El verano es ese momento en el que muchas personas muestran más su cuerpo, como si volvieran a presentarlo en sociedad. Dados los cánones de belleza poco realistas con los que vivimos, esta exposición del cuerpo despierta consigo cierta sensación de inseguridad.
Como resultado en primavera, aparece la loca carrera para “llegar al verano”. Pero no muere ahí. Después, la consigna es “bajar los kilitos que nos subimos en las fiestas”. Y en todo momento, ahí están esas supuestas soluciones mágicas: las famosas dietas restrictivas. Dietas con efecto de shock, concentradas en poco tiempo y que prometen resultados milagrosos.
Aunque son comunes e inofensivas a simple vista, son cada vez más criticadas por médicos, especialistas en nutrición, psiquiatras, endocrinólogos, etc., que aseguran que no son buenas para la salud física ni mental. Pero, además, la evidencia científica es cada vez más contundente: ese tipo de dietas no funcionan.
¿De dónde vienen las dietas restrictivas?
Para ser más claros, nos referimos a las dietas restrictivas en calorías o en ciertos nutrientes que se usan para bajar de peso por fines estéticos. No estamos hablando de personas que por algún motivo de salud tienen que incorporar ciertas restricciones en su alimentación.
Para empezar, las dietas restrictivas son más viejas que la escarapela. El primer libro conocido con un régimen “milagroso” data del siglo XVI. Con los años, las recetas mágicas cambiaron sucesivas veces: en el siglo XIX, el poeta inglés Lord Byron popularizó una dieta basada en vinagre; mientras que el escritor Henry James optaba por masticar centenares de veces un mismo bocado. Más tarde, en los años 50, se volvió masivamente popular consumir únicamente sopa de repollo durante una semana completa.
Hoy tenemos la dieta keto, que propone comer casi exclusivamente grasa y proteína; la dieta paleo, que se limita a los alimentos que comían los humanos hace unos 10.000 años, antes de que surgiera la agricultura; están las dietas bajas en carbohidratos, las bajísimas en calorías en general, o las bajísimas en grasas. Las dietas que se alinean con el ciclo de la luna, y otras que proponen ingerir sólo líquidos, o comer un solo alimento de forma repetitiva.
Dietas mágicas con las que intentar burlar al cuerpo
Las dietas restrictivas siempre fueron populares, y la razón es muy simple: las personas adoramos creer en las recetas mágicas, y en los atajos para lograr las cosas. Pero nuestro cuerpo no es tan fácil de engañar como se cree.
Harry Campos Cervera, psiquiatra y psicoanalista de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), se refiere a este tipo de regímenes como las fantasías de todas esas personas que quieren bajar de peso mágica y rápidamente, y no saben que la restricción produce la activación de un mecanismo en el cuerpo, que es el de ahorro de energía. “La hormona tiroidea T3, que produce un aumento del metabolismo, en el caso de las dietas restrictivas se vuelve T3 inverso y produce un ahorro de energía —explica Campos—, lo que es bastante dañino para los proyectos de bajar de peso. Por eso son muy comunes los cambios abruptos de peso, tanto para abajo como los famosos rebotes”.
Aquí, psicológicamente cuando alguien se plantea cumplir una dieta, y esta tiene que ver con un anhelo propio, en el centro se desarrolla un estímulo de recompensa, y con él se produce una sensación de bienestar y muchos cambios inmunológicos y químicos muy benéficos. Por contra, “las frustraciones sucesivas son negativas sobre todo desde el punto de vista de los neurotransmisores, porque producen una suerte de estrés crónico, afectan a factores inmunológicos y se hacen más propensas las enfermedades”, concluye Campos.
Reducir peso sin renunciar al placer
Todo este concepto está construido sobre un gran pilar, que es la voluntad. Cumplir requiere de mucha disciplina y voluntad. De este modo, fallar, desviarse del camino, tiene consecuencias muy malas para nuestro bienestar psicológico.
