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 El test republicano

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La propuesta de Ariel Lijo como juez de la Corte instaló un debate de múltiples dimensiones que plantea interrogantes sobre en qué cree el Gobierno y hasta dónde debería llegar su pragmatismo.

 El test republicano

Intervención: Marisol Echarri.

¡Buenos días! La propuesta de Ariel Lijo como juez de la Corte instaló un debate de múltiples dimensiones que plantea interrogantes sobre en qué cree el Gobierno y hasta dónde debería llegar su pragmatismo.

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Intervención: Marisol Echarri.

Debate. Hace algunas semanas, el Gobierno propuso a Ariel Lijo como candidato a integrar la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Dos segundos más tarde, una especie de clamor republicano se levantó en contra de la postulación con argumentos éticos —“los jueces de la República han de ser rectos y probos”—, políticos —¿no venía Milei a luchar contra la casta?— y hasta económicos —las inversiones no llegarán nunca si no tenemos un Poder Judicial intachable e independiente—. Las defensas de Lijo, más tímidas, se centraron en cambio en el principio jurídico de la inocencia de todo individuo hasta que se pruebe lo contrario y en el más crudo pragmatismo: Lijo conoce la justicia como nadie. Whatever that means.

Los estudios de opinión pública son más o menos coincidentes: en realidad, lo que más preocupa a los argentinos es la inflación. Lo segundo es la inseguridad. Y después, lejos, en un pelotón rezagado, vienen la corrupción y el resto de nuestros problemas. Es lógico: la suba de precios pega en el bolsillo cada día y un atraco en la esquina genera un trauma sin atenuantes. Son males concretos, tangibles, que generan un miedo primitivo y ancestral a perder el sustento o la vida. La corrupción, en cambio, es abstracta: como un cáncer, mata en silencio. Sólo genera rechazo cuando se entiende el daño que produce, y esa lucidez no siempre llega. Quizá por eso al ciudadano común no le importa tanto quién va a la Corte.

Con independencia del juicio que merezca el juez, el “caso Lijo” funciona como test de calidad institucional en varios sentidos:

  • Funcionamiento de la República. Propuesta del Ejecutivo; debate abierto en el Senado; libertad de los medios periodísticos para opinar; reacción de las cámaras empresarias y organizaciones de la sociedad civil; columnas de opinión de académicos y otros referentes; cruces de argumentos en las redes sociales. Razón y pasión. Principios y pragmatismo. La libre interacción de todas esas fuerzas es un signo de salud republicana, sea cual fuere el resultado final.
  • Calidad de los argumentos. La esgrima retórica a favor o en contra de la designación de Lijo explicita identidades y agendas. A las razones éticas, jurídicas, políticas y económicas, se suman las de género —rechazo porque Lijo contribuye a la hegemonía masculina en la Corte— o de otra naturaleza: Abuelas de Plaza de Mayo, por ejemplo, destaca el compromiso del juez con el “proceso de Memoria, Verdad y Justicia”. Hay para todos los gustos.
  • Principio de revelación. Una libre interpretación de este mecanismo de la Teoría del Juego, frecuentemente citada por Milei, podría enunciarse así: no importa el resultado final de un proceso —la aprobación de la ley Bases, por ejemplo— porque al menos sirve para desenmascarar quién está de cada lado, quién quiere el cambio y quién es casta. Si se quiere, el principio de revelación aplica a los apoyos y los rechazos a la postulación de Lijo. Con todo lo que tiene de paradójico.

El Gobierno tienta la suerte. El apoyo popular se pone a prueba cada día con la profundidad de la recesión económica, quizá inevitable. Y con la crisis universitaria. Y con Lijo. Hasta ahora Milei parece incombustible: la mayoría sigue queriendo el cambio, aunque a veces haya que tragarse un sapo.

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Tres preguntas a Daniel Innerarity. Es un profesor y ensayista español, a quien ya citamos anteriormente en Comms, especializado en filosofía política, autor de numerosos libros y director del Instituto de Gobernanza Democrática de la Universidad del País Vasco.

