Pico Iyer vive con su esposa en una casa de dos habitaciones en un suburbio de la ciudad japonesa de Nara, famosa por sus templos budistas y por los ciervos que andan libremente en los parques. Pero él no nació ahí, sino en Oxford. Y es hijo de dos padres indios que se mudaron a California cuando él era un niño. Como decidieron que él continuara yendo a clases en Inglaterra, desde los 8 años comenzó a viajar entre dos países. Con el paso del tiempo estudió en Eton, en Oxford y en Harvard, y no extrañamente se convirtió en un escritor de asuntos internacionales y de crónicas de viaje (ha publicado en Time, The New York Times y otros 250 medios).
Entre los 15 libros que escribió está The Open Road, un fantástico y complejo retrato del Dalai Lama. En otros libros abordó Cuba, Katmandú, el mundo islámico. Escribió también sobre Leonard Cohen y el Zen, y sobre Obama en Hawaii. Pero quizás su libro más conocido sea El arte de la quietud, un muy necesario ensayo sobre la necesidad de detenernos para mirar hacia atrás y apreciar lo que hemos hecho en movimiento, o hallar nuestra subjetividad en un contexto de confusión. Es un texto muy personal que surgió de una de las cuatro charlas TED que dio Iyer (hasta ahora con más de 10 millones de reproducciones), en las que también abordó temas como la identidad global, la belleza de no conocer algo y la cooperación en el ping-pong.
Sus dos últimos libros tratan sobre Japón: A Beginner’s Guide to Japan y Autumn Light. Aunque lleva casi 30 años allá, sigue viajando y suele pasar temporadas en California o en puntos tan variados como la Antártida, Singapur, Dharamsala o donde sea que deba hacer una crónica. La revista Outside lo describió como “posiblemente el mejor escritor de viajes vivo”: su método se basa en desnudar paradojas culturales con dosis de observación afilada y una narración muy cuidada. Además, Pico Iyer tiene una extraordinaria sensibilidad para bucear en el océano de la existencia humana.
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Le escribí vía email para preguntarle sobre este momento: coronavirus, cuarentenas, vacunas. ¿Qué consejos puede darnos un escritor como él para atravesar un tiempo oscuro, sin norte? Lo que sigue es la traducción de sus respuestas escritas (originalmente en inglés).
—¿Cómo pueden la contemplación y la quietud ayudarnos en los tiempos oscuros de esta pandemia?
—Durante esta pandemia todos nos vimos obligados a no ir a ninguna parte, y quizás quedarnos quietos, por doloroso e indeseado que sea, nos permite aclarar nuestras mentes, dejar que lo importante aflore y ver las cosas con ojos nuevos, como si hubiéramos sido trasladados a un país extranjero, algo que es muy difícil de hacer cuando estás corriendo de un lugar a otro.
Soy muy consciente de que para muchas personas sentarse quietas no es tan diferente de estar acostado en la cama a las 3:00 am porque los miedos, las ansiedades y las recriminaciones te carcomen. Pero mi forma de sentarme implica dar largos paseos todos los días fuera de mi casa y, de repente, descubrir una belleza antes inadvertida.
Mis padres vivieron en la misma ruta de montaña en California durante 54 años, y yo nunca había caminado hasta el final de esa ruta antes de este año (cuando comencé a caminar día tras día, durante 200 días). Caminaba a través de la luz dorada en las mañanas y me daba vuelta para ver el Océano Pacífico brillando a la distancia, con las colinas de las islas detrás, y me daba cuenta de que era una vista tan deslumbrante como cualquiera por la que uno se cruzaría el mundo solo para verla.
Para mí, sentarme quieto significa leer un libro, cosa que hice más este año que en cualquier año anterior. Significa hablar con mi esposa y estar en la casa de mi madre durante 200 días seguidos (como no ha sucedido desde que yo tenía 8 años). Significa escuchar música —Van Morrison o Handel— mientras el cielo se vuelve índigo y las luces se encienden en la ciudad.
Mirá una charla TED de Pico Iyer: El arte de la quietud
En mi libro El arte de la quietud yo no enfatizaba tanto la quietud literal como la oportunidad de tomar un descanso, de dar un paso atrás de la propia vida y del mundo para ver todo un poco más claro (de la forma en la que uno da un paso atrás ante la complejidad del Guernica de Picasso para ver lo que dice realmente) y para colocar nuestras vidas en un marco más amplio.
