El estudio de una pequeña parte de los 121 gramos de muestras traídas del asteroide Bennu por la misión OSIRIS-REx de la NASA ha permitido realizar un descubrimiento tan sorprendente como inesperado. Muchos de los fragmentos recuperados de la cubierta del asteroide contienen minerales que denotan el pasado acuoso del mundo del que procede.
Concretamente, el trabajo de investigación que ve ahora la luz, liderado por el investigador principal de la misión Dante S. Laureta y por Harold Connolly, demuestra la presencia de fosfatos y otros minerales de alteración acuosa extendida en las rocas recuperadas.
Embriones planetarios bien hidratados
Los primeros tiempos del sistema solar estuvieron marcados por el crecimiento de los llamados planetesimales a partir de los materiales que condensaron alrededor del Sol hace unos 4 565 millones de años.
La colisión entre esos primeros bloques llevó a la formación de cientos de embriones planetarios, algunos de los cuales estaban hidratados y dieron lugar a cuerpos planetarios ricos en agua.
Sin embargo, la inmensa mayoría de esos embriones planetarios fueron destruidos en colosales impactos que acabaron en la formación de los cuatro planetas rocosos de nuestro sistema solar. Quizás unos pocos fuesen afortunados de ubicarse en rincones menos expuestos a grandes impactos, como podría ser el caso del mayor asteroide del sistema solar, Ceres. De hecho, ese gran asteroide contiene más agua que nuestro propio planeta y es un futuro objetivo astrobiológico.
Las muestras de Bennu contienen fosfato de magnesio y sodio, lo que supuso una sorpresa para el equipo de investigación, porque no se identificó en base a los datos de teledetección recopilados por OSIRIS-REx. Este tipo de minerales pueden encontrarse en la corteza oceánica de la Tierra y son característicos de mundos oceánicos. Por ello, su presencia en las rocas traídas de Bennu apunta a que este pequeño asteroide podría haberse escindido de un mundo oceánico primitivo, desaparecido hace mucho tiempo.
De hecho, un estudio reciente sobre la dinámica orbital de Bennu y también del asteroide Ryugu apunta a que ambos asteroides, cuyas muestran han retornado las misiones OSIRIS-REx y Hayabusa 2 respectivamente, deben provenir de una extensa familia asociada al asteroide 142 Polana, de unos 55 km de diámetro.
Estos agrupamientos de múltiples objetos, probablemente producidos por la fragmentación catastrófica de un cuerpo progenitor más grande, suelen darse en determinadas regiones del cinturón principal de asteroides, ubicado entre Marte y Júpiter. Las familias de asteroides no son sino la evidencia palpable de que los cuerpos mayores han sido destruidos por colosales impactos a lo largo de los eones.
Esos asteroides remanentes, cuerpos muy oscuros que reflejan menos de un 5 % de la luz que reciben del Sol, vienen a dar cuenta de las caídas de los meteoritos conocidos como condritas carbonáceas, algunas de las cuales están hidratadas. Por eso su detección temprana supone todo un reto para los programas de búsqueda de asteroides.
De hecho, no olvidemos que Bennu es uno de los asteroides estudiados por el programa SENTRY de la NASA por sus futuros encuentros próximos con la Tierra a finales del próximo siglo, aunque su evolución dinámica no supone ningún riesgo a corto plazo.
La relevancia de las misiones de retorno de muestras
No cabe duda que el material recuperado por la sonda OSIRIS-REx resulta clave para desentrañar los primeros procesos de hidratación de los primeros mundos formados en el sistema solar. Pero posiblemente también aporte pistas sobre las propiedades catalizadores de compuestos orgánicos que los minerales prístinos que forman estas rocas pudieron aportar para que surgiera la vida en la Tierra.
Pero además, los análisis de las rocas recuperadas de la superficie del asteroide Bennu nos recuerdan la relevancia de desarrollar este tipo de misiones de retorno de muestras, sin esperar a que lleguen por sí solas a nuestro planeta. Sobre todo porque algunos de los minerales que contienen podrían no sobrevivir al tránsito de millones de años que debería cubrir la roca en el espacio hasta alcanzar nuestro planeta, ni tampoco a la ablación y deceleración que sufriría esa roca en la atmósfera terrestre, que le haría perder la mayor parte de su masa inicial.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.