Cicatrices de la pandemia es un trabajo impulsado desde la alianza editorial entre SembraMedia y ARCO en el marco de Velocidad. Tuvo el apoyo del ICFJ y Luminate. Investigación realizada por Ciper, El Pitazo, El Surti, RED/ACCIÓN, Ponte Jornalismo, Posta y CONNECTAS.
Guadalupe Urticochea, argentina, 35 años, se indignó cuando, al quedarse sin ayuda por culpa del encierro, las tareas domésticas recayeron en ella. Su esposo no se daba cuenta de que las sábanas se ensucian y hay que cambiarlas por lo menos una vez por semana o de que los platos se acumulan en la cocina si no los lavan.
Acostumbrada a la ayuda de una empleada mientras trabajaba como consultora independiente en temas de comunicación y estrategia, no se había percatado de la desigualdad imperante en los hogares, incluso en el suyo formado por dos profesionales. Este descubrimiento los llevó a una confrontación que se superó con diálogo para coordinar la nueva rutina con su marido.
En el sur del vecino Chile, Rosa López, 56 años, ve su realidad de otra manera. Trabaja parejo con Leonardo, su compañero desde hace 11 años, en una finca con viñedos, ovejas y huerta casera. Además, cocina, barre, lava los baños y alimenta las gallinas y los perros. Está contenta y no siente que deba cambiar: “Estoy tan ‘enamorá’ de mi viejo y no me canso de atenderlo”, dice.
Lo que hace Rosa habla de la poca corresponsabilidad de género en los hogares latinoamericanos, un patrón cultural que se ha normalizado y que asocia al hombre con el trabajo externo y remunerado y a la mujer con las tareas del ámbito privado, sin pago a cambio.
En Chile un estudio del Centro de Encuestas y Estudios Longitudinales UC reveló que durante el pico de la primera ola de la pandemia, el 38 por ciento de los hombres declaró haber destinado “cero” horas a labores domésticas, contra un 14 por ciento de las mujeres. Además, ellas concentran la carga de la mayor cantidad de tareas del hogar, desde planificar gastos (60,9 por ciento), cocinar (70 por ciento) y limpiar (62,5 por ciento) hasta lavar la ropa (68,5 por ciento), según resultados preliminares de la Encuesta Nacional de Cuidados Informales de la Facultad de Psicología de la Universidad Alberto Hurtado.
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Pero el trabajo no remunerado no sería un problema si tuviera igual valor al remunerado, explica Diana Loconi, economista peruana y experta en estudios de género. “El trabajo de cuidados es menos pagado, se vincula a las mujeres y se cree que no necesita mayor especialización. Es más, que las mujeres nacen con un don especial para poder cuidar de las personas mejor que los hombres. Eso se nos ha asignado a nosotras cultural e históricamente”.
Alba Carosio, Ph. D. en Ciencias Sociales, profesora de la Universidad Central de Venezuela y coordinadora del Grupo de Trabajo Clacso Feminismos, Resistencias y Emancipación, sintetiza esa visión estereotipada: “Las mujeres siempre han sido las cuidadoras de la salud dentro del hogar, desde un tecito que se prepara cuando un miembro de la familia se siente mal hasta curar una herida o preocuparse por el horario de tomar determinados medicamentos. Y ahora con todo lo relacionado con los tapabocas, con la higiene más estricta que hay que tener en estos momentos de pandemia”. Agrega que pese a que la participación femenina en el mercado laboral remunerado y en política en general ha aumentado, no ha ocurrido lo mismo con los hombres respecto de las labores del hogar y en las comunidades. A su juicio, falta mucho camino por recorrer para que todos, hombres y mujeres, asuman las corresponsabilidades.
En esto coincide Nuria Peña, coordinadora de la Iniciativa Spotlight en Argentina, una alianza entre la Unión Europea y las Naciones Unidas. Para ella “aunque el mundo “paró” vimos también, cómo el mundo “siguió” y esto gracias al sinfín de tareas no remuneradas que sostienen nuestras vidas y que en su mayoría realizan las mujeres”. Ella no desconoce que “la pandemia facilitó que las mujeres de diferentes clases sociales tomaran mayor consciencia de la sobrecarga de tareas que absorben con relación a pares varones y que comenzaran a desnaturalizar estas inequidades”.
