Ahí estaba Bilal, igual que la primera vez que lo vi, lavando platos y sartenes desde sus dos metros de altura. Bruna lo saludó del lado de acá del vidrio.
Él sonrió en cuanto la vio y se secó las manos negras en un repasador blanco que colgaba de su delantal, también blanco. Cerró la canilla del agua y vino hacia nosotras.
-Sono contento di conoscerti –dijo sonriendo, cuando Bruna nos presentó, y me dio la mano. –Ho sentito parlare tanto di te.
Antes de ese día, yo había visto dos fotos de Bilal que me había enviado Bruna. Una era del día en que ellos se encontraron para que ella le diera mi carta y, la otra, lo mostraba disfrazado de Neptuno en una obra de teatro que habían preparado en la Scuola di Italiano. Bilal estaba serio en ambas. Ahora, en cambio, no dejaba de sonreír y su sonrisa era enorme, y amplia, y sincera, y de una bondad como no he visto nunca antes.
Sin dejar de sonreír, Bilal me miraba desde su altura y me preguntaba cómo la estaba pasando en Roma y yo no pude decir más que las menudencias que uno dice en esos casos.
¿Cuántas de las cosas más importantes que nos pasan en la vida suceden sólo en algún lugar adentro nuestro, algún lugar impreciso sin nombre exacto, un lugar que tiembla ante el recuerdo de algo que ya pasó o ante la posibilidad de algo que aún no es? Bilal tuvo una hermanita. El día que los moros entraron a su casa y mataron a sus padres, la niña estaba en la escuela. A Bilal lo llevaron en un camello, lo vendieron, y nunca más la vio. A veces, todavía hoy, se pregunta si ella estará viva. Quizás hoy esa niña sea una mujer y tenga una familia, en alguna parte del mundo. Quizás también ella fue vendida como esclava. O, quizás, no sobrevivió a los machetes de los árabes. Bilal no lo sabe y hay noches en las que aún sueña con ella.
Yo también tuve una hermanita que vivió apenas unas horas y cuya muerte debe haber marcado a mi madre para siempre. Sin embargo, mi madre nunca me ha hablado de ese dolor. Ahí quedó, en el lugar sin nombre. En el lugar que tiembla.
Durante los primeros meses en Roma, cuando Bilal iba a la consulta con Emilio, llegaba horas antes de la cita y se quedaba mirando el vacío, moviendo los labios como si hablara, pero sin decir nada. Cuando Mamadou lo llamaba para hacerlo entrar al consultorio, Emilio le preguntaba con quién había estado hablando y Bilal le decía que hablaba con su amigo. Su amigo era un mauritano que también había sido esclavo. Bilal lo conoció en Marruecos cuando ambos trabajaban en construcción y ahorraban dinero para ir a Europa. Trabajaron durante un año levantando bolsas de arena, poniendo ladrillos, cargando enormes cubas llenas de cemento bajo el sol abrasador. Cuando al cabo de un año no les pagaron, buscaron juntos trabajo en otro lugar. Juntos fueron contando los meses que faltaban para emprender el viaje a través del mar. Era la primera vez, desde sus nueve años, que Bilal volvía a tener a alguien a quien querer. La primera vez que tenía alguien con quien hablar. Se entendían sin necesidad de que mediaran demasiadas palabras. Su amigo. Su querido amigo. Y al fin ahorraron suficiente para la barca. Y, al fin, subieron a una barca que los llevaría a España pero, horas después de partir, en medio de una noche en la que la oscuridad del mar y la del cielo eran una sola y la misma, la policía marítima marroquí interceptó la barca y la hizo volver. Cuando llegaron a la costa de Marruecos, montaron a todos en un camión y, después de un día de viaje, los abandonaron en el desierto cerca de la frontera con Argelia. Los abandonaron vivos, pero los abandonaron para que murieran. Y si Bilal movía los labios en el consultorio de Emilio no era sólo porque extrañara a su amigo. Era porque no quería dejarlo ir. Era porque le hablaba. Era porque le decía, en voz muy baja, esta vez lo vamos a lograr. Movía los labios porque el amigo estaba enfermo. Se había enfermado en el desierto. Ardía en fiebre, y los demás le decían que lo dejara, le decían que no sobreviviría, trataban de convencer a Bilal de la necesidad de seguir adelante si no querían morir ellos también, pero Bilal no podía dejar a su amigo: era el único amigo que había tenido en toda su vida y, ahora, su amigo se estaba muriendo. Desde donde estaban podían ver las luces de de un pueblo. No quedaba muy lejos. Podrían haber pedido ayuda. Podrían haber pedido un médico. Pero ellos estaban huyendo y, si entraban al pueblo, seguramente los habrían entregado a la policía. “Vamos Bilal,” le decían. “Vamos que tenemos que seguir.” Pero Bilal parecía sordo: estaba arrodillado al lado del cuerpo de su amigo que ya no respiraba, cómo podía abandonarlo así, en medio del desierto, cómo podía dejar sin enterrar el cuerpo del que había sido su amigo.
“Podría haber sido yo.” Eso le decía a Emilio. Y Emilio, a su vez, me lo decía a mí: “La muerte de su amigo fue para él tan traumática como lo que le pasó en su infancia. Ambas muertes, la de sus padres y la de su amigo, se superponían en su memoria.” El color de la sangre. Los gritos. Los machetes. La voz que dice: “¡No! ¡A ese no!” Y el amigo que muere en el desierto y al que Bilal quiere enterrar antes de irse, el amigo al que no quiere dejar porque sería como volver a perder a sus padres y, también, como volver a salvarse. La muerte, de nuevo, le había pasado al lado pero no lo había tocado a él, sino a las personas que más amaba. A las únicas que tenía.
“Podría haber sido yo.”
Todos podríamos haber sido otros.
Y allí estaba Bilal. Y allí estaba Bruna. Y allí estaba yo. Y Bilal no sabía que yo conocía a Emilio y yo no sabía de él más que las cosas que he contado y Bilal me preguntaba si estaba contenta en Roma y cuánto tiempo más me quedaría y yo le decía que dentro de pocos días partiría a Sicilia y luego a Lampedusa y él me deseaba buen viaje sin sospechar que si no fuera por él, si no fuera por una suma de azares tan improbables como todo azar, tampoco yo estaría ahí. Si no fuera por una suma de azares, Bilal tampoco estaría aquí. Podría haber muerto, en vez de su amigo. Podría haber muerto el mismo día que mataron a sus padres.
Me doy cuenta de que escribo para encontrar palabras que puedan señalar aquel lugar que tiembla. Un pez dorado que por un momento refulge en el mar cuando lo alcanza un rayo de sol. No escribo para contar historias. Escribo para buscarle un nombre a ese lugar o, quizás, ni siquiera para encontrar un nombre sino tan sólo para, a veces, por un instante, apenas, hacer temblar ese lugar, ese pez, en otras personas, en otro mar.
Bilal está vivo.
“Podría haber sido yo.”
Cualquiera de nosotros podría haber sido otro. Podríamos no estar vivos. Lo estamos, por azar. Nos hemos salvado de la esclavitud, de la guerra, del hambre, por azar. Nos hemos salvado de atravesar desiertos y mares, por azar. Nos hemos salvado de ser comprados y vendidos. Hemos nacido en este tiempo, en esta geografía, siendo los que somos sin haber hecho nada para ganarnos este lugar. Podríamos ser otros. Y también podríamos no ser.