Numerosas actividades se vieron interpeladas por la transformación digital en los últimos 20 años. Basta pensar en la música o el cine, en las agencias de turismo o los medios de comunicación. Éstas y otras industrias llegaron a un punto de inflexión, forzadas por una dialéctica de tener que “adaptarse o morir”. Para salir adelante, tomaron el tiempo necesario para formular un planeamiento estratégico, definir sus objetivos, reconocer etapas de implementación, comprometer inversiones, desarrollar acciones formativas, empoderar a líderes y promover el cambio cultural entre sus empleados y consumidores.
No estaría sucediendo lo mismo con la actividad educativa. El coronavirus irrumpió con todo y trastocó por completo su agenda. Miles de docentes se han visto obligados a transformarse súbitamente en educadores digitales de tiempo completo. Y sus líderes, en gestores improvisados de crisis.
Es evidente que no se trata de una transformación previsible ni mucho menos deseada. Aunque a algunos les pese, las instituciones educativas no estaban amenazadas por un riesgo cierto e inminente de obsolescencia. La cuarentena obligó a directivos de escuelas, institutos y universidades a iniciar una cambio radical, sin planeamiento previo, sin inversiones acordes ni formación anticipada, y sin conciencia acabada sobre el cambio cultural que semejante esfuerzo supone.
En este marco, docentes y directivos ensayan malabarismos para sostener el statu quo, un estadio imposible de alcanzar cuando todas las actividades estaban originalmente pensadas para la presencialidad. Ahora deben adaptarlas y encontrar nuevos cronogramas y horarios para cumplir con la formación comprometida. Quienes conducen una clase deben empeñar el presente en desarrollar propuestas sincrónicas y asincrónicas, en pedir devoluciones puntuales a los alumnos y dar devolución oportuna, lo cual exige, a la vez, ser hábiles con la tecnología.
La experiencia de reconversión puede ser motivante, pero también muy frustrante. O una mezcla de ambas. La virtualidad, en general, tiende a potenciar los anonimatos y la educación virtual no es la excepción. No es sencillo establecer vínculo emocional con 40 alumnos al mismo tiempo y entender claramente quién comprendió y quién no. Mucho menos con cámaras o audios apagados por fuerza de las limitaciones tecnológicas, o con una audiencia que enmudece por la sola fuerza del cambio de paradigma. Esta limitante se sufre especialmente en los niveles iniciales de formación.
La preparación de cada clase tiende a ser, por lo tanto, más demandante que lo habitual. Los docentes y directivos están sobrecargados no sólo por esta circunstancia. Ellos también cuidan a sus propios padres, acompañan a sus hijos y resuelven tareas domésticas a la par de su labor como educadores. La tarea es ciclópea, los esfuerzos y el tiempo no parecen bastar. Por más esfuerzo de organización que se proponga, no hay manera de evitar cierta improvisación, palabra poco feliz si las hay para describir una actividad profesional, aun cuando de la improvisación pueden surgir no pocas obras de arte .
Las crisis emocionales están a la orden del día en las escuelas y universidades. Días atrás un rector de una escuela privada compartía conmigo los resultados de un sondeo realizado entre sus docentes. Más de la mitad definió su situación emocional en términos de “angustia”, “estrés”, “desborde”, “agotamiento”, “miedo” o “incertidumbre”. Además, el 80% de reconoció que la adaptación a la virtualidad le está suponiendo un ritmo de trabajo intenso, sino excesivo.
Si esto ocurre en comunidades con recursos, ¿qué debemos imaginar para aquellas que no cuentan con insumos ni capacidades necesarios (ni en sus estructuras o aptitudes institucionales, ni en sus familias) y aun así se empeñan para dar continuidad a su tarea educativa? Entre diversos especialistas sobrevuela el temor de que esta particular revolución educativa amplifique la grieta existente entre los sistemas más favorecidos y los más relegados.
En esta sinfonía de improvisaciones que transcurren detrás de escena aparecen los padres, quienes también padecen las incomodidades de esta transformación. Algunos ya no saben qué hacer para ayudar a sus hijos en la adaptación escolar, otros carecen de tiempo, aptitudes o tecnología para responder a las demandas que se generan desde las escuelas. La crisis económica afecta su bolsillo y su situación emocional. En medio de la ansiedad e inquietud generalizadas, sobreabundan las quejas: “Que las tareas son muy complejas, o muy simples; que sus hijos están ociosos, o muy ocupados; que se los deja muy solos, o que se sienten excesivamente controlados; que se avanza muy rápido, o muy despacio”. Es posible que muchas de sus quejas tengan asidero.
La inmediatez nos reclama una actitud agradecida y generosa. Cualquier logro, grande o chico, bien merece ser reconocido y celebrado, aún en sus limitaciones. La paciencia y comprensión debe estar a la orden del día entre directivos, docentes, alumnos y padres. En definitiva, poco importarán los miedos, ansiedades y dificultades registradas detrás de bambalinas, si la obra transcurre luego con suficiente brillo y familiaridad. No debemos olvidar que, en esta obra, los protagonistas son nuestros hijos y alumnos y que a ellos les debemos nuestro mayor esfuerzo.
Santiago Bellomo es doctor en Filosofía de la Universidad de Navarra y profesor de la Universidad Austral.