Varias encuestas y estudios han abordado esta problemática y han dejado cifras contundentes y preocupantes sobre algunos países:
Colombia
En 2020, las mujeres trabajaron 64,9 horas semanales y les pagaron 39,9 de ellas. Los hombres trabajaron 54,6 horas y les pagaron 47. Las mujeres dedicaron 26,4 horas a las labores del hogar y el cuidado de niños, enfermos, adultos mayores y/o personas en situación de discapacidad. Los hombres, destinaron 11,3 horas. Fuente: Gran Encuesta Nacional de Hogares 2020.
Lima, Perú
Las mujeres dedican 17,3 horas más que los hombres a labores no remuneradas. Es decir, dos jornadas semanales de trabajo asalariado o tiempo que podrían emplear en su formación o desarrollo personal. Fuentes: Informe de gestión y distribución del tiempo del Centro de Negocios de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
Paraguay
Los hombres ocupan el 75 por ciento de su tiempo en actividades remuneradas; las mujeres, solo el 39 por ciento. Fuente: Instituto Nacional de Estadística (INE).
Ecuador
Las mujeres destinan 31 horas semanales a trabajo no remunerado. Los hombres dedican 11 horas. Fuentes: Encuesta Nacional de Empleo del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC).
Venezuela
91 por ciento de las mujeres encuestadas se encargan de las labores domésticas y de cuidados de la familia. 34 por ciento dicen sentirse sobrecargadas. Fuente: Encuesta del Grupo de Trabajo Clacso Feminismos, Resistencias y Emancipación.
Sueños que se apagan
Con el encierro, la mayor recarga laboral llegó casi por inercia, lo mismo que el desempleo que fue apagando las aspiraciones profesionales de la lista de prioridades de las mujeres. De un momento a otro, los avances para lograr la independencia económica, que costó tantos años alcanzar, empezaron a desmoronarse silenciosamente.
Antes de la pandemia todo pintaba bien para Nadia Mora, una profesora ecuatoriana de escuela privada que se había preparado para ese cargo durante los últimos tres años; además con su esposo proyectaba construir una vivienda propia en el mediano plazo. Al principio continuó trabajando de manera virtual, pero con el fin del ciclo escolar, en julio del 2020, le notificaron que su puesto había sido suprimido por falta de estudiantes. Como si fuera poco, su situación económica se complicó más cuando le redujeron el 25 por ciento del salario a su pareja.
Sin darse cuenta, en un par de meses todos sus sueños se fueron derrumbando. No solo tuvieron que postergar la construcción de su casa sino trasladarse a una zona rural de Quito con unos familiares, para dejar de pagar la renta y lograr así cubrir los gastos del mes. Nadia ha intentado mantenerse con algunas clases extras, pero sus ingresos no superan la cuarta parte de lo que antes recibía.
Un informe de la Organización Internacional del Trabajo indica que 13 millones de mujeres vieron desaparecer sus empleos a causa de la pandemia en Latinoamérica y el Caribe, un retroceso sin precedentes en la tasa de participación laboral y el aumento de la desocupación. Esto se debió a que los rubros más golpeados fueron los de comercio, servicios personales, educación, hoteles y restaurantes que tienen una mayor concentración de mano de obra femenina y que daban empleo al 60 por ciento de las mujeres antes de la crisis, según el Banco Mundial.
Pero la realidad no cambió radicalmente en la segunda fase de la pandemia. Cuando poco a poco las actividades se fueron normalizando, la ampliación de la brecha económica de género fue más evidente. “Muchas mujeres con la reactivación de algunos sectores y el pedido de que se vuelva a las oficinas, al trabajo o al campo, han tenido que renunciar, no han podido volver. ¿Por qué? Porque justamente nadie va a poder cuidar a sus hijos, solo ellas. Retornar al trabajo de manera presencial, en algunos casos, es imposible”, dice la economista Diana Loconi.
Y para quienes han tenido la oportunidad de mantener su empleo, otras cargas se han hecho más pesadas. Nélida Leiva tiene 35 años y es enfermera, trabaja en el área de Medicina Interna del Hospital Raúl Leoni Otero de Guaiparo, en el estado Bolívar, en Venezuela. Vive junto a sus tres hijos, dos pequeñas y un adolescente, su esposo y su mamá. Lo más difícil para ella ha sido mantener la educación a distancia y el hecho de que los niños estén todo el día en la casa. Muchas veces tenía que llegar de sus guardias de 24 horas a hacer las tareas. “No es lo mismo ser enfermera a ser prácticamente maestra de preescolar. Fue un cambio muy brusco”, relata.
