El deseo de la revolución
Tomás Abraham
Tusquets
Uno (mi comentario)
No existe una correspondencia directa entre las ideas filosóficas y los acontecimientos que le son contemporáneos. Pero hay resonancias: “el pensamiento de los filósofos no circula a diez metros sobre el nivel del mar”, advierte Tomás Abraham en El deseo de Revolución, un libro dedicado a establecer un diálogo entre la historia reciente de Francia y la de su pensamiento filosófico, y sobre todo a rastrear la preeminencia de ese deseo más allá de las decepciones y los supuestos anacronismos. (…)
La búsqueda de Abraham se inicia con la Resistencia, el período ideológico del ideal revolucionario, para continuar con el vacío abierto tras la Independencia de Argelia y el desplazamiento del pensamiento sartreano por la revolución teórica encabezada por Roland Barthes, Louis Althusser y Michel Foucault. Convertida la ideología en una noción en desuso, la revolución en esta etapa se enuncia, advierte Abraham, “con el rigor del concepto”. Mayo ‘68 y su propuesta libertaria inauguran un nuevo corte histórico y conceptual: el estallido juvenil cambia el modo de entender a la Revolución, su lenguaje y sujetos.
El libro concluye finalmente con las reminiscencias posmaoístas de los setenta, pasando antes por las resonancias de algunas de esas discusiones en la Argentina, y más específicamente, en el pensamiento de David Viñas, Juan Carlos Portantiero y León Rozitchner, entre otros.
Dedicado a Sartre, a quien define como “sinónimo de cigarrillo negro, de literatura y de revolución”, el libro de Tomás Abraham reconstruye así las grandes discusiones intelectuales en torno a ese deseo, y pone de manifiesto el modo en el que éste fue motor de la historia. En ese sentido, su lectura nos revela una distancia. Lejos de negar los hechos que pusieron en cuestión a los proyectos emancipatorios, el libro muestra el contraste con nuestro presente, un presente sombrío en el que palabras como deseo y revolución son, sobre todo, parte del glosario neoliberal.
Dos (la selección)
La palabra revolución insiste. Como decía Kant de la revolución francesa: no se mide por sus éxitos o sus fracasos, es una virtualidad permanente. La revolución es un acto sublime, despierta entusiasmo. Es un deseo, y como tal, no tiene fecha de vencimiento. La ilusión sí es una entidad perecedera. Un deseo que insiste a pesar de la decepción, crea un problema que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio de placer con el principio de realidad. Por eso este libro es una paradoja, pretende trazar el obituario de una insistencia deseante (...) Las filosofías no tienen identidad nacional, no perpetúan una esencia ni expresan a su pueblo. Hay filósofos singulares. Las tradiciones pueden dar un tono, pero nunca monocorde. Cada filósofo da un salto en un vacío, si no fuera así ni siquiera podría ser nombrable y menos recordado. Pero la falta de identidad no impide una repetición. En la filosofía francesa contemporánea hay un deseo de revolución. Y si la identidad se recibe, si, por otra parte, la voluntad se genera, el deseo insiste.
Tres
Sartre. Un minuto de silencio. Pertenezco a una generación que se educó con Sartre y que por él eligió su vocación. Despertó a una juventud que quiso escribir como él, y vivir una vida como la suya. Se inventó el existencialismo. Una de las últimas modas que ofreció la filosofía, la más importante, guiada por la acción de un escritor. Desde una forma de vestirse, un modo de fumar, la sexualidad, un estado anímico, la vivencia de la soledad, un vocabulario, estas y otras reseñas caricaturales, se hicieron universales (...) Sartre creó una forma de pensar que produjo efectos en la psiquiatría, en la política, además de la literatura y la filosofía. Fue el filósofo más popular en vida de la historia. Lo fue gracias a su teatro, a sus novelas, en una época en que estos dos géneros dominaban el ocio de la gente. Era el mundo sin pantalla, salvo el cine. He visto gente agolpada a la entrada de librerías del Barrio Latino, empujándose para hojear o robar sus libros. Ese mundo ya no existe. Pero la historia no es un réquiem, un calendario de feriados en homenaje a los muertos. Lo que sí podemos preguntarnos es por qué Sartre está vivo. Averiguar las razones de su retorno. Porque volvió.
Cuatro
Una curva temporal marca la diferencia entre una Francia derrotada y otra que debe ceder ante una guerra cruenta en Argelia para dejar en manos de los norafricanos la independencia de su país. Son dos derrotas de Francia, la primera infligida al país orgulloso de su tradición republicana heredada de los valores de la Ilustración y la Revolución francesa, y la otra señalando el irreversible desmembramiento del Imperio francés. Lo curioso es que esta doble derrota fue ungida como una doble victoria gracias a la megalomanía tan eficaz como necesaria del general De Gaulle (...) La tremenda guerra de liberación de los argelinos, la violación de los derechos humanos de los franceses, las torturas y por otra parte, la resistencia de militantes anticolonialistas en Francia que muchas veces desde la clandestinidad denunciaron la acción de los militares franceses, se solidarizaron y fueron apoyo para los combatientes argelinos; todo eso fue sepultado por el gesto del gran general que se hizo acreedor de la gesta patriótica de sus ex colonizados. Así como en la posguerra en Francia la izquierda vivió un momento de euforia al identificarse con los resistentes entre los que se contaban muchos comunistas, y soñó con procesos revolucionarios que en poco tiempo se canalizarían y fosilizarían de acuerdo a con los tiempos de las grandes potencias en el nuevo mundo bipolar, esta vez la misma izquierda se había quedado sin armas, sin consignas y sin ideales (...) El Partido Comunista fue considerado traidor a la causa argelina ya que contemporizaba con los intereses colonialistas si así le convenía a la estrategia de la URSS. En este contexto, las ideas revolucionarias quedaron huérfanas de causas y de masas, y una nueva aurora filosófica se presentaba en el horizonte. Sus semillas germinaban en el campo literario y en los aportes de la fonología, es decir, en el espacio de la lengua. Se inician los años del “saber”.