—¿Cómo describirías la política actual?
—La política actual se podría resumir así: palabras grandilocuentes, tono exagerado, gestos que sustituyen a las acciones, lenguaje bélico, escenificación de estar salvando algo que el adversario pretende destruir. El escenario político está lleno de gente que nos advierte de la seriedad de los peligros que nos acechan, de signo contrario, pero igualmente trascendentales. Afortunadamente todo es más banal, inofensivo y mediocre; responde a estrategias interesadas que podemos adivinar y buena parte de la sociedad va aprendiendo a desarrollar un correspondiente escepticismo sobre los males anunciados. A la gravedad de los peligros hay que descontarle siempre la cantidad de dramatización que conviene a quienes los denuncian. Si en otras épocas el mejor ejercicio de ciudadanía madura y responsable era el compromiso o la movilización, hoy deberíamos aspirar a ser ese ciudadano escéptico que deconstruye los discursos con los que tratan de movilizarlo.

—¿Qué papel cumple el insulto en todo esto?
—La pirotecnia política más evidente es la proliferación del insulto, ciertamente grave, pero también forma parte del espectáculo la afectación dramatizada por sus destinatarios. La degradación del insulto, más que un problema, es síntoma de una carencia, un recurso cuando no se acierta a confrontar, a acreditarse como una alternativa mejor mediante ideas y proyectos, sino tan solo por contraste con lo malo que debe de ser el enemigo. La descalificación del otro es una forma de recalificación propia. Además, el insulto no es tanto para denigrar al adversario (al que a veces incluso fortalece) como para lograr el aplauso de la tropa propia. Tal vez esté aquí la razón siniestra de su éxito: si alguien insulta en un parlamento es porque sabe que fuera hay un público que lo va a recompensar.

—¿No hay algo de exageración en ese modo de vivir la política?
 —La exageración en política ha generado un tipo de discurso en el que se denuncian golpes de Estado, hay dictaduras inadvertidas por todas partes, se advierte de una confrontación civil inminente o nos enteramos de que hay terroristas decidiendo nuestro destino colectivo. El abuso del concepto “golpe de Estado” revela mucho acerca del modo como entendemos la consecución del poder (propia o ajena). Este abuso tuvo su punto álgido en aquella hipérbole judicial que condenó a los líderes independentistas de Catalunya en 2019 y se ha convertido ya en un clásico para designar el modo como la izquierda se hace con el poder, siempre desprovista de legitimidad para ello. Hay modalidades de lo más creativas, como el original oxímoron de golpes que se dan “poco a poco” e incluso toda una tratadística acerca de “golpes de Estado posmodernos”. En otras épocas esto del golpe de Estado tenía que ver con un asalto violento a los edificios del Gobierno o al Parlamento, a la vez que se tomaba la televisión; ahora, de haberlos, tendrán que darse de una manera que todavía no somos capaces de identificar.

Las tres preguntas a Daniel Innerarity se tomaron del artículo titulado “La política hiperbólica”, publicado originalmente en el periódico La Vanguardia en diciembre de 2022. Para acceder al texto completo podés hacer click acá.

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Liderazgos líquidos. “Está claro (…) que la sociedad está en la búsqueda de nuevos referentes en una época en la que las emociones, los enojos y la incertidumbre dominan la escena pública”. Quedó atrás el tiempo de los líderes fuertes e invulnerables, con pleno control de sus sentimientos. Este artículo de Luciano Román destaca los casos de vulnerabilidad emocional de Milei o Tini, y las reflexiones teóricas de Marcos Peña sobre un nuevo tipo de liderazgo, para articular la tesis de que en esto también se nota que estamos en una nueva era. Una reflexión valiosa que invita a seguir profundizando.

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Academia. La llamada “cultura woke” da mucho qué hablar. Este ensayo —transcripción de una clase magistral universitaria— se centra en las bases filosóficas de este movimiento. Su autor sostiene que los orígenes se remontan a la llamada Escuela Crítica, que surgió con fuerza en la década de 1960 de la mano de autores de inspiración marxista como Max Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Jacques Derrida y Michel Foucault, aunque tiene orígenes más remotos en Descartes y Kant, varios siglos atrás. Abundante argumentación de interés, para coincidir o para debatir, sin quedarse en la superficie.

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Oportunidades laborales

¡Hasta el próximo miércoles!

Juan

Con apoyo de

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