Eichmann en Jerusalén
Hannah Arendt
Lumen
Uno (mi comentario)
Mayormente ignorada por los filósofos por politóloga, por los cientistas políticos por filósofa y seguramente por ser mujer, hoy en día Hannah Arendt se mantiene en una situación de outsider de los círculos académicos. También su situación existencial es inclasificable: nacida en Alemania, discípula de Martin Heidegger y Karl Jaspers, debió exiliarse en los Estados Unidos por ser judía. No por ello dejó de cuestionar la creación del Estado de Israel; ya entonces preveía que la situación de los palestinos sería inviable. Lúcida como pocos, siempre se ubicó del lado de la verdad, por más dolorosa o disruptiva que fuere. “Escribo para entender” sostenía. Y así es: toda lectura de Arendt es un fascinante camino de esclarecimiento.
Con su inabarcable cultura filosófica y su dominio de varias lenguas, Arendt bucea permanentemente en la condición del mundo moderno y encuentra respuestas para preguntas que hoy parecen no tenerla. Hoy por hoy, al filo de sucesivas crisis de paradigmas, en un mundo que parece caminar hacia su propia destrucción, la obra de Arendt adquiere una vigencia particular. La atracción que ejerce hoy se asienta en varias razones. Como politóloga que era y motivada por su condición de judía alemana, Arendt dedicó su vida a desentrañar las relaciones de poder para explicarse cómo y por qué Alemania había llegado a producir el holocausto. No solo en los dos tomos de Los orígenes del totalitarismo, sino también en infinitos ensayos, dentro de los cuales Eichmann en Jerusalén ocupa un rol central. Aquí llega a la esencia de la pregunta rectora de toda su vida: ¿cómo fue que un pueblo, una lengua que dio a seres sobresalientes como Goethe, Marx, Freud o Einstein pudor cometer una aberración como la del holocausto? “El lenguaje se nos volvió loco”, solía decir.
Escrito como crónica del juicio a Eichmann y publicado en 1963 por la revista The New Yorker, los capítulos produjeron un escándalo de dimensiones inesperadas. Parecía que Arendt exculpaba a Eichmann, que lo hacía víctima de una maquinaria dentro de la cual él se había limitado a obedecer órdenes. Arendt cayó en desgracia no solo en la comunidad judía internacional, sino que perdió a amigos invalorables para ella. ¿Cuál fue el malentendido? La palabra banalidad que acompaña al título de la obra en alemán: la banalidad del mal. Para Arendt, una persona “banal” es la que no piensa por cuenta propia, la se somete a una estructura superior en la que pierde toda capacidad de medir las consecuencias de sus actos. No se trata de que los actos de Eichmann no fueran monstruosos ni que él fuera inocente. Pero esos actos no obedecían a una maldad esencial, una maldad demoníaca, como todo el mundo quería ver, sino porque esa banalidad consistía precisamente en ser un burócrata acrítico, un funcionario sumiso que jamás reflexionó sobre aquello que proponía la máquina de exterminio nazi.
Dos (la selección)
Quien diseñó esta sala de la recientemente construida Beth Ha'am, Casa del Pueblo, protegida, en ocasión del juicio, por altas vallas, vigilada desde el terrado hasta el sótano por policías armados hasta los dientes, y en cuyo patio frontal se alzaban las cabinas en que todos los asistentes eran minuciosamente cacheados, lo hizo siguiendo el modelo de una sala de teatro, con platea, foso para la orquesta, proscenio y escenario, así como puertas laterales para que los actores entraran e hicieran mutis. Evidentemente, esta sala de justicia es muy idónea para la celebración del juicio que David Ben Gurión, el primer ministro de Israel, planeó cuando dio la orden de que Eichmann fuera raptado en Argentina y trasladado a Jerusalén para ser juzgado por su intervención en «la Solución Final del problema judío». Y Ben Gurión, al que con justicia se llama «el arquitecto del Estado de Israel», fue el invisible director de escena en el juicio de Eichmann. No asistió a sesión alguna, pero en todo momento habló por boca de Gideon Hausner, el fiscal general, quien, en representación del gobierno, hizo cuanto pudo para obedecer al pie de la letra a su jefe.
