El desafío de combatir el coronavirus es más importante que el nacionalismo- RED/ACCIÓN

El desafío de combatir el coronavirus es más importante que el nacionalismo

 Una iniciativa de Dircoms + INFOMEDIA

En tiempos de crisis mundial, apelar al nacionalismo es la forma de política interna más simple y primitiva, pero en los hechos no ayuda a resolver ningún problema: para eso es imprescindible una coordinación internacional eficaz.

Hace poco iba caminando por Nueva York, tras visitar a una persona internada en el Bellevue Hospital de Manhattan, cuando me sacó de mis pensamientos un hombre blanco de mediana edad que le gritó a un anciano chino: «¡Vete de mi país, chino de mierda!». El anciano se quedó atónito; lo mismo yo, hasta que me repuse y respondí a los gritos (apelando a la riqueza expresiva de mi inglés australiano nativo) «¡Vete a tomar por culo y déjalo en paz, blanco racista de mierda!».

El tránsito de peatones se detuvo. En eso un joven blanco de pelo oscuro se abalanzó sobre mí. Ajeno al pugilismo por instinto y por formación, me preparé para lo que venía. Pero el joven se detuvo a unos centímetros y me dijo: «Gracias por defenderlo. Combatí en Irak para eso: para que personas como él puedan ser libres».

Dejando a un lado la complicada historia de la guerra de Irak, la COVID-19 es un claro recordatorio de que las pandemias globales, como el cambio climático, no respetan fronteras políticas. Es probable que lo que pasó con el virus en China en enero y febrero se repita en buena parte del mundo en marzo y abril.

Habrá variaciones en la cantidad de infecciones, según imponderables como la temperatura, la relativa solidez de los sistemas sanitarios de detección y tratamiento, y los diferentes niveles de resiliencia financiera y económica. De modo que es momento para prepararnos inteligentemente para esas contingencias, no de sucumbir a un pánico irracional, y mucho menos ceder a estereotipos racistas.

Este virus nos recuerda una vez más que ninguna persona o país es una isla separada del resto. Pero hasta ahora, la respuesta popular al brote a incluido un grado de racismo apenas encubierto que a menudo la dirigencia política no ha sabido controlar. En autobuses, trenes y calles de todo el mundo, muchos asiáticos, especialmente chinos, han sufrido maltratos como el que presencié. Ahora que el virus golpea Italia, ¿será el turno de los italianos?

Asombra ver la falta general de solidaridad, empatía y compasión hacia el pueblo chino, en particular los que están en Wuhan, que han soportado estoicamente un infierno en vida. ¿Qué sucedería (qué sucederá) en Manhattan, Londres, Sydney, Toronto, Berlín, París o Delhi en las mismas circunstancias? La indiferencia al sufrimiento ajeno no nos ayudará a organizar una respuesta mundial eficaz a lo que evidentemente es una crisis global.

A Estados Unidos no le costaba nada contactarse con la dirigencia china al principio de la crisis para proponer la creación de un comité conjunto de alto nivel para el combate al coronavirus, reforzando el gesto con una clara expresión pública de solidaridad humana por encima de cuestiones políticas. Pero en vez de eso, el gobierno estadounidense publicó declaraciones contra el autoritario sistema político chino y exhortó a los inversores y gerentes de cadenas de suministro estadounidenses a buscar refugio en Estados Unidos.

Es verdad que Estados Unidos y China llevan tres años de conflicto estratégico, y que en cuanto la crisis inmediata termine, continuará la hostilidad política habitual. Pero ahora mismo, la beligerancia no es una política: es sólo una actitud, y no ayuda a resolver el problema.

Felizmente, ya hay en marcha bajo la superficie iniciativas de colaboración profesional e institucional. Más allá de los defectos que pueda tener la Organización Mundial de la Salud, es el instrumento formal de gobernanza global en lo referido a pandemias. Los que cuestionaron al director general de la OMS Tedros Adhanom Ghebreyesus por la presunta ineficacia del organismo que dirige harían bien en estudiar los estatutos internacionales que determinan sus poderes. La OMS sólo puede emitir notificaciones sobre el avance internacional del virus, dar asesoramiento clínico y técnico a los gobiernos nacionales respecto de cómo enfrentarlo y ofrecer evaluación y priorización de pacientes (triaje) de emergencia allí donde no haya una infraestructura sanitaria (esta última función podría ser necesaria si el virus llegara a las regiones más pobres del mundo, como ocurrió entre 2013 y 2016 con la crisis del ébola en África occidental).

La OMS también está limitada por una marcada pérdida de financiación. En su ataque al «globalismo», la derecha se toma el recorte de fondos a las instituciones humanitarias de Naciones Unidas como un logro, un poderoso símbolo de victoria sobre los «zurditos».

Pero desfinanciar instituciones esenciales debilita su eficacia; basta pensar en el Programa de Alimentos para el Mundo, UNICEF y el ACNUR, que están haciendo malabares para cumplir su misión con pocos fondos. La OMS, por su parte, se ha vuelto dependiente de aportes de entidades de beneficencia como la Fundación Gates y de donaciones voluntarias. En tanto, en plena crisis actual, la administración Trump propuso reducir el aporte básico del gobierno estadounidense a la OMS de los 123 millones de dólares actuales a sólo 58 millones el año entrante.

Además de la OMS, debemos agradecer a los Centros de Control y Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos y a su red de instituciones hermanas en todo el mundo (incluida China). Los profesionales sanitarios de estas organizaciones se han sobrepuesto a la toxicidad del entorno político y colaboran para analizar el virus, anticipar posibles mutaciones y crear una vacuna. También hay que agradecer a empresas médicas, farmacéuticas y de otras industrias en todo el mundo (incluido Estados Unidos) que calladamente vienen proveyendo a China mascarillas, guantes, batas, respiradores y otros suministros esenciales.

A pesar de estos esfuerzos, hoy hay en todo el mundo una evidente crisis de incertidumbre (derivada en parte de la pérdida de confianza en las dirigencias nacionales e internacionales). Esto se evidencia en el pánico de la población y en el aumento de volatilidad de los mercados financieros. ¿Por qué Estados Unidos no convoca a una reunión de emergencia de los ministros de salud y finanzas y jefes de gobierno del G20? No hace falta que sea en persona; puede ser una reunión virtual, en conjunto con la ONU y la OMS.

De tal modo sería posible generar en poco tiempo un marco de políticas concertado (y compromisos financieros creíbles) para responder a la pandemia en desarrollo. El G20 representa a veinte de las economías más grandes del mundo (y a muchos de los países con más de cien casos de COVID-19) y es el organismo más indicado para elaborar una estrategia financiera y económica que evite una recesión global.

La confianza global sólo se recuperará cuando la opinión pública y los mercados vean una acción colectiva de los gobiernos para responder a la crisis. Es lo que sucedió en abril de 2009, cuando la cumbre del G20 en Londres detuvo el pánico creado por la crisis financiera de 2008, sentó bases para la coordinación y creó un marco político y fiscal para la posterior recuperación. Mientras no existan iniciativas multilaterales, los países seguirán actuando por separado y eso demorará la recuperación.

En tiempos de crisis mundial, apelar al nacionalismo es la forma de política interna más simple y primitiva, pero en los hechos no ayuda a resolver ningún problema: para eso es imprescindible una coordinación internacional eficaz.

Kevin Rudd, ex primer ministro de Australia, es presidente del Asia Society Policy Institute en Nueva York.

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