Incluso como viajero, descubro que solo cuando estoy relativamente quieto (en la cima de una montaña en Islandia, en un templo en el Tíbet) puedo sentirme conmovido de verdad. Y si pienso en el viaje que viene llenando mi vida desde que comencé a ir a la escuela en avión a los 9 años, puedo ver que no satisface todas mis necesidades, por muy estimulante que pueda ser.
Este enero volé a Buenos Aires y después a Ushuaia e hice un viaje de diez días en un barco por la Antártida. Fue uno de los viajes más sublimes y conmovedores que hice. Todo lo que mi esposa y yo vimos en Argentina fue elegante, sorprendentemente cómodo y acogedor.
Pero luego tuve que volar de Ushuaia a Buenos Aires a Houston a Los Ángeles a Santa Bárbara a San Francisco a Osaka en cinco días. Desaparecí en la bruma del jet lag durante dos semanas. Me di cuenta de que había olvidado algo tres hoteles atrás. Mi cuerpo tuvo que afrontar los desafíos de volar de pleno verano a pleno invierno en una sola noche. Y fui consciente de lo mucho que estaba dañando nuestro entorno, que nos da la belleza que tanto me había emocionado en Argentina.
Ser forzado a quedarse quieto no es maravilloso. Pero nunca fui un convencido de que una vida de movimiento constante —inquietante, habitual, desconsiderado— sea grandiosa. Y cuando volé a través del Pacífico para estar al lado de mi madre de 89 años, cuando ella salió del hospital en abril, supe que lo único que podía llevarle eran los recursos que yo había reunido adentro mío luego de haber estado, mucho tiempo, sentado en silencio y solo.
La quietud puede ser como ir al consultorio del médico (o del terapeuta). No siempre es cómoda y hay muchas otras cosas que podríamos querer estar haciendo. Pero, a la larga, es la única forma en que podemos cuidar nuestro bienestar y nuestra salud, lo que también significa el bienestar de todos los que nos rodean.
— Solés hablar de la experiencia, ocurrida hace mucho tiempo, de perder tu casa en un incendio y seguro que los años te ayudaron a entenderla mejor. ¿Cómo podemos aceptar las renuncias y las pérdidas a las que nos obliga la pandemia?
—Una hora después de que perdí todo lo que tenía en el mundo en un incendio forestal, que fue el peor incendio en la historia de California hasta ese momento, escribí un artículo sobre eso para la revista Time, donde yo era columnista. Y lo terminé con un haiku del siglo XVII que había leído en Japón:
Mi casa se quemó
Ahora puedo ver mejor
La luna naciente
Perder todo lo que tenía, hasta la última foto y el último recuerdo (así como también las notas escritas a mano para mis próximos tres libros, y probablemente ocho años de cosas escritas), es una de las cosas más devastadoras que me han pasado. Pero incluso una hora después del impacto, algo en mí intuyó que tal vez el desastre podría ayudar a despejar mi vida, aclarar mis prioridades y, en verdad, vivir más cerca de la forma en la que siempre había querido vivir.
Cuando la compañía de seguros ofreció reemplazar todas las posesiones que habíamos perdido, me di cuenta de que no necesitaba el 90% de los libros, la ropa y los muebles que había acumulado, y que lo que más quería ver reemplazado (fotos y notas, y objetos con valor sentimental) por definición nunca podrían ser reemplazados. Todavía quería intentar escribir, pero haber perdido todas mis notas me obligó a pensar en escribir desde la imaginación y la memoria, desde el corazón, por lo que recurrí a la ficción. Estoy seguro de que habría sido demasiado tímido o miedoso para intentarlo de otro modo.
Y perder un hogar físico en California me liberó de alguna manera para pasar más tiempo en lo que realmente sentía como el hogar de mi espíritu, mi hogar más íntimo: Japón. En otras palabras, de muchas maneras, esta pérdida terrible me liberó para hacer cosas que de otro modo podría haber estado demasiado cohibido de hacer, y abrió puertas y ventanas que hubieran permanecido cerradas.
Estuve pensando mucho en esto durante la pandemia. Este cataclismo apagó muchas luces —financiera, emocional y físicamente— en tantas vidas. ¿Pero tal vez también haya encendido algunas? Los eventos nunca son simplemente blancos o negros como imaginamos.
Más allá de “aceptar las renuncias” y las pérdidas que nos ha impuesto la pandemia, me pregunto si podemos buscar las nuevas oportunidades que nos ofrece. No estoy convencido de que nuestras vidas fueran 100% maravillosas antes, y para aquellos de nosotros lo suficientemente afortunados de estar vivos y tener algún tipo de sustento, la pregunta es cómo podemos mejorar nuestras vidas al repensar hábitos y reorientar prioridades.