Tres
El tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones como: «¿Cómo pudo ocurrir?», «¿Por qué ocurrió?», «¿Por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos?», «¿Por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes?», «¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?», «¿Hasta qué punto fueron también responsables los aliados?», «¿Cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción?», «¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?». La justicia dio importancia únicamente a aquel hombre que se encontraba en la cabina de cristal especialmente construida para protegerle, a aquel hombre de estatura media, delgado, de mediana edad, algo calvo, con dientes irregulares, y corto de vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente en conservar el dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que su impasibilidad quedaba alterada por un tic nervioso de los labios, adquirido posiblemente mucho antes de que se iniciara el juicio. El objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo.
Cuatro
La jactancia era el vicio que perdía a Eichmann. Eran pura fanfarronada las palabras que dijo a sus hombres en los últimos días de la guerra: «Saltaré dentro de mi tumba alegremente, porque el hecho de que tenga sobre mi conciencia la muerte de cinco millones de judíos [o «enemigos del Reich», como siempre aseguró haber dicho] me produce una extraordinaria satisfacción». No dio el salto, y si tenía algo sobre su conciencia, no eran asesinatos, sino, como resultó, el haber abofeteado, en una ocasión, al doctor Josef Löwenherz, jefe de la comunidad judía de Viena, que después se convirtió en uno de sus judíos favoritos. Cuando sucedió este hecho presentó sus excusas delante de su plana mayor, pero el incidente no dejó de preocuparle en momento alguno. Pretender atribuirse la muerte de cinco millones de judíos, aproximadamente el total de pérdidas sufridas a causa de los esfuerzos combinados de todas las oficinas y autoridades nazis, era absurdo, y él lo sabía perfectamente, pero siguió repitiendo la horrible frase ad nauseam a cualquiera que quisiera oírla, incluso doce años más tarde en Argentina, porque le causaba «una extraordinaria sensación de júbilo el pensar que hacía mutis de la escena en esta forma». (El ex Legationsrat Horts Grell, testigo de la defensa, que había conocido a Eichmann en Hungría, testificó que en su opinión Eichmann tan solo había alardeado.) Esto debió de haber sido evidente a todo aquel que le oyó proferir su absurda afirmación. Era una pura fanfarronada que pretendiera haber «inventado» el sistema del gueto o haber «concebido la idea» de enviar a todos los judíos europeos a Madagascar.
Cinco
El texto alemán del interrogatorio grabado por la policía, llevado a cabo del 29 de mayo de 1960 al 17 de enero de 1961, con todas sus páginas corregidas y aprobadas por Eichmann, constituye una verdadera mina de oro para un psicólogo, a condición de que entienda que en boca de Eichmann lo terrible ya no es siquiera macabro, sino cómico. Parte de esa comedia no puede ser traducida, porque radica en la heroica lucha de Eichmann con la lengua alemana, que invariablemente le derrota. Es cómico cuando habla, repetidas veces, con ampulosas frases hechas, clishés, slogans. Fue cómico cuando, en el curso del interrogatorio sobre los documentos Sassen, efectuado en alemán por el presidente del tribunal, utilizó la palabra “negativo” para decir que estaba en contra de los esfuerzos de Sassen de ponerles más pimienta a sus relatos. El juez no lo entendió y Eichmann no fue capaz de hallar otra manera de expresarlo. Confusamente consciente de un defecto que debió de vejarle incluso en la escuela —llegaba a constituir un caso moderado de afasia— se disculpó diciendo: «Mi único lenguaje es el burocrático [Amtssprache]». Pero la cuestión es que su lenguaje llegó a ser burocrático porque Eichmann era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera una frase hecha. (¿Fueron estos clichés lo que los psiquiatras consideraron tan «normal» y «ejemplar»? ¿Son estas las «ideas positivas» que un sacerdote desea para aquellos cuyas almas atiende? La mejor oportunidad para que Eichmann demostrara este lado positivo de su carácter, en Jerusalén, llegó cuando el joven oficial de policía encargado de su bienestar mental y psicológico le entregó Lolita para que se distrajera leyendo. Al cabo de dos días, Eichmann lo devolvió visiblemente indignado, diciendo: «Es un libro malsano por completo».) Sin duda, los jueces tenían razón cuando por último manifestaron al acusado que todo lo que había dicho eran «palabras hueras», pero se equivocaban al creer que la vacuidad estaba amañada, y que el acusado encubría otros pensamientos que, aun cuando horribles, no eran vacuos. Esta suposición parece refutada por la sorprendente contumacia con que Eichmann, a pesar de su memoria deficiente, repetía palabra por palabra las mismas frases hechas y los mismos clichés de su invención (cuando lograba construir una frase propia, la repetía hasta convertirla en un cliché) cada vez que refería algún incidente o acontecimiento importante para él. Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal.