Así lo explica Mara Fernández, psicóloga especialista en Trastornos de la Conducta Alimentaria. Según cuenta, “todas las personas necesitamos una cantidad de calorías, de nutrientes y sobre todo de placer, que es lo que nos mantiene vivos… y las dietas restrictivas ignoran ese último componente como esencial en nuestra vida”. De este modo, la persona percibe el déficit de placer y no puede sostener el tratamiento, por lo que entra en un círculo vicioso: restricción, prohibición, aumento del deseo, atracón, nueva dieta, nueva restricción, y un nuevo círculo del que no puede salir.
“Privar al cuerpo de un alimento puede causar episodios de depresión, aumentar la tristeza y la desmotivación, provocar síntomas de irritabilidad, ataques de agresividad o de ira, se incrementa la ansiedad e incluso podemos perder interés en cosas que disfrutábamos”, afirma Fernández, y añade que en estos casos, las relaciones sociales y sexuales se ven inhibidas y hasta se puede desarrollar un trastorno de la conducta alimentaria.
En 2019 una encuesta hecha por la UADE, la Universidad Argentina de la Empresa, reveló que casi la mitad de los argentinos consideraba que su peso actual era superior al ideal, y que un 11% del total de la población hacía una dieta con el objetivo de bajar de peso. Pero la cuestión está en cómo es esa dieta.
Las consecuencias negativas a tener en cuenta
Según Diana Miriam Kabbache, licenciada en Nutrición, profesora en la Universidad del Salvador (USAL) y la Universidad de Buenos Aires (UBA), y con experiencia como nutricionista de planta en el Hospital Ramos Mejía, “cada componente de lo que comemos, o va a formar parte de nuestro organismo, o lo desechamos porque sobra, nuestro cuerpo se defiende y lo elimina. Pero tampoco hay salud si no se disfruta de la comida”.
En esta línea, Kabbache se refiere a la variedad de nutrientes en una dieta. Tiene que haber carbohidratos, grasas, aceites, vitaminas, minerales. Sin esa variedad se pueden producir carencias, lo que puede tener consecuencias especialmente negativas, como es el deterioro del sistema inmunológico, porque en estos casos no se cuenta con la suficiente materia prima para responder a agresiones externas.
Sobre este tema, en 2020 un conjunto de académicos británicos publicaron en la revista The BMJ (British Medical Jorunal) un estudio que analizaba el efecto de 14 dietas populares sobre la población y su efectividad a la hora de bajar de peso. Encontró que, después de seis meses, no solo no habían sido efectivas en lograr una disminución sustancial de peso, sino que en algunos casos se había desarrollado cierta propensión a enfermedades cardiovasculares.
Además, desde la Universidad de Harvard señalan que las dietas restrictivas pueden ser moderadamente efectivas en el corto plazo, pero que a la larga la mayoría de las personas tienden a recuperar ese peso, después de un par de meses. Y las razones por las que la mayoría de la gente no logra resultados sustanciales son varias: algunas personas simplemente no las cumplen a rajatabla; otras las abandonan después de un rato, porque son demasiado restrictivas y la comida “permitida“ no es lo suficientemente atractiva; y algunas hacen menos ejercicio físico cuando consumen menos calorías.
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¿Cómo surge el “efecto rebote“?
Por supuesto hay que sumar el famoso “efecto rebote“. Kabbache explica esta situación por la que en algunas ocasiones, cuando se priva extremadamente de energía y luego se la vuelve a ingerir porque uno se ha cansado, y hay un consumo libre de alimentos, la persona ve un aumento brusco de peso de un día para otro. “Eso frecuentemente ocurre a expensas de un balance positivo de agua y de energía que asusta. Uno se frustra, come de todo y sube un kilo. Pero no es un kilo de grasa. Es agua, y algo de balance positivo de energía”, explica Kabbache.