A eso se suman las labores domésticas que no cesan, como lavar ropa, la actividad que le demanda más tiempo y que nunca se hace de manera independiente, porque al mismo tiempo se asea el baño, se barre, se limpia. Nélida reconoce que se siente más cansada y sin la capacidad de antes porque en agosto de 2020 se enfermó de covid-19, estuvo un poco más de tres meses sin poder valerse por sí misma, y le quedó de secuela la fibromialgia, una enfermedad sin cura que precisa un tratamiento de por vida. “Pensaba que me iba a morir, me sentía sola, había días en los que no podía ni levantarme, veía a mis niñas y me daba miedo que se contagiaran”, recuerda con pesar.
Las vicisitudes que Nélida vivió en la pandemia no cambiaron su perspectiva tradicional respecto a la corresponsabilidad. “El hombre es la parte fuerte de la casa, pero siento que la mujer es la que edifica un hogar, porque tenemos que estar en todo. Antes la mujer no se preocupaba tanto por lo económico porque el hombre resolvía, pero ahora lamentablemente por la situación económica tenemos que ser iguales. Y la mujer tiene más carga porque debe mantener el orden de la casa, por más que el hombre ayude no es lo mismo, la responsabilidad es de nosotras. No es lo mismo que una mujer lleve una casa a que la lleve un hombre, nunca es lo mismo”, asegura.
Aunque esa sensación de conformidad y resignación ante la urgencia de sostener un hogar ha atrapado a muchas mujeres, hay quienes han intentado buscar salidas en ese gran laberinto de estancamiento que impone la pandemia, como Gabriela Rodríguez, joven boliviana administradora de empresas y madre de un hijo. Decidida a ser emprendedora había renunciado a su trabajo estable en una entidad bancaria para poner su propia empresa de cotillones, productos y arreglos personalizados para fiestas. Pero justo tres días antes de arrancar con todo, fue decretada la cuarentena rígida. Se quedó con toda su mercadería lista y a punto de firmar un contrato de alquiler por un año.
Sentir que sus sueños se podrían venir abajo la hizo reaccionar con rapidez y considerar algunas posibilidades para concretar su emprendimiento, aunque no de la manera original. Decidió, finalmente, instalar su taller en la casa de un familiar. “Mi abuelo vive al lado de la mía y mi abuelita tenía un cuarto. Lo hice pintar, acomodé mis cosas en estantes y empecé con todo”, recuerda. Desde que comenzó con su trabajo independiente, realiza tareas múltiples entre su tienda y la atención a su hijo, quien además la acompaña en la entrega de sus pedidos y se da modos para acomodarse.
Pero no todo fue como esperaba, cuando parecía que el negocio despegaba le detectaron covid-19 y los gastos se le vinieron encima, pues carecía de seguro de salud. Tuvo que pagar alrededor de 650 dólares, unos dos salarios mínimos en su país, entre pruebas de laboratorio, radiografías y medicamentos. Esto le hizo pensar en cómo había cambiado tan drásticamente su vida e incluso cuestionarse si había tomado la decisión correcta. “Aunque me va bien con mi emprendimiento, a veces extraño trabajar como dependiente, por el sueldo fijo y las prestaciones como el seguro de salud. Aunque ahora las empresas tienen nueva estrategia, ya no te contratan de planta, sino que eres freelance y debes cumplir horarios y trabajar de consultora, o tienes que hacer las ventas y solo te pagan comisiones”, explica.
Cambios radicales
Guadalupe, la argentina que se indignó por la desigualdad en las tareas domésticas, ya era independiente antes del coronavirus, pero igual tuvo que reacomodar su vida. Cuando se quedó sin ayuda externa en su apartamento de Buenos Aires, se dio cuenta de que tenía que introducir cambios radicales porque empezó a ver el tiempo de manera numérica, desde la escasez. “¿Cuántas horas puedo trabajar sin volverme loca? Ok., 20 horas. Entonces, empecé a ofrecer horas a mis clientes”. Antes los cálculos se basaban en los objetivos de los proyectos.
