El último domingo de agosto de 2020, Ricardo Villagra estaba de guardia, cuidando de los enfermos con COVID internados en el hospital Piñero, cuando empezó a sentir algo de dolor en la garganta. Ese dolor blando que parece inofensivo: la ola que precede a un tsunami. Lo había escuchado mil veces descripto por sus pacientes. Pero una cosa es que te la cuenten y otra es vivirla.
Después de la guardia volvió a su casa, ya de día, y se sometió a un test de coronavirus. La fiebre empezó casi al mismo tiempo. Hilda, su novia, que también es médica, le apoyó un estetoscopio en la espalda mientras, en un laboratorio, el hisopado daba positivo (y para ella negativo).
“Hilda escuchó que yo tenía unos ruidos ‘crepitantes’ que indican neumonía”, dice Villagra ahora, por teléfono. En la tomografía que le hicieron más tarde se vio que era bilateral: los alvéolos —que realizan el intercambio de oxígeno con la sangre— estaban llenos de líquido.
En julio de 2020 habíamos conocido a Villagra. En un reportaje, en lo alto de la primera ola de la pandemia, nos contó cómo era su vida: la vida cotidiana de un médico que no era famoso ni ocupaba un cargo jerárquico, pero que luchaba contra el virus SARS-CoV-2 en un hospital público de la ciudad de Buenos Aires en el que hacía guardias dos veces por semana, 24 horas cada vez. Ahora lo contactamos de vuelta para preguntarle cómo había sido todo este tiempo. No imaginábamos que, apenas un mes después de aquel primer reportaje, él mismo se había contagiado el virus. Y que no la había tenido nada fácil.
“Estuve internado tomando antibióticos, anticoagulantes y corticoides”, dice. Durante una semana ocupó una cama en una clínica. “Lo mismo que yo hacía con mis pacientes, bueno, ahora me tocó a mí. Tenía un malestar general muy duro. Mucha fiebre. Tardaba en responder a los antitérmicos; me tuvieron que pasar antitérmicos venosos. Al segundo día perdí totalmente el gusto y el olfato, y sentía mucho cansancio”. Pero la fiebre no era lo peor. “Fue la cabeza”, dice. Eso, como un toro suelto y desquiciado. “Tenía mucho miedo de empezar a desaturar [oxígeno], de terminar en terapia [intensiva]… de morirme”.
El miedo a la muerte es una cosa espesa, es distinto a todos los otros miedos. “Les escribí a todos mis compañeros”, sigue Villagra, “para que me cuenten si en sus internaciones habían pasado por algo parecido a lo mío. Muchos me contaron sus experiencias y eso me tranquilizó. Yo nunca había sentido el miedo de morirme”.
En la habitación de la clínica había saturómetros y termómetros para que los pacientes se controlaran a sí mismos. Villagra lo hacía seguido, pero a veces la saturación de oxígeno era de 95% en un dedo y de 96% en otro, y eso lo perturbaba. En las primeras tres noches de internación no pudo dormir, un poco por la fiebre, otro poco por los nervios, y también por los recuerdos de algunas personas que él había atendido: gente que llevaba la enfermedad más o menos bien hasta que de repente empeoraba. Se escapaban de su cuidado sin ninguna causa aparente, sin ningún aviso que Villagra pudiera interpretar de antemano. ¿Qué hace que algunos pacientes saludables sufran un cuadro grave y otros no? Ese es uno de los misterios del SARS-CoV-2 que, luego de un año, aún no tiene respuesta.
Hilda, su novia, se había quedado sola en casa, angustiada. Le contaría después a Villagra que, cuando la ambulancia se lo llevó para la clínica, un pánico poderoso la invadió: temía que fuera la última vez que se vieran.
Quizás el virus se encarnizó con Villagra porque, al trabajar cada semana con enfermos de COVID, su carga viral fue mayor de lo usual. “Puede ser, no lo sé”, dice, en nuestra segunda charla telefónica. “Hay de todo, el virus tiene una forma de comportarse muy aleatoria”. Luego de un mes de salir de la clínica (y de atravesar un largo síndrome post-covid), Villagra, que acababa de cumplir 30 años, se reincorporó en octubre al trabajo en el hospital Piñero.
El panorama era totalmente distinto; desde ese hospital parecía que el ojo de la tormenta ya había pasado (sin embargo, el pico máximo nacional de 2020 fue el 21 de octubre, con 18.326 casos, antes de que la curva comenzara a caer).
“Cuando yo me fui, la sala COVID estaba llena”, dice, “pero cuando volví, quedaban solo cuatro o cinco pacientes”. En los quince días que siguieron, las otras dos salas COVID —situadas en el primer piso del hospital y divididas en habitaciones con dos camas— se cerraron y regresaron a ser lo que habían sido: espacios de clínica médica y de traumatología. Hacia noviembre se contaban alrededor de 9.000 casos diarios, en tendencia a la baja: el virus parecía estar en retirada y a Villagra, que contaba con anticuerpos naturales luego de haberlo padecido, ya no le quedaba mucho más que hacer ahí, en el primer piso.
