En ciertos momentos de la historia –a menudo después de que un progreso social importante ha incomodado a determinados segmentos de la sociedad-, una persona aparece en la escena política diciendo representar algo grande y nuevo. Hábil en las artes de la presentación de sí mismo y la manipulación emocional, él (siempre es un hombre) fascina las mentes y los corazones de millones con su pose de macho. No tardará en formarse un culto a su personalidad. Y aunque en su ascenso al poder ha amenazado con el uso de la violencia, o incluso si la ha usado, disfruta del apoyo de sus fieles, que lo ven como un salvador que traerá orden a un mundo en caos.
Esta descripción del caudillo arquetípico se puede usar para varios líderes actuales. Y ocurre que, como Jair Bolsonaro en Brasil, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Vladimir Putin en Rusia y los Estados Unidos bajo Donald Trump, muchos gobiernan algunos de los países geopolíticamente más importantes del planeta.
Desde la asunción del mando por Trump a principios de 2017, EE.UU. ha sufrido la erosión de su democracia y el despliegue de un liderazgo autoritario. Las inminentes elecciones presidenciales son, pues, un referendo sobre la nueva dirección antiliberal que el país ha tomado bajo un presidente que ha puesto el extremismo de ultraderecha en un espacio de normalidad e impulsado una política exterior basada en alianzas transaccionales con tiranos y asesinos de todo el mundo.
Toda elección puede deparar sorpresas, como mostró la inesperada derrota de Hilary Clinton en 2016. Pero un pavor existencial rodea las elecciones de 2020, que han traído al primer plano posibilidades antes inconcebibles. Trump ha señalado repetidamente que podría negarse a conceder la derrota, y muchos están preocupados de que fomente la violencia política si los resultados no son de su agrado. La mera posibilidad de plantearse estas hipótesis es sintomática de la degradación del clima político democrático y es una clara evidencia de lo mucho que ha avanzado la versión autoritaria que Trump ha hecho de la cultura política estadounidense.
Algunos expertos, como Ross Douthat, columnista del conservador New York Times, se mofan de la descripción de Trump como un déspota. Les parece que la ex estrella de programas de telerrealidad es demasiado débil y patética como para infligir un daño grave a la sociedad estadounidense, incluso si es reelecto. Utilizando como baremo a regímenes antiliberales tan arraigados como el de Putin en Rusia, se centran en lo que Trump no ha hecho. No ha cerrado los medios de comunicación opositores ni establecido un control total del poder judicial y otras instituciones, así que ¿por qué preocuparse?
Pero esa es una comparación que se presta para equívocos. Cada líder autoritario moderno comenzó en una sociedad con libertades más amplias, para llevar a cabo gradualmente un proceso de captura del estado. En especial en el siglo veintiuno, la evolución más que la revolución (o un golpe militar) ha sido el modo por el cual el despotismo reemplaza a la libertad. Más todavía, sin una visión seria de lo que Trump sí ha logrado, no seremos capaces de comprender cómo hemos llegado a este peligroso momento, ni qué esperar de las próximas semanas, meses o años en el caso de Trump gane la reelección.
La historia de las presidencias estadounidenses es una mala guía para interpretar las medidas de Trump, comenzando por su relación con las elites políticas republicanas que han seguido de su lado a pesar de sus escándalos sexuales y de corrupción, su juicio político y el apabullante mal manejo de la pandemia de COVID-19. En lugar de ello, debemos dirigir la mirada a modelos de “régimen personalista” autoritarios, en los que el poder se concentra en un solo individuo cuyos intereses políticos y financieros suelen prevalecer sobre los intereses nacionales. En esos regímenes, la lealtad al líder y sus aliados, y la participación en su corrupción más que la experticia o la experiencia profesional, son las calificaciones principales para detentar cargos en el gobierno.
El éxito de Trump en domesticar la clase política es todavía más notable si se considera que la mayoría de los demás déspotas habían fundado un partido o ya habían ascendido a la prominencia dentro de uno existente. Erdogan, el Primer ministro húngaro Víctor Orbán y Benito Mussolini, por ejemplo, ya habían creado una base de poder mucho antes de comenzar sus regímenes autocráticos. Trump no tenía un vehículo político así para sus ambiciones. Pero en unos pocos años pudo transformar el Partido Republicano en otra franquicia personal.
Por su parte, los republicanos parecen ver a Trump como un medio de hacer realidad sus objetivos largamente frustrados (defender la hegemonía blanca cristiana, desregular grandes áreas de la economía y bajar los impuestos para los ricos). Sean cuales fueran sus razones, lo apoyaron en tal número y con tal fervor que el “Gran Viejo Partido” (Grand Old Party, GOP) se transformó en algo diferente.
Para este ciclo electoral, el partido no ofreció ninguna plataforma de políticas y, en su lugar, hizo pública una extraña declaración de “apoyo incondicional al Presidente Donald Trump y su Administración”, ilustrando el clima de temor e intimidación que reina hoy en su seno. Los republicanos se han visto reducidos a luchar las batallas del hombre fuerte, ensuciar a sus enemigos y protegerlo de cualquier forma de rendición de cuentas, incluido el juicio político que se le hizo en el Congreso este año.
Esta relación de seguidores que obedecen a un líder refleja un cambio fundamental de la cultura política del GOP con el que los estadounidenses tendrán que lidiar cualquiera sea el resultado de las elecciones. Una serie reciente de estudios comparados muestra que el Partido Republicano ya no es una organización democrática convencional en su retórica ni sus acciones. Hoy se acerca más a partidos como el de Orbán y Erdogan que a los conservadores británicos o los demócrata-cristianos alemanes.
De hecho, mucho antes de la aparición de Trump, el Partido Republicano, animado por un sólido universo de medios de comunicación de derechas, había desdeñado sus compromisos previos con las nociones democráticas de tolerancia mutua y gobierno bipartidista. Pero Trump ha legitimado los elementos extremistas que antes estaban confinados a los márgenes del partido. Como tuiteara Kellyanne Conway, alta asesora de la Casa Blanca, justo después de la asunción de Trump, en respuesta al clamor público sobre su orden de prohibir la entrada al país a quienes viajaran desde países de mayoría musulmana, “Acostúmbrese a eso. @POTUS es un hombre de acción e impacto. Si promete, cumple. Golpe al sistema. Y esto recién está empezando”.
Implementada intencionalmente sin ninguna advertencia previa, la prohibición de viajar lanzó al país a un estado de caos, dando al público y los funcionarios federales una visceral introducción a una administración que había declarado la guerra a su propio pueblo, con el completo apoyo de los republicanos. En los cuatro años siguientes, Trump y sus seguidores separarían de sus familias a niños migrantes, desplegarían fuerzas federales contra manifestantes pacíficos, lanzarían una masiva campaña de desinformación y desmantelarían o descarrilarían a innumerables agencias del gobierno.
Solo aceptando la realidad del giro autoritario en la política estadounidense se puede luchar contra una erosión mayor. Es la tarea que está pendiente, sea cual sea el resultado de las elecciones.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Ruth Ben-Ghiat, profesora de Historia y Estudios Italianos en la Universidad de Nueva York, es experta en regímenes autoritarios y sus líderes y autora de Strongmen: Mussolini to the Present (Déspotas: de Mussolini hasta hoy), de próxima publicación.