Este contenido contó con participación de lectores de RED/ACCIÓN
El domingo 5 de julio fue un día complicado. Ricardo Villagra, un médico de 29 años, llegó a las 8 de la mañana al hospital Piñero, donde trabaja, para hacerse cargo de una sala de internación repleta de pacientes con coronavirus, como lo hace cada domingo. Pero esta vez, de los 16 pacientes que había en total, 10 necesitaban oxígeno y 3 se encontraban en problemas graves.
A un hombre de 69 años, Villagra le dio un medicamento para bajar la fiebre, le suministró oxígeno y lo cambió de posición en la cama, y así logró que recuperara el aire; y con otro –que hacía mucho esfuerzo por respirar– no le quedó más opción que enviarlo a terapia intensiva.
La última era una anciana de 88 años que padecía obesidad, además de coronavirus, y que había llegado al hospital hacía solamente dos horas. Villagra estaba en la oficina, escribiendo la historia clínica de ella, cuando lo llamaron los enfermeros: la anciana respiraba muy mal y echaba secreciones en la vía aérea que le habían colocado.
Villagra volvió junto a ella e intentó ayudarla con un succionador. Pero no funcionó. La mujer fue de mal en peor, sin aire, sin remedio. El paro cardíaco fue inapelable: Villagra le hizo masajes de compresión en el pecho y dos enfermeros lo ayudaron, pero no hubo chance de nada. Ya nadie puede saber qué número de víctima fatal de COVID-19 habrá sido esa mujer, si acaso importe.
“No es habitual que un paciente con COVID-19 se descompense de un momento a otro”, me dice Villagra al día siguiente, cuando hablamos por tercera vez por teléfono. “Pero en la medicina dos más dos no es cuatro”.
En sus guardias ya han fallecido algunas otras personas y él, de a poco, se va acostumbrando: como médico a veces no puede evitarlo, pero sí puede acompañar a alguien para que esto sea una experiencia menos traumática. Aunque en su estadística personal poca gente ha muerto, la pandemia no permite bajar la guardia: un amigo de su novia, que era un chico de 30 años, murió hace pocos días. “Lo que más me amarga es cuando fallece gente joven: este virus es bastante complicado”, me dice Villagra. “Además, ahí se mezclan los miedos de que le pase a uno”.
Suele hablar del asunto –de los miedos– con Hilda, su novia. Viven juntos en un departamento de dos ambientes en Flores, no muy lejos del hospital Piñero. Ella también es médica, es pediatra. Se conocieron hace dos años: Villagra trabajaba en una ambulancia y ella en la guardia de un sanatorio. El flechazo, la relación, la convivencia: todo fue muy rápido. Ahora los dos pasan los domingos fuera de casa; están de guardia, cada uno en su puesto de batalla.
“Ella está un poco más despreocupada que yo porque ve pacientes pediátricos y no es habitual que se compliquen; los que yo veo, sí”, dice él. Hablan bastante seguido de los riesgos y los miedos, es un tema importante y aparece antes de irse a dormir o en el almuerzo. “Pero bueno, uno ya había elegido ser médico antes de esto…”, sigue él.
Ayer, luego de las corridas durante el día en la guardia, vino la calma. Villagra se desocupó a la medianoche. Con los pacientes a salvo, se echó a dormir sin compañía en una habitación para dos.
A lo largo de 15 días estuvimos más o menos cerca de Villagra, asistiendo a la vida cotidiana de este médico que no es famoso ni ocupa un cargo jerárquico, pero lucha contra el virus SARS-CoV-2 en un hospital público de la ciudad de Buenos Aires en el que hace guardias dos veces por semana, 24 horas cada vez. Cuando entra, lo perdemos de vista por un buen rato: no puede salir hasta que termina su jornada. El coronavirus es tan infeccioso que impone este enclaustramiento.
En la sala de aislamiento hay tres áreas. Verde, amarilla y roja. Para ir a la roja, Villagra me cuenta que debe colocarse un barbijo N-95 y otro más, desechable, sobre ese; una máscara de protección ocular, dos pares de guantes, una cofia, botas estériles de tela, un camisolín y un ambo con fluido repelente. “La primera vez que te ponés todo eso te llenás de dudas”, me dice.
