El 3 de septiembre de 2015, Susana Gutiérrez Barón, una mujer argentina de 62 años, vio en el diario la foto de Aylan Kurdi, el niño sirio ahogado en una playa de Turquía. Recordarán la imagen: un chiquito de dos años con una camiseta roja, recostado de cara contra la arena mojada. Es una imagen tan silenciosa que si no supiéramos que se ahogó, quizás no nos resultaría tan devastadora. Gutiérrez Barón era dueña de un estudio de pilates y vivía en un barrio cerrado de Pilar: su vida no podía estar más lejos de la tragedia de los sirios, que escapaban en multitud por la guerra que se había desatado en torno a Estado Islámico. Sin embargo, esa foto la impactó tanto que, al final, decidió entremezclar su historia con la de ellos.
“Yo ya venía siguiendo el tema y ese chiquito se parecía tanto a uno de mis nietos que me identifiqué y pensé: ‘¡Por Dios!’”, dice ahora. “Sentí que no nos podíamos quedar sin hacer nada”. Susana había aprendido de su madre y de su abuela la cualidad del altruismo: mientras hablamos, recuerda el día lejano en que se llevó a su casa a una familia de la calle –un padre y sus dos hijos– para que comieran. Es una mujer muy cristiana: fue catequista, se siente acompañada por la Virgen María. Y su marido, Patricio, fue cura. Y como cura estuvo a cargo de un hogar para niños en Beccar.
Eyad Jaabary, en cambio, es un hombre sirio de 30 años criado en Latakia, una ciudad de aires mediterráneos alejada del foco del conflicto. Pero no tanto. En septiembre de 2015, mientras la situación política empeoraba y la foto del niño Aylan Kurdi recorría el mundo, la madre de Eyad fallecía, enferma de cáncer. Ese fue el peor año de su vida, y él también vio la foto. “Fue como si se muriera la humanidad”, dice. De telón de fondo, estaba terminando una maestría en Lengua inglesa y temía que, tarde o temprano, le llegara una citación obligatoria a cumplir con un servicio militar que, en esas circunstancias, podía extenderse con condiciones durísimas hasta siete años. “No quería estar en una guerra en la que no creo”, dice.
Susana y Eyad comparten un café. No se veían desde hacía un mes. Es sábado, cae el sol, corren los niños. En la casa de la hija de ella, donde se reunieron para esta nota, todos los conocen como “Eddy”. La mesa es baja y de madera maciza. Eddy elige sentarse en un almohadón; Susana, en uno de los sofás. Ella y él parecen ahora una tía paqueta y un sobrino bohemio, pero en realidad son dos amigos inimaginables unidos por un gesto de generosidad profunda: en 2017, Susana y su marido lograron que Eddy obtuviera refugio en la Argentina.
Ocurrió en el marco del Programa Siria, un plan creado en 2014 por el gobierno argentino para traer al país a quienes huían del conflicto. Con el apoyo de la ONU, el Programa otorga visados humanitarios y está basado en un esquema de patrocinio comunitario en el que las personas llegan con el apoyo de un “patrocinador” o de una organización “requirente” que se compromete a acompañarlas en el proceso de integración y a financiar su comida, su ropa y sus necesidades. Los sirios deben estar anotados en el registro de ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) y luego se hace el trámite para que puedan venir. Es la comunidad ayudando a otra comunidad.
El modelo es canadiense: allí se han reasentado más de 300.000 refugiados desde 1979. Reino Unido, Irlanda y Nueva Zelanda también tienen este tipo de programas. En Latinoamérica, Argentina es el único país que lo hace. La Argentina ya ha recibido a 238 sirios (según la Comisión Nacional para los Refugiados y entre 2013 y 2017): ahora ellos son la comunidad más grande entre los refugiados, seguidos por los ucranianos (86) y los colombianos (18).
Desde su inicio, el Programa ha crecido y en 2018 se creó la Red Argentina de Apoyo al Patrocinio Comunitario de Personas Refugiadas. A fines de septiembre de 2019, en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el Estado argentino y Amnistía Internacional, con el apoyo de la ACNUR y de la OIM (Organización Internacional para las Migraciones), discutieron sobre el éxito del patrocinio comunitario en la Argentina.
“El Programa Siria tiene un potencial enorme de transformación del tejido social”, dice Mariana Fontoura Marques, la directora de Política y Justicia Internacional en Amnistía Internacional Argentina. “Cambia la manera en como ves al otro”.