Seis
(...) El caso de Eichmann es diferente al del criminal común, que solo puede ampararse eficazmente contra la realidad de un mundo no criminal entre los estrechos límites de su banda. Eichmann solo necesitaba recordar el pasado para sentirse seguro de que no mentía y de que no se estaba engañando a sí mismo, ya que él y el mundo en que vivió habían estado, en otro tiempo, en perfecta armonía. Y esa sociedad alemana de ochenta millones de personas había sido resguardada de la realidad y de las pruebas de los hechos exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que impregnaban ahora la mentalidad de Eichmann. Estas mentiras cambiaban de año en año, y con frecuencia eran contradictorias; por otra parte, no siempre fueron las mismas para las diversas ramas de la jerarquía del partido o del pueblo en general. Pero la práctica del autoengaño se extendió tanto, convirtiéndose casi en un requisito moral para sobrevivir, que incluso ahora, dieciocho años después de la caída del régimen nazi, cuando la mayor parte del contenido específico de sus mentiras ha sido olvidado, es difícil a veces dejar de creer que la mendacidad ha pasado a ser parte integral del carácter nacional alemán. Durante la guerra, la mentira más eficaz para todo el pueblo alemán fue el eslogan de «la batalla del destino del pueblo alemán» (der Schicksalskampf des deutschen Volkes), inventado por Hitler o por Goebbels, que facilitó el autoengaño en tres aspectos: primero, sugirió que la guerra no era una guerra; segundo, que la había originado el destino y no Alemania, y, tercero, que era una cuestión de vida o muerte para los alemanes, es decir, que debían aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados.
Siete
Evidentemente, no cabe la menor duda de que la personalidad del acusado y la naturaleza de sus actos, así como el proceso en sí mismo, plantearon problemas de carácter general que superan aquellos otros considerados en Jerusalén. En el epílogo, que deja de ser pura y simplemente un informe, he intentado abordarlos. No me sorprendería que hubiera quien considerase que no los he tratado con la debida profundidad, y con gusto entraría en la discusión del significado general de los hechos globalmente considerados, que tanta mayor profundidad tendría cuanto más se ciñera a los hechos concretos. También comprendo que el subtítulo de la presente obra puede dar lugar a una auténtica controversia, ya que cuando hablo de la banalidad del mal lo hago solamente a un nivel estrictamente objetivo, y me limito a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente. Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que «resultar un villano», al decir de Ricardo III. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y, en sí misma, tal diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolutamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía. Y fue precisamente esta falta de imaginación lo que le permitió, en el curso de varios meses, estar frente al judío alemán encargado de efectuar el interrogatorio policial en Jerusalén, y hablarle con el corazón en la mano, explicándole una y otra vez las razones por las que tan solo pudo alcanzar el grado de teniente coronel de las SS, y que ninguna culpa tenía él de no haber sido ascendido a superiores rangos. Teóricamente, Eichmann sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, y en sus declaraciones postreras ante el tribunal habló de «la nueva escala de valores prescrita por el gobierno [nazi]». No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común. No es en modo alguno común que un hombre, en el instante de enfrentarse con la muerte, y, además, en el patíbulo, tan solo sea capaz de pensar en las frases oídas en los entierros y funerales a los que en el curso de su vida asistió, y que estas «palabras aladas» pudieran velar totalmente la perspectiva de su propia muerte. En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el mismo.
Gabriela Massuh publicó La intemperie (Interzona, 2017 Adriana Hidalgo) también los ensayos Ex Argentina, Benjamin en América Latina o El trabajo por venir. le han seguido La omisión y Desmonte, ambas publicadas por Adriana Hidalgo, que este año publicará su cuarta novela. También publicó El robo de Buenos Aires (2014) y Nací para ser breve (2017) biografía de María Elena Walsh.
En SIETE PÁRRAFOS, grandes lectores eligen un libro de no ficción, seleccionan seis párrafos, y escriben un breve comentario que encabeza la selección. Todos los martes podés recibir la newsletter, editada por Flor Ure, con los libros de la semana y novedades del mundo editorial.