El siglo XX fue escenario de grandes transformaciones. Una de ellas, quizá de las más paradigmáticas, fue el avance en la igualdad de género a nivel global. A lo largo de la historia, los varones dominaron la esfera pública. Sin prisa pero sin pausa, en los últimos cien años las mujeres se adentraron en espacios tradicionalmente masculinizados y redujeron su dedicación exclusiva a las tareas del hogar. Esta conquista de derechos no solo trajo implicancias positivas en su bienestar sino también para la sociedad, en tanto dieron lugar a un desarrollo más inclusivo.
El progreso es ubicuo, pero no absoluto ni homogéneo. El nivel educativo, el lugar de residencia o la etnicidad, entre otras características, dan lugar a disparidades de género que todavía persisten. Así, la tenencia de hijos/as surge como un determinante clave en el sostenimiento de las brechas. Pese al avance, las madres aún se encuentran en una situación más desventajosa que los padres en términos de autonomía económica –entendida como la capacidad de generar y hacer uso de recursos propios–, y en comparación con la población sin hijos/as.
Las dinámicas dentro de los hogares juegan un papel fundamental para explicar estas brechas. Los padres de hoy, en promedio, se involucran más en el cuidado, la crianza y la enseñanza de sus hijos/as que los padres de décadas atrás. Sin embargo, su rol aún es secundario en las tareas domésticas comparado con el trabajo que asumen las madres. En este escenario, abordar las condiciones económicas, sociales y culturales detrás de estas desigualdades es crucial para apuntalar el derecho de los padres a cuidar de sus hijos/as, lo que a su vez puede disparar un efecto virtuoso en el bienestar social.
Por eso, en este día del padre cabe preguntarse qué implicancias conlleva la ma/paternidad en el goce de los derechos de mujeres y varones. Dadas las diferencias entre madres y padres, ¿qué políticas públicas pueden promover una mayor igualdad y garantizar el derecho de los padres a cuidar?
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La maternidad y la paternidad en el mercado laboral
La década de 1970 implicó un cambio en la tendencia de la participación laboral femenina en nuestro país, un eje crucial de la autonomía económica. Luego de décadas de estancamiento, cada vez más mujeres comenzaron a trabajar o buscar trabajo.
Dentro del universo de mujeres, las madres registran una tasa de participación laboral y de empleo que supera la de aquellas que no son madres. Asimismo, su tasa de desocupación es sensiblemente menor. Sin embargo, en la comparación por género surge un panorama distinto: las brechas son mucho mayores entre madres y padres que entre mujeres y varones sin hijos/as. Hoy, por cada 100 padres en edad activa que participan del mercado de trabajo, 66 madres lo hacen. En cambio, por cada 100 varones sin hijos/as, hay 82 mujeres laboralmente activas.
En esta clave, las mujeres aumentaron también su participación como sostén económico de las familias. Su rol exclusivo en el trabajo no remunerado progresivamente cedió lugar a un doble papel, que incluye también la generación de ingresos. En 2003, el 43% de los hogares contaba solo con un proveedor varón. Hoy esa cifra desciende a 29%. En cambio, la proporción de familias con una mujer como proveedora exclusiva creció del 25% al 32%, mientras que la porción de hogares con dos proveedores aumentó 10 puntos.
Sin embargo, los hogares con niños/as que tienen solo a una mujer como sostén económico se encuentran sobrerrepresentados en los sectores de bajos ingresos. Esto repercute no solo en las mujeres, sino también en sus familias, con fuertes implicancias para el desarrollo y las oportunidades de sus hijos/as.
Múltiples factores se encuentran detrás de esta situación. Dentro del mercado laboral, uno de ellos es la brecha de ingresos entre varones y mujeres como síntoma de las condiciones diferenciales en su inserción laboral. Si bien desde 2003 a la actualidad la brecha registra una tendencia decreciente, la disparidad ha sido más reducida y la caída más pronunciada en la población sin hijos/as. Hoy una madre gana, en promedio, 38% menos que un padre, mientras que una mujer sin hijos recibe ingresos 28% inferiores a los de un varón en la misma condición.
Esta “brecha salarial” se asocia a que ellas suelen ocuparse en sectores peor remunerados, ser minoría en puestos de decisión, desempeñarse en la informalidad y trabajar menos horas. Las condiciones más precarias de trabajo se refuerzan con la maternidad debido a la necesidad de tener que conciliar el trabajo remunerado con el no pago. En cambio, las condiciones laborales de los varones no se ven afectadas por la paternidad.
La brecha de ingresos, además, es mucho mayor si consideramos el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado. En 2013, el 89% de las mujeres realizaban estas tareas a diario en comparación con el 58% de los varones, y por el doble de horas: 6,4h vs. 3,4h respectivamente. Ante la convivencia con un/a niño/a pequeño/a, tanto la proporción de mujeres como la de varones que se ocupan de estas tareas se incrementa. No obstante, el aumento en la dedicación horaria es más notorio para las madres: ellas pasan a dedicar más de 9 horas por día, en comparación con las 4,5 horas que dedican los padres.