Cinco
Cuando Foucault en Las palabras y las cosas anuncia el programa teórico para la constitución de una ‘ciencia general de los signos’ no hace más que nombrar la pretensión cultural de la nueva generación de filósofos. Se trata de adscribirse al valor de la Ciencia, pero no de la ciencia en el sentido positivista sino una ciencia revolucionaria, un conocimiento que sea disruptivo, subversivo, con los conceptos adecuados para la tarea. Este deseo de revolución no será político ni ideológico sino teórico, configurará nuevas problemáticas, inventará un vocabulario, y tendrá nuevos objetos de pensamiento. De las disciplinas invitadas a este ágape epistemológico, la principal es el psicoanálisis lacaniano. Porque es en sus seminarios, a los que asisten casi todos los que escribirán los principales textos de la década, en donde se habla de subversión del sujeto, del campo de la palabra, de la lógica del significante, de la falta y de la carencia. La insistencia en el detalle, la mirada sobre la superficie, el rescate de lo insignificante, la idea de que lo importante aparece por distracción son recursos del psicoanálisis aplicados al análisis del discurso. ‘Discurso’; otra palabra que abrirá nuevos surcos, junto a letra, a texto, a escritura, a signo. La revolución que quedó huérfana de historia, de referente político, hasta de masas, reaparece en la teoría por la vía de la discontinuidad. Revolución es ruptura, corte, salto, barre con el mito del progreso, de la evolución, de la continuidad.
Seis
Así llegamos a la palabra que embrujaría a las nuevas huestes de la Universidad: Poder. Detrás de cada palabra, de cada acto, de cada autoridad, el tema del poder era nuclear. ¿En qué se originaba? ¿Quién lo ejercía? ¿Cómo se legitimaba? ¿Qué finalidad perseguía? Este cuestionamiento no podía responderse con el manual del marxismo leninismo. La revuelta estudiantil confirmaba que los intelectuales marxistas y sus aparatos una vez más estaban a contracorriente de los cambios radicales. La URSS había traicionado los ideales de la Revolución y la clase obrera francesa estaba domesticada por una burocracia que transaba con el poder. Mayo del 68 se originó en los espacios en los que se impartía el saber: la Universidad. El tono libertario que tuvo en sus comienzos enfocó su protesta en el modo en el que se ejercía y distribuía el poder y la transmisión de conocimiento. Por lo tanto, el corolario estaba a la vista, lo que había que discutir era la relación entre saber y poder.
Siete
Ser de izquierda era pertenecer a una ideología que reivindicaban los postulados marxistas sobre la lucha de clases, y que combatía al sistema capitalista y al imperialismo, sin por eso pertenecer al partido político de la revolución proletaria. ¿Por que no se afiliaban al partido? Para no perder la posibilidad de la crítica, para no ceder en el uso de la libertad. ¿Para qué querían conservar ese uso? Para que no se les impusiera qué pensar, qué condenar y qué aprobar sobre el curso del mundo y de la historia. A esa actitud se la denunciaba por su carácter pequeñoburgués, lo que quiere decir individualista, egoísta y en abierta complicidad de hecho con la clase dominante (...) Los intelectuales tenían así el problema y el conflicto de la representación. No representaban a nadie, a nadie más que a ellos mismos. Y no sólo eso, sino que inevitablemente estaban en una situación artificial, falsa, por lo que no eran más que una conciencia libre que podían inflarse sin límite hasta convertirse en conciencia universal, una especie de espíritu absoluto que en nombre de una verdad llamada libertad, legislaba sobre el mundo. (...) Ese era el problema de Sartre, y también, en nuestro país, de Abelardo Castillo, entre otros (...) Había dos diferencias entre Francia y la Argentina. Una era que los intelectuales argentinos leían a los franceses, sin reciprocidad, salvo a los tres mosqueteros que gozaban del privilegio de la traducción: Borges, Sábato, Cortázar, aunque ninguno de los tres podía ser catalogado de intelectual de izquierda. La otra diferencia, de corte centrípeto, era que mientras en Francia el órgano político que representaba a la clase obrera era el Partido Comunista, en nuestro país ese lugar era ocupado por el peronismo. Lo que significaba algo bien concreto, y era que los obreros de carne y hueso, no en cuanto fantasmas invocados, siempre que podían votaban a su partido o su movimiento, y no reconocían ninguna otra representación. Por eso nuestros intelectuales debieron con el tiempo decidirse sobre su relación con el peronismo, a pesar de que tampoco faltaron quienes se dedicaron a romper lanzas con el Partido Comunista argentino.
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