Actualmente tiene el menor tamaño desde 1988, pero la descontrolada producción de una sustancia química utilizada en la industria de la construcción china amenaza la frágil recuperación. Se necesita un nuevo compromiso global.
Los titulares de los últimos meses se parecen a un thriller ecológico internacional.
En el Observatorio Mauna Loa, ubicado en lo alto de un volcán hawaiano, los investigadores están midiendo inusuales niveles de CFC-11 (clorofluorocarbono) en la atmósfera. Las mediciones desconciertan a la comunidad científica: el CFC-11, un potente gas que hace disminuir la cantidad de ozono, ha sido cuidadosamente monitoreado desde su prohibición luego del Protocolo de Montreal de 1987. Pero las mediciones están siendo rápidamente confirmadas por estaciones de observación ubicadas en Groenlandia, Samoa Americana y la Antártida. Las pruebas dan cuenta de una producción ilegal de esta substancia química prohibida, lo que amenaza la frágil recuperación de la capa de ozono de la Tierra que nos protege de los rayos UV. Pero la identidad de este supervillano ambiental sigue siendo un misterio.
Hubo luego un progreso. Haciendo retroceder modelos climáticos globales, un equipo de científicos de Boulder, Colorado, rastreó la fuente del CFC-11 hasta el este asiático. La pista fue recogida por la Agencia de Investigación Ambiental (EIA según su sigla en inglés), una pequeña organización activista con sede en una cafetería de Islington, Londres. La EIA despachó investigadores a China y descubrió una descontrolada producción ilegal del gas para la espuma de aislación utilizada en la industria de la construcción china. “Este es un crimen ambiental a gran escala” dijo Clare Perry, el líder de la campaña sobre el clima de la EIA.
Mientras ocurría todo esto, científicos y diplomáticos de todo el mundo se dieron cita en Viena para una reunión del grupo de trabajo de Naciones Unidas sobre el Protocolo de Montreal. El popular informe de la EIA figuró en las primeras líneas de la agenda. Pero ¿puede la comunidad internacional unirse una vez más para proteger la capa de ozono y salvar al “tratado ambiental más exitoso del mundo”?
Un modelo de cooperación
La última vez que el agujero de ozono ocupó la primera plana el presidente Ronald Reagan todavía ocupaba el Salón Oval de La Casa Blanca. En 1985, científicos británicos anunciaron el descubrimiento de una espectacular merma en las concentraciones atmosféricas de ozono sobre la Antártida. El “agujero de ozono”, como se dio en llamar, era causado por substancias químicas devoradoras de ozono denominadas clorofluorocarbonos (CFCs), utilizados como refrigerantes en los aires acondicionados y como propulsores en los envases de spray en aerosol.
El descubrimiento conmovió a la opinión pública, en especial, por la preocupación frente al riesgo de padecer cáncer de piel, cataratas y quemaduras de sol vinculado a una mayor exposición a la radiación ultravioleta. En Australia y Nueva Zelanda, populares campañas propagandísticas que tenían como imagen central a una gaviota danzante alentaban a los bañistas a “¡Ponerse una camisa, embadurnarse con bronceador y encajarse un sombrero!”.
Si bien persistían muchas incertidumbres sobre la ciencia -que fueron vigorosamente explotadas por la industria química-, el presidente Reagan admitió el peligro planteado por el agujero de ozono y apoyó fuertemente las negociaciones internacionales tendientes a prohibir los CFCs, incluido el CFC-11. El 1° de enero de 1989, el Protocolo de Montreal sobre Substancias que Disminuyen la Capa de Ozono se convirtió en ley.
En su declaración firmante, Reagan proclamó al Protocolo de Montreal “un modelo de cooperación” y “un producto del reconocimiento y consenso internacional de que la disminución del ozono es un problema mundial”. Sigue siendo su logro ambiental más distintivo.
Un impacto duradero sobre el clima de la Tierra
Pasadas tres décadas desde Montreal, la capa de ozono da muestras de recuperación. En enero de 2018, un estudio de la NASA descubrió que el agujero de ozono tiene el menor tamaño desde 1988, el año que precedió a aquel cuando entró en vigencia el Protocolo de Montreal. De todos modos, la recuperación total demandará décadas. “Los CFCs tienen tiempos de vida de entre 50 y 100 años, y por ello es que siguen presentes en la atmósfera durante mucho tiempo” explicó la científica de la NASA Anne Douglass, una de las autoras del estudio. “Para pensar en la desaparición del agujero de ozono tenemos que irnos a 2060 o 2080” agregó.
Los CFCs son poderosos gases efecto invernadero, con más de 5.000 veces el potencial de calentamiento de un equivalente dióxido de carbono. Se estima que la prohibición de los CFCs y otras substancias químicas que reducen el ozono retrasó el calentamiento global rn alrededor de una década.
Pero estos logros se ven amenazados por las substancias químicas -que atrapan el calor y son amigables con el ozono- que han reemplazado en nuestros aires acondicionados y sistemas de aislación a los CFCs. La última enmienda al Protocolo de Montreal va a eliminar para 2028 el uso de esta nueva clase de productos químicos.
Algo aún más sorprendente es la compleja influencia del agujero de ozono en los océanos y atmósfera del planeta. La pérdida del ozono que absorbe los rayos de UV en la zona del Polo Sur modificó el patrón de los vientos en la zona de la Antártida. Vientos más fuertes que soplan sobre el océano sur arrastran más agua profunda hacia la superficie, en donde es “ventilada” en contacto con la atmósfera.
El agua de las profundidades de la Antártida es rica en carbono, lo que hace que absorba poco el dióxido de carbono atmosférico. Esto significa que el océano se ha vuelto menos eficaz para retirar el exceso de dióxido de la atmósfera, reduciendo su capacidad para compensar el calentamiento global.
Lecciones del mundo evitadas
El éxito del Protocolo de Montreal encierra lecciones para los esfuerzos que se hacen hoy para enfrentar el cambio climático provocado por el hombre. El fuerte liderazgo mostrado por Reagan y la por entonces primera ministra británica Margaret Thatcher, una calificada química, resultó algo crucial durante las negociaciones de este tratado. El protocolo comenzó modestamente y fue ideado para ser flexible de modo de que una mayor cantidad de substancias capaces de eliminar ozono pudieran ser erradicadas con futuras enmiendas. A los países en vías de desarrollo se les brindaron incentivos así como apoyo institucional para poder cumplir con sus metas.
Pero es posible que la lección más importante sea la necesidad de actuar, aún si la ciencia no es contundente todavía. “No necesitamos de una certeza absoluta para actuar” admitió Sean Davis, científico especialista en clima en la Administración Nacional Atmosférica y Oceánica de los Estados Unidos. “Cuando se firmó el Protocolo de Montreal estábamos menos seguros de los riesgos de los clorofluorocarbonos de lo que lo estamos hoy sobre los de las emisiones de gases efecto invernadero”.
Traducción por Silvia S. Simonetti
Shane Keating es conferencista senior en Matemática y Oceanografía de la Universidad de New South Wales en Australia.
Darryn Waugh es profesor de Ciencias Planetarias y Terrestres de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, Estados Unidos y recibe fondos de la NASA y la Fundación Nacional de Ciencia de Estados Unidos.