El problema aquí surge en aquellos casos cuando alguien comete el error de pesarse todos los días o varias veces al día y estar obsesionado con un gramo más, un gramo menos, etc. Eso, a veces, genera sensación de fracaso ante las fluctuaciones del peso. Sí que es importante tener un control fundamentalmente guiado por profesionales, pero no tan cotidiano, porque si no se transforma en una obsesión, y el resultado es negativo, contrario al que uno espera.
La clave, al parecer, está en la sostenibilidad. Se trata de desarrollar una alimentación que, aunque incorpore un cuidado de la salud, no deje de lado el disfrute. Que nos sea placentera y fácil de seguir.
No hay ninguna dieta que valga para todo el mundo
Además, no hay que olvidar que cada persona es única y tiene unos requerimientos únicos. De este modo cada tratamiento se adecua a una situación económica, familiar, social, a sus creencias, a su ritmo, su trabajo. Nada es universal. Si bien hay recomendaciones generales, por ejemplo las guías alimentarias para la población argentina, no existe una dieta para todo el mundo. Es importante que se sepa que la misma receta, la misma cantidad, no es la misma para todos los individuos.
Para mantener un estilo de vida saludable desde la alimentación lo mejor es la variedad y la elección de alimentos agradables, sabrosos y que den placer. Como explica Kabbache: “Hay que disfrutar de cada alimento y tomar conciencia de lo que se ingiere. Se pueden recomendar todos los alimentos, pero hay que contemplar la capacidad digestiva, la función intestinal, el balance de agua”.
Básicamente, no todo el mundo responde de la misma manera y no se pueden recomendar las mismas cantidades para todos ni las mismas recetas. Las formas de preparación también son muy importantes. “Las formas de alimentación que podemos explicar los nutricionistas son muy importantes para mantener ese buen estado de salud”, añade Kabbache.
Con una perspectiva como esta, muchos investigadores están encarando el tema de la alimentación saludable desde las neurociencias, analizando cómo se forjan y solidifican los hábitos alimenticios, y cómo se puede, de alguna forma “reentrenar“ nuestro cerebro en este sentido.
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¿Cómo me siento física y emocionalmente después de comer determinados alimentos?
En esta línea, según Fernández “gran parte pasa por desarrollar una mayor conciencia de lo que elegimos comer, cómo lo comemos y por qué”. Y añade que es muy importante “saber hasta dónde es un hambre emocional, un hambre física o un hambre hedónica. Definir hasta dónde esa comida nos está alimentando, o qué nos está queriendo decir”.
Pensar en cómo determinados tipos de comida nos hacen sentir sirve para que la mente comprenda qué recompensa nos puede dar un determinado tipo de alimento. En resumen, se trata de buscar ese equilibrio personal entre el imprescindible placer que es la comida en nuestras vidas y la necesidad de sentirnos bien con nosotros mismos.
Sobre esto, Campos sostiene que la mejor dieta es aquella que consigue hacer un cambio mental. Una conciencia alimentaria que implica saber que se come sano, que se puede comer todo lo que uno quiere pero en una cantidad razonable. Además, hay que combinar este cambio de mentalidad también con una conciencia de actividad física, porque no hay dieta que funcione con el sedentarismo.
“Cada año se presenta una moda que trae consigo una idea mágica, de bajada de peso espectacular. Y que la gente siente que baja 4 o 5 kilos, pero el tema está en el largo plazo. Y esto es otra cuestión muy importante a tener en cuenta: uno tiene que tratar de elaborar una imagen de sí que no sea de acá al verano, sino de acá a 5 o 10 años”, concluye Campos.
Y explica que poder sostener una imagen de uno modificada es la que va a poder ayudar a mantener las dietas que son en realidad racionales, de paciencia. Perder 250 o 300 gramos por semana es más que suficiente, ya que representa varios kilos al año, sobre todo tratándose de personas que no son hiperobesas.
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