Villagra ya está envuelto en esta armadura de friselina quirúrgica, y ahora recorre las camas. Hace un rato revisó la historia clínica de cada persona, y cuando tomó la guardia el médico saliente le contó el panorama. Aunque los pacientes se controlan a sí mismos la temperatura, la saturación de oxígeno y la frecuencia cardíaca –y luego los enfermeros pasan a anotar esos registros–, Villagra quiere confirmar esa información que luego le servirá para ordenar estudios de laboratorio, placas y tomografías.
Cuando entra a verlos el ambiente es extraño, como de burbuja: los encuentra aburridos, prendidos a sus teléfonos o leyendo uno de los libros que los médicos les han traído. Algunos otros están ansiosos, o angustiados. A veces hay familias enteras internadas. “Es difícil estar ahí adentro”, me dice Villagra. “Hablo con ellos para que sepan que hay un médico. Aunque tenga que entrar tapado y no me conozcan la cara, me presento… y a la vez lo hago rápido porque tengo que reducir el tiempo de contacto”.
Después de la recorrida, Villagra vuelve al sector para los médicos y llega el momento de desvestirse. Es lo peor: ahí está el verdadero riesgo de tocar con un manotazo al virus. Hay carteles con instrucciones pegados en las paredes. Primero te sacás un par de guantes y presionás con el codo un dispensador de alcohol para limpiarte los otros guantes, que aún llevás puestos. Después, el camisolín, dándolo vuelta mientras te lo vas sacando, y lo desechás en un cesto de basura. Alcohol de nuevo. Las botas. Te quitás los últimos guantes y otra vez te ponés alcohol, directo en las manos. Y entonces te retirás la máscara, tomándola desde atrás, y la dejás en un cubículo que después será desinfectado. A continuación, la cofia. El primer barbijo. Luego un lavado de manos con jabón, de un minuto. Entonces retirás con cuidado el barbijo N-95, que no es descartable, y lo guardás en un sobre de papel. Y, al final, un segundo lavado de manos con jabón.
El Hospital General de Agudos Parmenio T. Piñero, situado en el barrio de Flores y cerca de la villa 1-11-14, tiene un índice alto de casos de coronavirus. En el primer piso hay tres salas para COVID-19, divididas en habitaciones con dos camas (antes correspondían a clínica médica y a traumatología).
En total, en cada sala hay 18 camas en las que esperan pacientes con una enfermedad de nivel moderado –o sea, que ya está dañando los pulmones–; y también otros que están ahí porque su enfermedad es leve, pero por diabetes, un tumor, VIH u otras causas (“comorbilidades”), podrían llegar a evolucionar mal. A veces, el coronavirus se vuelve poderoso adentro del cuerpo y una persona tiene que ser derivada a terapia intensiva: allí puede estar hasta 30 días (o más) en lo que los médicos llaman “ARM” –asistencia respiratoria mecánica– mientras el tejido de los pulmones se regenera.
La primera vez que hablamos, Villagra me cuenta sobre una paciente de 32 años que comenzó a quedarse sin aire. “Con oxígeno suplementario levantaba la saturación a 99%, que es ideal”, me explica. “Cuando le hice la tomografía de tórax, pensé que iba a tener un pulmón dañado, pero no… estaba sano y me llamó la atención… Todavía no sé exactamente a qué atribuirlo”. Cosas como ésta, extrañas, se ven cada día en la guardia: el virus aún es un enigma.
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En la Argentina hay un total de 172.502 médicos, según datos del Observatorio Federal de Recursos Humanos en Salud del Ministerio de Salud de la Nación (de 2016). El promedio es de 3,96 profesionales cada mil habitantes. Pero en la ciudad de Buenos Aires es de 13,12. Villagra es uno de ellos. Sobre él conocían poco nuestros lectores y miembros cuando lanzamos una invitación en redes sociales para que sumaran sus preguntas. Sólo sabían que trabajaba en un hospital público con pacientes de COVID-19.
Responde Villagra: “Pienso que hay gente que no es totalmente anticuarentena y plantea cosas razonables para no detener toda la industria. Pero quienes están en contra, lo hacen desde el desconocimiento y desde la suerte de que no hayan contraído la enfermedad. Yo les contaría mi experiencia cotidiana con pacientes que terminan mal o intubados. Obviamente, hay que hacer cuarentena”.