— ¿Leer (quedarse quieto, concentrado, dejándose guiar) es una especie de meditación?
— ¡Lo expresas perfectamente! Ayer estaba dando una charla en una gran iglesia episcopal en los Estados Unidos y el amable y atento ministro me preguntó sobre la meditación. Confesé que nunca desarrollé una práctica de meditación, aunque admiro y respeto a quienes (como mi esposa) la tienen. Nunca practiqué yoga, tai chi o qigong. Pero me esfuerzo por leer durante una hora ininterrumpida todos los días —una obra de ficción o no ficción seria— y cuando termino mi lectura, puedo decir que soy más profundo, más atento, más matizado, mejor persona de lo que era una hora antes.
Como escritor, tengo la suerte de poder pasar mis primeras cinco horas todos los días en mi escritorio, sin ir a ninguna parte (lo que para mi esposa se parece mucho a la meditación), mientras trato de encontrar una voz clara detrás de mi cháchara y ver alguna verdad más profunda detrás de pensamientos y sentimientos pasados.
Incluso mi tiempo en el gimnasio todos los días, caminando en una cinta durante 30 minutos, se siente como una meditación (porque nunca enciendo el televisor) y simplemente dejo que mi mente vague o se estrelle.
Como digo, respeto a los que siguen una práctica de meditación formal, y no presumiría de decir que cualquier cosa que hago es tan rigurosa o útil. Pero sí creo que podemos aclarar nuestras mentes, escapar de nosotros mismos y de nuestros pensamientos, y tratar de llegar a una calma y a una cordura profundas también de otras maneras, y leer (o meterse en una buena conversación) es una de las mejores.
Lo que decís de “dejarse guiar” es hermoso; me tomó mucho tiempo darme cuenta de que mis momentos más libres y creativos, como escritor y como persona, llegaron cuando finalmente solté el volante y dejé que me guiara algo más sabio y profundo que yo.
— Cuando termine la pandemia, ¿habremos aprendido algo?
— Esa es la pregunta de los 64 millones de pesos [N: así, “pesos”, lo escribió en su email], y depende totalmente de nosotros. Para mí, la temporada de virus ha sido una prueba enorme y desafiante para cada uno de nosotros y para nuestras prioridades y recursos internos.
¿Nos concentraremos en lo que todavía tenemos, lo que hará que la mayoría de nosotros se sienta agradecido? ¿O miraremos lo que nos falta o lo que hemos perdido, lo que hará que la mayoría se sienta frustrado? ¿Lo veremos solo en el contexto de la escasez y la catástrofe? ¿O veremos que todo esto podría ofrecernos oportunidades? ¿Desearíamos haber podido seguir viviendo normalmente? ¿O darnos cuenta de que esta es una oportunidad perfecta para repensar lo que significa “normal”, especialmente porque las vidas de muchos estuvieron fuera de control —demasiado rápido, demasiado inconscientes, demasiado dispersas— en los últimos quince o 20 años?
Mis vecinos aquí en Japón saben que una discusión con la realidad nunca se gana. Hay que lidiar con la realidad como se hace con un ser querido, aunque la mayor parte del tiempo es difícil o incluso puede ser imposible (como pasa con cualquier ser querido y con cada uno de nosotros). El hecho de que casi todo el mundo esté sufriendo de la misma manera durante esta temporada, y enfrentando las mismas preocupaciones y terrores, debería liberarnos de pensar que esto es una injusticia infligida solo a cada uno de nosotros en su pequeñez.
Justo después de que la pandemia cerrara California, un amigo mío, prior de un monasterio benedictino, envió un mensaje a sus amigos en el que decía: “Recuerden: la mejor cura para la ansiedad es pensar en los demás”. Qué mensaje tan universal —humano, ecuménico—. Si esta pandemia puede recordarnos cuánto podemos ganar pensando en los demás, cuánto sufrimiento es un igualador de oportunidades y qué heroicos son los que cada día arriesgan su vida para tratar de ayudar a los demás, entonces algo se podría ganar a pesar de todas las vidas y las esperanzas que se han perdido.
No puedo decir que cuando termine la pandemia “todos” habremos aprendido algo. Pero sí creo que todos tenemos una oportunidad inusual, y una elección, de ser más sabios a raíz de la pandemia.