Otro cambio sustancial ocurrió con el cuidado de Ambar, su hija que aún usaba pañales.
Antes de la pandemia, tenía niñera, hacía jardín rodante, estaba activa durante todo el día. La plaza era su mundo. Con el encierro, el balcón pasó a ocupar ese lugar y la televisión se convirtió en niñera. A pesar de que Guadalupe es “recontraantitele”, ¿de que otra forma podían trabajar ella y su marido? ¿Cómo podían empacar para mudarse a la provincia a una casa rodeada de verde que solo conoció por un video de Zoom? ¿Cómo podía llevar su segundo embarazo durante nueve meses en los que su mamá no le vio “la panza” y su marido era el único adulto acompañante? ¿Cómo podía prepararse como doula para atender el parto?
Esa pérdida afectiva también la vivió Rosa López, la chilena enamorada de Leonardo, que hace más de un año dejó de ver a su hija del primer matrimonio y no ha conocido a su nieto Maximiliano nacido en la pandemia. “A veces me siento triste porque no he podido ver caritas nuevas”, se lamenta desde Piguchen en Retiro, la zona sur de su país, donde reside.
Según la encuesta del Laboratorio de Innovación de Género para América Latina y el Caribe del Banco Mundial, antes de la covid-19 el 61 por ciento de las trabajadoras tenían empleos asalariados y 33 por ciento como independientes. Para agosto de 2020, las asalariadas pasaron a un 53 por ciento y las independientes aumentaron a 38 por ciento.
Durante la pandemia, OnlyFans, una plataforma para compartir imágenes eróticas y webcams en directo, disparó su popularidad y si bien en algunos casos la participación en estas aplicaciones hoy puede representar una elección laboral, para muchas mujeres significó una opción durante este periodo para mantener su nivel de vida.
Carol Temer, brasileña de 27 años, hasta marzo del año pasado tenía como principal fuente de ingresos las fotos sociales y de reuniones familiares. Con las restricciones, que impedían justamente este tipo de eventos, su actividad económica se estancó y en un cambio radical tomó la decisión de usar su equipo de trabajo para producir sus propias fotos y videos sexis para venderlos en plataformas de contenido erótico.
“Hoy gano mucho más. Antes de la pandemia, obtenía mil reales (190 dólares) por mes y como máximo 5.000 (950 dólares) en Navidad o Semana Santa. Hoy recibo entre 4.000 y 12.000 reales (760 a 2.200 dólares) mensuales”, dice.
Ingresar o mantenerse en el mercado laboral ha significado un esfuerzo individual muy fuerte para las mujeres, pues aunque los gobiernos, por lo menos discursivamente plantean la reactivación económica como una de sus prioridades, no toman en cuenta la condición de género. Esto, a pesar de que las cifras claramente apunten a una feminización de la pobreza, entendida como los desequilibrios en términos económicos.
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Según explica Susana Reina, psicóloga fundadora de la ONG FeminismoINC, “las mujeres de clase media-alta tradicionalmente tenían una infraestructura de apoyo, una infraestructura social con una red de guarderías, de geriátricos, de servicio doméstico, todo pagado, que les permitía rendir eficientemente en su trabajo. Pero la pandemia arrasó con eso y ahora te encuentras con madres trabajadoras que tienen que hacer de docentes de los hijos, de enfermeras de los adultos mayores y dedicar horas del día a limpiar y mantener la casa, producto de la división sexista del trabajo que venimos arrastrando, donde se dice que las mujeres se dedican a las labores reproductivas, biológicas y sociales y los hombres a las labores productivas”.
Para Reina, esta carga sigue limitando la posibilidad de las mujeres de disponer de tiempo para ascender en las organizaciones y formarse profesionalmente o hacer networking. “En medio de una pobreza del tiempo, muchas se ven en la disyuntiva entre trabajo y familia”, lamenta la experta.
El desafío de demostrar que el cuidado de los niños y los quehaceres domésticos no son una obligación exclusiva de las mujeres tiene un largo camino por delante y también una corresponsabilidad del Estado para exponer las inequidades actuales y abrir las puertas que la pandemia parece haber cerrado.
Vea el especial completo Cicatrices de la pandemia en este enlace.