En 2023 se celebran en nuestro país 40 años de democracia. Borges quizás diría que se trata de un homenaje exagerado al sistema decimal asociado a un abuso de la estadística. Esto último lo escribió en el prólogo de La moneda de hierro. En tiempos de corrección política, alguien podría sugerir la conveniencia de eliminar esa frase en las futuras ediciones de sus Obras completas. Fue el propio Borges quien se rectificó en otro escrito publicado en el diario Clarín, en diciembre de 1983. “El 30 de octubre de 1983 –dice Borges refiriéndose a esa frase- la democracia argentina me ha refutado espléndidamente”. Y sigue así: “Asistiremos, increíblemente, a un extraño espectáculo. El de un gobierno que condesciende al diálogo, que puede confesar que se ha equivocado, que prefiere la razón a la interjección, los argumentos a la mera amenaza. Habrá una oposición. Renacerá en esta república esa olvidada disciplina, la lógica”.
40 años en términos históricos europeos u orientales son un suspiro. Para los niveles de aceleración histórica de nuestro país, una eternidad. En ese lapso, la democracia argentina sobrevivió a períodos de hiperinflación, una sucesión de cinco presidentes en trece días, endeudamientos y déficits record. Lo que cabe celebrar, fundamentalmente, no es el aniversario redondo de un hito sino la resiliencia que expresa la continuidad. Una continuidad desafiada por movimientos sísmicos que, por un lado, prueban su fortaleza pero que, por otro, afectan sus pilares, su estabilidad.
Entre los objetivos liminares de Adepa figura la defensa de las instituciones democráticas. Nuestros padres fundadores entendieron que la libertad de expresión y de prensa son el predicado indispensable y, al mismo tiempo, el presupuesto fundamental de la democracia.
A lo largo de las décadas, la entidad invitó a sus actividades a representantes de los más diversos partidos políticos. Presidentes, gobernadores, ministros, legisladores, candidatos, miembros del oficialismo y la oposición. Esas reuniones no estaban desprovistas de cordialidad, basada en un respeto compartido por el diálogo, y tampoco de la tensión natural entre la política y el periodismo. El presidente Alfonsín, recordábamos en nuestra última reunión de fin de año, lo dijo claramente en una de nuestras asambleas: “Nada peor para un gobierno democrático que una prensa incondicional; nada peor para los periodistas que un presidente agradeciéndoles su complacencia”.
La ética de la derrota
Las tensiones entre prensa y gobernantes usualmente provienen de los desvíos de los carriles democráticos. Julio María Sanguinetti, otro de los invitados a un encuentro de Adepa como este, suele recordar una anécdota. Llamó por teléfono a Felipe González para levantarle el ánimo después de la ajustada derrota que sufrió su partido, transcurridos 14 años en el gobierno. “Hemos perdido y lo importante es la aceptación”, dijo González. La anécdota terminó resumida en una frase, elaborada a dos cabezas por González y Sanguinetti: “En la esencia de la democracia está la ética de la derrota”. Cuánto del deterioro democrático y de la mala relación entre gobernantes y periodistas está ligado a la falta de esa ética, de esa aceptación, traducida en obstinados intentos de perpetuación. Sobran los ejemplos notorios en nuestra región, empezando por los Castro, Chávez, Maduro, Ortega, y seguido por infinidad de proyectos personalistas que desmantelan, a veces de manera solapada y otras abiertamente, los mecanismos que promueven la alternancia.
Las actitudes reactivas frente a las reglas de juego hoy las vemos en países con una intensa y extendida gimnasia democrática. Es el caso del impactante asalto al Capitolio después del triunfo de Joe Biden.
En noviembre de 2016, durante la realización de la conferencia Digital Media Latam en Buenos Aires, coorganizada por Adepa, nos visitó Michael Golden, el entonces presidente de Wan Ifra (Asociación Mundial de Editores de Noticias) y vicepresidente del New York Times. Pocos días antes, contra lo que indicaban las encuestas y pronosticaban –y esperaban- los principales medios norteamericanos, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales. La primera lección de esa noche fue que el periodismo no supo detectar los síntomas, las señales de la irrupción de un fenómeno que cambiaría la vida institucional de los Estados Unidos. Trump eligió a la prensa, y particularmente a los dos grandes diarios norteamericanos, como su principal enemigo.
Algunos meses más tarde, me reencontré con Golden en su diario. “Ustedes necesitan un Trump”, me dijo, en broma, refiriéndose a la paradoja de que el presidente que derrumbó muchas de las tradiciones democráticas norteamericanas multiplicó las suscripciones del New York Times y de otros medios. Fue el factor que aceleró y consolidó, como ningún otro, la transformación digital y el cambio de modelo de negocios de la prensa de los Estados Unidos, marcando un rumbo para la industria de los medios a nivel global. Había un aspecto transaccional en el incremento del pago para acceder a información en momentos en que esta se cotizaba por los intentos de condicionarla o destruirla. Y también una cuota de convicción, por parte de un porcentaje relevante de la ciudadanía, en la necesidad de reequilibrar el sistema ante un avance autoritario, apoyando a quienes buscan echar luz sobre el poder. The Washington Post lo resume con un lema impreso cada día en su portada: “La democracia muere en la oscuridad”.