- María Maratea: ¿Cómo se curan los que se curan? ¿Con qué medicaciones? ¿Con qué terapia?
Villagra: Para el SARS-CoV-2 no hay un medicamento. En los pacientes que progresan a infecciones pulmonares, muchas veces hay un proceso bacteriano. Se pone antibióticos: un tratamiento para neumonías bacterianas. Una complicación muy habitual es la coagulación de la sangre en trombos, y para eso se da anticoagulantes. Siempre se está probando medicación.
- Lorena Tcach Lufrano: ¿Puede un testeo rápido dar un falso negativo?
Villagra: Sí. El testeo rápido se hace con una muestra de sangre y se usa más en personal de salud. Lo que importa es el ojo clínico: si hay síntomas y da negativo, además del test rápido hacemos el hisopado. La medicina no es una ciencia exacta. Toma herramientas de la ciencia, pero las aplica a una persona.
- Cecilia Lede: ¿Qué pasa con las personas jóvenes inmunodeficientes? ¿Resisten?
Villagra: Los pacientes inmunocomprometidos son una población muy extensa. Los que tienen diabetes no están progresando bien. Los que vi con VIH cursaron enfermedades como todos los demás. Cualquier enfermedad infecciosa, en general, es más nociva en una persona inmunodeficiente.
- Julián Berenguel: Teniendo en cuenta que todavía no hay una vacuna, ¿qué significa concretamente que un paciente esté recuperado y qué pasa si esa persona vuelve a tener contacto con el virus? ¿Se puede volver a contagiar?
Villagra: Que esté curado sería que haya erradicado el patógeno de su cuerpo. O sea, un hisopado negativo. Si esa persona se curó pero vuelve a exponerse, hay muchas chances de que se recontagie. Pero esto todavía está en estudio.
Villagra se crió en la zona del kilómetro 29 de González Catán, hijo de un colectivero de la línea 378 y de la administradora de una clínica odontológica. Tiene dos hermanas y dos hermanos; él es el mayor. Es albino. Y eligió la carrera de Medicina porque, dice, cuando uno viene de una familia obrera no ve muchas otras opciones si quiere ser un profesional.
Se mudó entonces a la ciudad de Buenos Aires, a Flores, y llegó al Piñero, el hospital es su barrio, porque en el cuarto año de la facultad lo eligió para su residencia. Cuando se recibió, logró emplearse ahí. Ahora además está preparando su especialidad –cardiología–, en otro hospital donde también trabaja, el Santojanni. Juan Cruz Díaz Beltrán, el médico del Piñero que se hace cargo de la guardia cuando el turno de Villagra termina, dice de él: “Es un tipo meticuloso y cálido con los pacientes. Los mira a todos y le presta atención a todos los detalles hasta el último minuto. Que te entreguen la guardia bien completa es muy importante, y es un gesto de respeto hacia el colega. Trabajar con Villagra es espectacular”.
Así pasan los días, y al volver a casa toca la guitarra. Tiene varias: una Washburn-335, una Fender Stratocaster, una criolla de Antigua Casa Núñez y una cigar-box guitar. Jazz, blues, funk, los viernes asiste a clase por Facebook Messenger. Pero la pandemia siempre está ahí. Es un nubarrón que truena cada vez más seguido.
—¿Cómo se siente ser un médico en estos momentos?
—¡Se siente como que querés encerrarte en tu casa…! Se ven cosas... Yo estoy excedido de peso y, en mi experiencia personal, muchos pacientes con exceso de peso y sin otros factores de riesgo progresan mal. Uno de 34 años terminó intubado: ver esas cosas no es gratuito. Da miedo, no es un miedo que te paraliza, pero cuando estás en tu casa y te relajás y pensás, te das cuenta de que sí, de que te podés morir… Parece que la carga viral es mayor si te infectás por sobreexposición. Pero, por otro lado, esto va a quedar en la historia. Lo hablábamos con un colega el otro día: no hubo tantas pestes en el mundo y esta va a ser una de esas históricas.
Fue la segunda vez que hablamos. En su voz se mezclaba la incertidumbre y la fascinación, el vértigo y la resignación, la frialdad, la esperanza. Sólo otro médico podría comprenderlo realmente. “Si llegamos a poder contarlo, va a ser muy loco”, me dijo Villagra al final. “Haber estado ahí, en la primera línea…”.
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