha disminuido más en los países ricos.
En consecuencia, el esperado tsunami de incremento de la desigualdad global no se produjo. Es muy probable que al interior de los países la distribución del ingreso se haya vuelto más desigual (los meseros de restoranes y los choferes de taxi perdieron sus empleos, mientras que los abogados y banqueros siguieron trabajando desde la seguridad de sus hogares), pero, como lo ha demostrado el Nobel en economía Angus Deaton, la brecha entre países ricos y pobres se ha estrechado.
Nadie sabe con certeza por qué los países más pobres han sufrido proporcionalmente menos casos y muertes: sistemas sanitarios débiles, peor nutrición, y mayores números de personas con condiciones médicas preexistentes, sugerían lo contrario. Algunos análisis tempranos apuntaron a la supuesta ventaja de climas más cálidos, pero no hay mayor evidencia de que sea así. Acaso tener una población más joven ha ayudado, pero ello no explica por qué las consecuencias de la pandemia han sido muy diferentes en países con una estructura demográfica similar (India y Bangladesh, por ejemplo, o Nigeria y Zimbabue).
Puede que tener una población de más edad sí ayude a explicar el lamentable desempeño de América Latina. En Perú, México, Brasil, Argentina, Panamá y Colombia, los muertos son más de mil por cada millón de habitantes, cifras que están entre las más altas del mundo. A los latinoamericanos presuntuosos que sentían ser europeos fuera de lugar, se les ha cumplido su deseo: la región ahora se parece a Europa no solo demográficamente (sobre todo en América del Sur), sino también en su abismante incapacidad para controlar la pandemia.
Entonces, ¿quiénes son los héroes de este cuento? No el Fondo Monetario Internacional ni los otros acreedores multilaterales, que nuevamente ofrecieron muy poco y muy tarde. Los 250 mil millones de dólares que ha prestado el FMI representan solo un cuarto de su capacidad crediticia y una miseria en relación con lo necesitado por los países y con lo que los propios países ricos han gastado en aliviar la pandemia. Y el gobierno del ex presidente estadounidense Donald Trump vetó el aumento de los derechos especiales de giro del FMI, cambio que hubiera permitido un mayor endeudamiento por parte de los países más pobres.
China, la única economía grande que registró un crecimiento positivo el año pasado, ha sostenido la demanda (y los precios) de los productos básicos que exportan los países en desarrollo, apuntalando así las finanzas de estas naciones. Pero el papel de China es secundario en comparación con lo que han logrado los bancos centrales más importantes del mundo.
La crisis financiera mundial de 2007-2009 enseñó que mantener bajas las tasas de interés por un tiempo prolongado es una herramienta potente para estimular la recuperación. Esta vez, por añadidura, la búsqueda de rentabilidad por parte de los inversionistas ha hecho que ese dinero recién impreso se filtre hasta los rincones más remotos del mundo. Los mercados, en efecto, sufrieron una rabieta en marzo y abril de 2020, cuando se retiraron cantidades de fondos sin precedentes de las economías emergentes y de las menos desarrolladas. Pero las salidas pronto cesaron (y a veces se revirtieron). Los inversionistas, sencillamente, no tenían adónde más ir.
Esto alistó el escenario para los verdaderos paladines de este cuento: las autoridades macroeconómicas de muchos países emergentes y en desarrollo. Hace unos doce años, muy pocas tenían el espacio monetario y fiscal para haber montado una respuesta contundente a la crisis. Por contraste, durante el episodio del Covid-19 los bancos centrales y los ministros de hacienda han aprovechado las muy bajas tasas de interés a nivel mundial y han creado el espacio necesario para adoptar políticas agresivamente contracíclicas.
Las autoridades de los bancos centrales de países como Chile, Colombia, Hungría, India, Filipinas, Polonia y Tailandia no solo recortaron las tasas de interés, sino que aplicaron también medidas de relajación cuantitativa y compraron activos en monedas locales –medidas que si bien no han sido de la magnitud de las adoptadas por sus contrapartes de los países ricos, han sido de suficiente tamaño como para reducir los costos de financiamiento y aliviar las tensiones del mercado financiero–. El uso generalizado de tipos de cambio flexibles también ha ayudado, permitiendo la depreciación de las monedas locales cuando era necesario para ajustarse a los shocks externos.
La respuesta fiscal también ha sido mucho más contundente. El Monitor Fiscal del FMI, de octubre de 2020, estima que en Brasil, Chile, Perú, Polonia, Sudáfrica y Tailandia, las medidas fiscales de gasto adicional y rebaja de ingresos llegaron a más del 5% del PIB. Entre otros países que han montado esfuerzos fiscales de importancia se encuentran Argentina, Bulgaria, Colombia, China, Indonesia y Rumania.
La contracción económica de 2020 en el mundo “no rico” terminará por ser mucho menor de lo que se temió en un momento. En la actualización de enero de 2021 de sus Perspectivas de la Economía Mundial, el FMI estima que la caída del PIB fue de casi el 5% en las economías avanzadas, y solo la mitad de eso en las economías emergentes y en desarrollo, donde la recuperación de 2021 será más rápida también. Incluso en América Latina, donde las condiciones de la salud pública y las cuarentenas contribuyen a explicar la enorme contracción del 7,4% del producto, la cifra es menos catastrófica que la caída del 10% que se esperaba hace solo unos meses atrás.
¿Cuánto tiempo puede durar este esfuerzo y cuán frágil resultará ser la situación macroeconómica subyacente? Analicemos Brasil. La buena noticia es que una vigorosa respuesta fiscal y monetaria ha contenido la recesión y la destrucción de empleos. La mala noticia es que la deuda pública pronto llegará al 100% del PIB.
La deuda ya alcanza ese nivel en Estados Unidos y el Reino Unido, pero la curva de rendimientos en estos países es plana, lo que permite a los gobiernos endeudarse a largo plazo con tasas extraordinariamente bajas. En Brasil, por el contrario, la curva de rendimientos es una de las más empinadas del mundo, lo que obliga al gobierno a endeudarse a plazos cada vez más cortos. Y aunque la deuda de Brasil se denomina principalmente en moneda local, se están creando las condiciones para una corrida contra dicha deuda.
Nadie puede saber con certeza si tal pánico se producirá o no. Sin embargo, un buen número de los vigías antitsunami ya están dando la alarma –y no solo en Brasil–.
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
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