Este martes, los líderes del G7 se reúnen para hablar de Afganistán. Es crucial que piensen con claridad en los objetivos más importantes para el país, a fin de no añadir otro ciclo de sufrimiento, matanzas y flujos masivos de refugiados.
Sobre todo, en esa reunión sólo deben coordinar políticas del grupo que sirvan de preparación para las acciones de otro ámbito mucho más importante, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Una estrategia internacional coherente para Afganistán es imposible sin la participación de China y Rusia.
Teniendo esto presente, el G7 debe buscar un modo de relacionarse con Afganistán bajo los talibanes; no aislar o matar de hambre al país. Esto es importante no sólo como táctica a corto plazo para facilitar una evacuación pacífica de occidentales y afganos vulnerables, sino también para evitar futuras matanzas, crisis humanitarias y oleadas de refugiados. Por más tentador que sea para Estados Unidos y sus aliados del G7 imponer un embargo permanente a las reservas afganas de divisas extranjeras, congelar las ayudas al desarrollo e intensificar las sanciones estadounidenses (y tal vez las de la ONU), esa estrategia está condenada a un fracaso tan predecible como el que tras veinte años acaba de sucederle a la misión de la OTAN.
Estados Unidos es experto en castigar a otros países, pero no tanto en ayudarlos a resolver sus problemas (o tal vez no esté muy interesado en ello). Muchos miembros de la clase política estadounidense están pidiendo a viva voz un castigo a los talibanes; al fin y al cabo, Estados Unidos ha sufrido una profunda humillación. Pero el resto del G7, y el resto del mundo, deben rechazar los pedidos de venganza de esos mismos políticos y estrategas estadounidenses que tanto hicieron para meter a Estados Unidos y a la OTAN en este lío que ya lleva cuarenta años (no debemos olvidar que la intervención estadounidense en Afganistán comenzó en 1979, no en 2001). Son los mismos que defendieron el apoyo inicial de Estados Unidos a los muyahidines (convertidos más tarde en talibanes y Al Qaeda). Son los mismos que apoyaron la posterior invasión de Afganistán en 2001. Y son los mismos que creyeron que un gran incremento de tropas en los primeros años de la presidencia de Obama sería la solución.
No hay que escucharlos. Si los talibanes se abstienen de matanzas por venganza contra sus enemigos o de reprimir brutalmente a mujeres y niñas, los países del G7, las agencias de la ONU, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Asiático de Desarrollo deben estar dispuestos a continuar (de hecho, incrementar) el apoyo financiero a Afganistán.
Por supuesto que la derecha estadounidense pondrá el grito en el cielo y dirá que el presidente Joe Biden es un traidor. Pero la derecha estadounidense detesta cualquier forma de ayuda al extranjero, y es por eso que Estados Unidos no ha sido capaz de colaborar con la estabilización de los países pobres. La derecha quiere conquistar países, no ayudarlos a desarrollarse.
El G7 también tiene otras cosas que hacer. En primer lugar, debe encargar un estudio independiente de los motivos por los que su programa de desarrollo entre 2001 y 2020 no ayudó a Afganistán a estabilizarse y lograr avances que permitieran al gobierno y a las fuerzas militares afganas resistir la reconquista del país por los talibanes. (Algunas pistas: mucho más gasto en seguridad que en desarrollo; subfinanciación crónica de programas sociales y de infraestructura; falta de coherencia y de una estrategia general; corrupción entre contratistas estadounidenses, no sólo los afganos; y falta de metas claras y ambiciosas en materia de desarrollo sostenible, con sus correspondientes criterios de medición.)
En segundo lugar, el G7 debe encomendar al Consejo de Seguridad de la ONU la incorporación de criterios económicos y de desarrollo sostenible en sus acciones y planes futuros para Afganistán, con actualización periódica de información a cargo de funcionarios de la ONU en el país. El Consejo de Seguridad debe recibir informes trimestrales para saber si los menores afganos (incluidas las niñas) están escolarizados, con la correspondiente provisión de suministros y docentes; si las clínicas funcionan; si las aldeas tienen acceso a agua y electricidad; si las madres pueden obtener atención neonatal y obstétrica; si hay comida suficiente; y finalmente, si los fondos de ayuda al desarrollo alcanzan para cubrir estas necesidades esenciales.
Todos estos criterios son parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que son tan aplicables a un gobierno afgano talibán como se deberían haber aplicado al gobierno respaldado por la OTAN.
Por desgracia, fue la misión de la OTAN la que no se tomó en serio los ODS. En 2019, por ejemplo, la ayuda humanitaria total que recibió Afganistán para programas educativos ascendió a unos escasos 312 millones de dólares (según datos de la OCDE), es decir, apenas veinte dólares por cada uno de los 15 millones de menores afganos en edad escolar (de 5 a 19 años). Esto contrasta con el millón de dólares al año aproximado que gastó Estados Unidos por cada uno de sus miles de soldados en Afganistán.
De esa ínfima suma destinada a la educación, la totalidad se canalizó, no a través del presupuesto público, sino a través de proyectos implementados en forma directa por ONG y otros actores externos. No es extraño que el pueblo afgano no tuviera muy buena opinión de su gobierno; este no cumplía ninguna función en la educación de sus hijos (ni en otras prestaciones sociales esenciales) y los donantes no lo ayudaron a tener algún papel importante que no fuera la provisión de seguridad.
Algunos políticos estadounidenses se verán tentados a proveer apoyo a nuevos grupos insurgentes que luchen contra los talibanes (dirán que es para obligarlos a negociar). Es la receta estadounidense típica, pero invariablemente lleva a guerras interminables. Por suerte, es probable que Estados Unidos no cuente con medios logísticos para sostener un movimiento insurgente, y cuesta mucho imaginarse a China o Rusia apoyando una estrategia tan ingenua.
Descartado el apoyo a insurgentes, otra tentación para Estados Unidos (e incluso para el G7) sería no reconocer al gobierno talibán por considerarlo ilegítimo. Medida que se usaría como fundamento jurídico para continuar el embargo sobre las reservas de divisa extranjera de Afganistán en la Reserva Federal de los Estados Unidos y suspender la provisión de nuevos fondos por parte del FMI, el Banco Mundial y el Banco Asiático de Desarrollo. Pero con ello Estados Unidos y sus aliados fomentarían una crisis económica y humanitaria más profunda; ¿y para qué? Ni las peores sanciones estadounidenses suelen conseguir cambios de gobierno, y es muy improbable que lo consigan en Afganistán, así como no lo han hecho las sanciones de los últimos años a Irán, Corea del Norte y Venezuela.
Los líderes del G7 deben tener claros los objetivos centrales en Afganistán: evacuar a sus ciudadanos y a sus socios afganos, y luego cooperar en forma constructiva con China, Rusia y otros países interesados para poner fin a los cuarenta años de decadencia afgana que Estados Unidos ayudó a iniciar en 1979. Basta de destrucción. Es la hora de construir.
Jeffrey D. Sachs es profesor distinguido de la Universidad de Columbia y director de su Centro de Desarrollo Sostenible. También es presidente de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.