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Volvió entonces al área en la que trabajaba antes de la pandemia: el shock room de la guardia de ingreso. Es el primer acceso que hay en el hospital: un área crítica atendida por un equipo de 14 médicos guerreros. Al shock room —que tiene un desfibrilador, una máquina de vía aérea para intubar a los pacientes, y camas con respirador y monitor multiparamétrico (para controlar presión arterial, frecuencia respiratoria, y frecuencia y ritmo cardíaco)— llega gente con, por ejemplo, un paro cardiorrespiratorio, un accidente cerebrovascular, los huesos partidos por un choque de automóviles o una bala entre las costillas.
Como el hospital está situado en el barrio de Flores, cerca de la villa 1-11-14, el shock room a veces se convierte en la extensión de un territorio de disputa entre pandillas, o entre delincuentes y policías. Por eso, Hilda, la novia de Villagra, se preocupa. Él no, o no tanto. Él eligió estar ahí para ganar experiencia durante algún tiempo: es un desafío personal.
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“Es cierto que ese ambiente es demasiado estresante”, sigue Villagra. “Se hace una evaluación inicial de los pacientes que entran y a veces hay que dormirlos y conectarlos a un respirador para empezar a ver, recién ahí, qué es lo que está pasando. Son pacientes que uno no conoce y pueden llegar inconscientes. Es un trabajo muy distinto al de la sala COVID, donde podés leer una historia clínica”.
Entre noviembre y febrero, los casos del shock room eran similares a los de un tiempo sin coronavirus: accidentes, infartos, lo que ya dijimos.
Villagra fue vacunado en enero, un mes de calma. Pero en marzo, con la segunda ola, todo empeoró. Fue de una semana a otra. Un crecimiento geométrico. “Hoy la mayoría de los casos que entran al shock room son COVID hasta que se demuestre lo contrario”, explica Villagra. Por eso hay dos shock rooms: uno es para COVID y tiene dos camas; el otro tiene tres camas.
Cualquier paciente que ingresa a la guardia pasa primero por lo que los emergentólogos llaman“shock room covid”. Ahí usan pruebas rápidas de coronavirus (que dan resultados en 30 minutos) y corroboran con el test —ya muy conocido— de PCR. No siempre el aire te puede faltar por covid; puede haber otras cosas como bacterias, edemas y coágulos.
“Es complejo”, sigue Villagra, “apenas escuchamos que la ambulancia está llegando o que las puertas se abren, nos tenemos que cambiar con los elementos de protección personal para COVID”. Ya nos había contado sobre esa ropa en julio; ahora dice que no cambió: un barbijo N-95 y otro más, desechable, sobre ese; una máscara de protección ocular, dos pares de guantes, una cofia, botas estériles de tela, un camisolín y un ambo con fluido repelente. “Lo riesgoso no es ponérselo, porque en ese momento está limpio, sino sacárselo”.
Cada día en la guardia es un nuevo encuentro con el virus. Sin piedad, sin concesiones: el virus aparece como un rival poderoso que demuestra su enemistad.
El domingo pasado, 18 de julio, por ejemplo, en el shock room el trabajo fue intenso desde la mañana. Pero Villagra recuerda, más que nada, a una anciana de 91 años. Su familia le pidió a él que, si las primeras medidas no funcionaban, no la intubara. Que simplemente la dejara ir. La familia entendía que lo demás era casi como ensañarse con el cuerpo de la anciana, arrugado y afectado por el coronavirus. Y Villagra sabía que a una mujer de 91 años como ella la intubación no le iba a traer ningún beneficio. Pero al final, quién lo hubiera dicho, la anciana sobrevivió con el oxígeno que Villagra y sus colegas le suministraron durante un buen rato.
Luego llegó desde la sala de internación de COVID un paciente que había empezado a desaturar oxígeno y a toser sin parar. En la sala no podían controlarlo; le pidieron a Villagra que lo bajara al shock room. “Creí que bajaba para ser intubado”, dice él, “aunque pudimos optimizarlo y ponerle oxígeno con presión más alta, y no hubo necesidad de intubarlo. Pero es un paciente que probablemente en la próxima guardia sea intubado porque su situación estaba complicada. Y era un pibe… Tenía 36 años”.
Y así se pasa el tiempo en el shock room, con rostros nuevos y muecas de asfixia repetidas, día tras día.
Cuando Villagra llega a casa —un departamento de dos ambientes que alquila a pocas cuadras del hospital— se recuesta al lado de Hilda. Apoya una mano sobre su vientre, percibe lo que hay para percibir. Es su momento de relajación luego de esas batallas biológicas desiguales. Hilda está embarazada. Es la primera vez para los dos y Villagra, que de pronto ahora se vuelve un poco tímido, acepta con pocas palabras que no es consciente del cambio que viene. “Mi vida sigue bastante agitada por ahora”, dice. “Pero cada día caigo un poco más, ¿no? Es loco…”.
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