En 2015, lo primero que hicieron Susana y su marido fue tomar contacto con Refugio Humanitario, una organización que estaba trabajando en una preselección de personas en Siria para traerlas a la Argentina. “En esos mismos días, me encontré con una de mis alumnas en mi estudio de pilates”, dice Susana, “que me contó que estaba con algo de refugiados y nos dimos cuenta de que era lo mismo. Ella ya se había hecho amiga de una chica siria, Nairouz. Y enseguida nos señalaron a Eddy como candidato”. Eddy, a más de 12.000 kilómetros, sólo podía decir entonces cuatro cosas de la Argentina: Messi, fútbol, tango y mate.
Siguieron seis meses de preparativos y comunicación por WhatsApp y, por fin, un escape de Siria en taxi y a toda velocidad hacia Líbano. Apenas con un bolso de mano y un visado humanitario argentino. “Fue complicado y peligroso”, dice Eddy. “Aunque todavía no estaba adentro del sistema del ejército, era como si tuviera un aviso de ‘Wanted’”.
Así llegó a Buenos Aires en junio de 2017 y pasó los siguientes nueve meses en la casa de Susana. Su rutina consistía en levantarse a las 8:30 de la mañana, aprender español en Internet, practicar con sus anfitriones (hoy su idioma es perfecto: “Yo no aprendí por talento, sino por necesidad”, dice), memorizar su número de DNI, dar clases de inglés a amigos de sus anfitriones y buscar trabajo como profesor de inglés en las escuelas.
En octubre de ese mismo año, Okba Aziza, otro refugiado sirio, fue invitado a vivir en la casa. “Yo tenía sospechas de que Eddy pudiera deprimirse”, dice Susana. “Primero, porque ya sabía que todos los sirios venían con mucha adrenalina, pero cuando llegaban acá se desarmaban y les daba el bajón. Y además Eddy estaba solo”.
Okba también era de Latakia; de hecho, vivía a una cuadra de la casa de Eddy. Pero no se conocieron sino hasta que se vieron en Pilar. “Fue mucho mejor porque los dos se hacían compañía; éramos como una familia”, sigue Susana. Luego, en abril de 2018, Eddy comenzó a dar clases de inglés en un colegio bilingüe y con ese salario alquiló un departamento y se mudó.
Ahora que logró hacer una nueva vida, describe a Susana como “un corazón, un alma, una mujer muy valiente y poderosa”. Dice que si se pone en su lugar, imagina que tener en casa a alguien de una cultura y de un mundo distinto debe ser una experiencia difícil. “Ella y su marido ni siquiera sabían cómo me veía yo cuando escucharon sobre mí a través de mi amiga Nairouz, pero igual quisieron ser mis patrocinadores”, dice.
“Bueno, se suponía que estabas investigado desde allá y desde acá…”, le responde ella. “Es que cuando tomo una decisión no tengo miedo. El miedo es tremendo y te frena más que cualquier otra cosa. Por eso cuando firmamos el patrocinio en Migraciones, nos abrazamos con mi marido en la vereda, felices”.
El plan de Eddy ahora es traer a Rami, su hermano. Pero Rami está apostado en una base en Damasco: cumple con su servicio militar, quién sabe hasta cuándo. ¿Volver a Siria? No está en sus planes. “Cuando tu país cambia tanto, ya no lo reconocés”, dice. “Quiero empezar todo de nuevo acá. En Argentina la gente te ayuda; no estás solo. Cuando tenés una casa, una comunidad que te recibe, donde podés sentirte en paz y pensar en lo que vas a hacer, ahí ves que tu país no es sólo aquel en el que nacés, sino también ese donde uno encuentra todo lo que necesita para vivir”.
Susana, ¿qué le dirías a alguien que está leyendo esta nota y que de repente quiere ser patrocinador?
Yo le diría que se tire de cabeza, obviamente. Pero reconozco que tengo mucha confianza en la vida y en la Virgen: cuando estás muerta de miedo y das un paso, hay un universo que te sostiene. También aprendí que hay que ver lo que el otro necesita, no lo que vos le querés dar. Muchas veces en el lugar de dar hay mucha omnipotencia y no se escucha al otro. Por eso de los dos lados se necesita apoyo psicológico. Pero si tenés ese cachito de coraje para dar un primer paso sin certezas, después aparece la red.