En suma, pese al avance en la igualdad económica de género, persisten múltiples desafíos para cerrar brechas, particularmente entre madres y padres en torno a las dinámicas de cuidado. Estas disparidades son una manifestación de la “revolución asimétrica”: el ingreso masivo de las mujeres en el mercado laboral no fue acompañado de un fenómeno inverso que involucrara a los padres de forma equivalente en la esfera doméstica. Así, se generó un “doble trabajo” para las mujeres, dentro y fuera del hogar.
Además, si bien los efectos negativos de la pandemia no distinguieron género, las mujeres, en especial aquellas con hijos/as, se retiraron en mayor medida del mercado de trabajo, mientras que se incrementó desproporcionadamente su tiempo dedicado al cuidado. No obstante, la pandemia también puso de relieve la importancia del cuidado para el sostenimiento de la vida, lo que abre una ventana de oportunidad para repensar su organización social.
Políticas públicas para una mayor igualdad entre madres y padres
Avanzar en una distribución más equitativa del trabajo no remunerado es vital. Por un lado, todas las personas tienen el derecho a cuidar y ser cuidadas, independientemente de su género. Hoy la capacidad de cuidar de las familias se encuentra supeditada a sus recursos. El Estado tiene un rol fundamental en garantizar las condiciones para un cuidado de calidad.
Por otro lado, mientras que las ideas tradicionales de masculinidad y feminidad van quedando obsoletas, es importante redefinir el lugar de varones y mujeres en la sociedad. La mayor participación de las mujeres en espacios previamente masculinizados debe ir acompañada por un mayor involucramiento de los varones en sectores feminizados como el cuidado. Esto puede traer aparejado múltiples efectos positivos. Fortalecer el rol de los padres en el cuidado de sus hijos/as contribuye tanto a su bienestar como al de los/as niños/as. Además, al reducir la porción de estas tareas que recae sobre las madres, ellas puedan contar con más tiempo disponible para dedicar a otras actividades. Por último, la cohesión social, entendida a partir de la fortaleza de los vínculos y la solidaridad dentro de una población, podría verse favorecida ante una distribución más equitativa del trabajo no remunerado.
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Los avances normativos deben ocurrir en varias dimensiones. En primer lugar, resulta imperativo avanzar en un sistema integral y federal de cuidados que reconozca el valor del trabajo doméstico y de cuidado, reduzca su carga, lo redistribuya tanto entre varones y mujeres como entre familias, Estado, mercado y comunidad, que promueva la representación colectiva de las personas que cuidan y que recompense adecuadamente a quienes realizan estas tareas.
Este sistema requiere tres pilares. Primero, tiempo para cuidar a través de un régimen de licencias por nacimiento o adopción universal, adaptable a las necesidades de las familias y que promueva la corresponsabilidad, aumentando los días de licencia por paternidad. Segundo, las familias deben contar con dinero para cuidar, el cual puede garantizarse a través del fortalecimiento del sistema de transferencias monetarias para los hogares con niños, niñas y adolescentes. Tercero, es necesario expandir la cobertura de espacios de crianza, enseñanza y cuidado de calidad y priorizar su funcionamiento seguro para promover la mayor presencialidad posible cuando las condiciones lo permitan. Así, estas políticas podrían traer aparejados retornos económicos positivos y una mayor equidad en la organización social del cuidado de manera simultánea.
En segundo lugar, se necesitan políticas y enfoques normativos que aceleren el cambio cultural. La plena implementación de la educación sexual integral es fundamental para deconstruir normas sociales que refuerzan y perpetúan las desigualdades entre varones y mujeres. Las políticas de cuidado, en especial cuando incentivan a que los varones asuman un rol más activo en el cuidado, también tienen un gran potencial en este sentido. En el marco de la pandemia, es relevante sensibilizar con el fin de mitigar el incremento desproporcionado que experimentaron las mujeres en su dedicación al trabajo no pago.
Una mayor igualdad de género no solo será beneficiosa para las mujeres. La cultura patriarcal muchas veces actúa en detrimento de los propios varones y de la sociedad en su conjunto, gracias a un concepto de masculinidad plagado de mandatos que también tiene un efecto perjudicial sobre ellos. Hay señales de que esa imagen predominante del varón proveedor está cambiando, pero los desafíos todavía abundan. Por este motivo, potenciar el rol de los padres en el cuidado, la crianza y la enseñanza de sus hijos/as es un paso esencial para promover un mayor bienestar.
*La autora es coordinadora y el autor analista del programa de Protección Social de CIPPEC.
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