Consensos
Contar lo que el poder no quiere que se cuente es una definición de periodismo y también de la razón fundamental de sus conflictos con los gobernantes. Contar las cosas como son es otra posible definición de periodismo y también otro factor que genera las fricciones que sufre. Hay entre el periodismo y quienes ejercen -o buscan ejercer- el poder una disputa de sentido. Los intentos de simplificar lo complejo, imponer lo accesorio sobre lo principal, sustituir los argumentos por la descalificación personal o tergiversar la realidad –con enfoques sesgados o incluso impugnando la posibilidad de enfocarla-. Todos estos intentos chocan con el ejercicio del oficio periodístico. Los medios proponen una agenda de temas, apoyada en hechos verificados, para ensayar un debate ciudadano. Ese es el papel que deben jugar para que se active el diálogo democrático. Este se desdibuja cuando se deteriora el consenso sobre los temas de la agenda pública y el consenso sobre la veracidad de los hechos.
La dinámica del mundo digital conspira contra esos consensos, potenciando la fragmentación, la polarización, la incredulidad y la desinformación, generando un terreno fértil para la demagogia. Males que contaminan la convivencia cívica y que requieren un periodismo fuerte para combatirlos y restaurar la calidad de la conversación democrática.
La democracia no goza de buena salud en nuestra región. Se multiplican los signos de su debilitamiento o de la pérdida de esperanza sobre su recuperación. Es lo que ocurre en Cuba con seis largas décadas de autoritarismo. Con Venezuela y Nicaragua, convertidas en grandes maquinarias de opresión y de generación de exiliados. Los peruanos, con su sexto mandato presidencial en cuatro años, no logran salir de una extensa crisis política. En el verano de este año, vimos en los medios el ataque a los emblemáticos edificios de las principales instituciones de Brasil y multitudes frente a cuarteles militares reclamando un golpe.
El mayor desafío es identificar los procesos de regresión democrática en la que los movimientos son sigilosos, en los que cuesta detectar el punto de inflexión en el que la democracia se transforma en autocracia. Se trata de procesos en los que se remueven lenta, pero sostenidamente, las clavijas que sostienen la estructura institucional.
El mapa regional está teñido de incertidumbre y extravío. El centro político se encoge y se fracciona, los partidos son débiles o caducos y las posiciones extremas crecen. En muchos de nuestros países, las planicies necesarias para alcanzar consensos se han convertido en abismos, lo que entre nosotros llamamos grieta.
El periodismo es antigrieta en la medida en que impulsa el diálogo y la construcción de acuerdos para la definición de un camino común. Hoy el debate es acorralado, por un lado, por el fanatismo explícito y, por otro, por una corrección política que es una forma difusa de censura, una intolerancia disfrazada. Se recicla un viejo interrogante. ¿Debemos tolerar a los intolerantes? La democracia y la libertad corren el riesgo de resquebrajarse cuando se usan, con el objetivo de preservarlas, fórmulas propias de quienes las atacan. Prescripciones y prohibiciones. El debate es la mejor terapia para combatir la intolerancia. No tanto por la posibilidad de convencer a los intolerantes sino por la posibilidad de exponer la fragilidad de sus argumentos. Para eso, hay que tener claros, y saber esgrimir, los argumentos democráticos.
¿Cuán saludable es nuestra democracia en este contexto? La Argentina parece, por ahora, resistir mejor que otros países los vientos de la antipolítica que soplan con fuerza en buena parte del continente. Nuestro país hoy exhibe una coalición gobernante y a la principal coalición opositora conformadas por una combinación de los partidos políticos históricos con las fuerzas predominantes de las últimas dos décadas. Incluso, como algún analista ha señalado, las propuestas antisistema están contenidas dentro del menú electoral, reduciendo la posibilidad de un estallido sin liderazgos como los que experimentaron distintos países de la región y nosotros mismos en la crisis de 2001.
Ahora bien, el aniversario de nuestra democracia llega en una etapa en la que la independencia judicial está bajo ataque en nuestro país. En su discurso de cierre de campaña de 1983, Raúl Alfonsín concluyó recitando el preámbulo de nuestra Constitución, convirtiendo en una oración laica a esos postulados del gran acuerdo nacional. Hoy cabe recordar al primero de sus artículos. “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal”.
Esperanza sin optimismo
En la Argentina convivimos con un 100% de inflación, más de 40% de pobres y un 50% de nuestros jóvenes que no entiende lo que lee. Jóvenes, en definitiva, que representan el futuro del país pero que no piensan en él porque no pueden concebirlo. O que, por el contrario, piensan en él, pero proyectándolo muy lejos del lugar en el que viven.
¿Sólo hay lugar para el pesimismo? La prensa no puede caer en él. El periodismo cuenta lo que ocurre, opina sobre ello, impulsa a otros a hacer lo mismo para ensayar ese diálogo que toda democracia requiere. Santiago Kovadloff lo dijo de este modo en un encuentro de Adepa: “Un auténtico pesimista no se expresa, no se pronuncia. Simplemente calla y renuncia”. Quizás los editores y periodistas tampoco seamos necesariamente optimistas. El optimismo y el pesimismo, finalmente, son variantes de un fatalismo que prescinde de la acción y la voluntad. Parafraseando el título de un libro del crítico inglés Terry Eagleton, editores y periodistas tal vez somos esperanzados sin optimismo.
La esperanza requiere que forjemos ese futuro que anhelamos. Ese porvenir, al igual que una democracia fuerte, no es algo que nos sea dado. Es algo que, cada día, con mucho esfuerzo, debemos construir.
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