— ¿Qué es un regalo?
— Volver a mi casa. La libertad.
— ¿Qué es tener acceso?
— Uno puede tener acceso a la tele, al microondas. El acceso es poder.
— ¿Qué es un arma?
— Una herramienta de trabajo, como una lapicera.
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Como hay sol, los jóvenes del pabellón C deciden hacer el taller en el patio. Llevan la mesa de plástico y van acomodando las sillas. Sirven la gaseosa que trajeron Maia Grinspun y Gino Belsito, los referentes de la Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN) que llevan adelante el programa Probemos Hablando. Esta iniciativa, que lleva la cultura de la palabra y el diálogo al ámbito carcelario para resolver conflictos sin violencia, se implementa en el Complejo de Ezeiza y en Marcos Paz, ambas prisiones federales.
Los coordinadores del taller tratan de no preguntar a los jóvenes por qué llegaron ahí. Así es más fácil trabajar. De todos modos, entre las charlas, algunos cuentan el motivo por el cual están presos.
La mitad de estos jóvenes están procesados y la mitad condenados, y el promedio de las condenas suele ser de ocho años. Algunos tienen condenas cortas, pero se encuentran en este pabellón porque vienen de detenciones previas. Lo más habitual es que estén ahí por robo con arma de fuego, también hay quienes cometieron secuestros. Casi siempre delinquen con al menos un compañero.
Cuando me contaron sobre la iniciativa, me costaba creer que fomentando círculos de diálogo se podía romper con ciertas lógicas de la cultura carcelaria. ¿En un contexto de encierro qué tipo de conversaciones se pueden dar para reducir la tensión?
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Desde hace dos años, todos los lunes y jueves el equipo encargado del programa Probemos Hablando se reúne a las 9.30 en Rodríguez Peña 90, donde los espera una combi que los lleva a Marcos Paz. El lunes pasado me acerqué a la zona del Congreso para ser testigo de la jornada. Entre mate y galletitas recorremos los 55 kilómetros hasta la Unidad Residencial I del Complejo Federal para Jóvenes Adultos en Marcos Paz, donde hay 412 presos. Durante la hora y media del viaje, el equipo va planificando las actividades o piensa en disparadores que puedan ayudar en el taller. “¿Qué te parece este video?” “Primero podemos pasar la canción y después repartimos la letra? “¿Quién me acompaña para charlar sobre género?”
Llegamos a las 11.30 a la entrada del Complejo Penitenciario Federal II Marcos Paz y desde una cabina nos piden los documentos de identidad. Allí, se los quedan y nos entregan unas tarjetas verdes que en letras negras mayúscula dice “VISITANTE”. Luego se pasan por el scanner las bolsas con materiales para las actividades, galletitas y bebidas.
En la entrada del Complejo de Jóvenes Adultos nos espera el encargado de coordinación de programas de tratamiento, Julián Vásquez. Allí, los siete referentes de Probemos Hablando se dividen en tres grupos y cada uno va a un pabellón distinto. Acompaño a Maia y Gino al pabellón C, catalogado como de máxima seguridad.
Mientras esperamos para ingresar al pabellón, Alberto Volpi, integrante de la PPN comenta: “Pensamos que la pelea y violencia entre presos es un problema y el Estado es responsable de eso. No puede mirar para otro lado. Nosotros nos acercamos a hablar y se va generando un lazo afectivo que los hace sentir valorados. Para algunos pibes es una novedad. Primero, se van enganchando con una persona y después compran el programa”. Sigue: “Concebimos a la palabra como una herramienta de derecho. En este espacio no se juzga lo que se dice. Nosotros hacemos preguntas que abren nuevos disparadores. No tenemos la verdad de ningún tema. También es importante fomentar que entre ellos se conozcan más porque así se humanizan”.
Antes de entrar, Vásquez comenta que Martín (para preservar la identidad, los nombres de los detenidos son ficticios) quiere dialogar con los referentes y los espera a todos en un aula que está fuera del pabellón. Allí nos avisa que “los pibes no quieren salir al aula”. Prefieren participar dentro del pabellón, porque salir implica la requisa. Tras este aviso Maia, Gino, Martín y yo entramos al pabellón donde hay 11 jóvenes más de entre 18 y 20 años. Tras la puerta de rejas hay un pasillo largo, donde están las celdas individuales, un espacio común con paredes de hormigón, donde se ve una inscripción que dice “libertad” y un patio cuadrado con una soga que lo atraviesa, que se usan para colgar la ropa.
Nos saludamos, me presento y les cuento que voy a observar la dinámica. No quiero interrumpir su espacio. Sin embargo, a lo largo de las dos horas y media que compartimos una y otra vez me invitan a participar de su actividad. Probemos Hablando, nos involucra a todos los que estamos ahí.
Gino abre la charla planteando que la semana que viene van a tener un espacio de diálogo con el servicio penitenciario. Repasa una lista con temas que se habían planteado como problemas en algún encuentro anterior. Un tema que les preocupa, en general, es el tiempo que les dan para las visitas. Muchas veces a sus familiares los hacen esperar mucho tiempo y luego pueden compartir con ellos solo un ratito. Otro de los puntos tratados es que los espacios son chicos, les falta el aire y están sucios. “Mandan a limpiar a los fisuras (presos sin códigos) y nunca limpian”.
De la charla, sale el tema del teléfono y ahí queda en evidencia la fragilidad de las relaciones y como están susceptibles a las peleas ante temas banales.
— Un teléfono en el pabellón es para problemas —dice Lautaro.
— ¿Realmente es para problemas? —cuestiona Gino.
— Mirá si me llaman a mí y lo atiende otro.
— Te tienen que avisar que el llamado es para vos. Algunos pueden no tener tarjeta y necesitar el teléfono.
— Si otro atiende mi llamado lo cago a puñaladas: ¿qué hacés atendiendo mi llamado?
Luego se conversa sobre la educación y el trabajo. Dicen que trabajan cuatro horas por $172. “El encargado de trabajo se hace el piola. Trabajamos por una re miseria y no podemos descansar ni 10 minutos”, se quejan. “Cuando hacíamos un re bondi (lío) nos sacaban cuatro veces a la semana a trabajar. Ahora que hacemos las cosas bien, nada”. Gino comenta: “Ese es un buen tema para plantear la semana que viene cuando estamos nosotros”.
De fondo suena la canción Corazón mentiroso de Karina, la princesita. Las conversaciones con los jóvenes detenidos resultan por momentos animadas y ofrecen la oportunidad de “salir del encierro”. Ya se los ve más relajados. Algunos están muy compenetrados con la charla y otros van y vienen.
Maia y Gino cambian la dinámica y proponen empezar con el taller Dar de Vuelta, que consiste en la aplicación de un dispositivo diseñado por la Subsecretaría de Promoción de Derechos Humanos de la Nación. Gino pone un mazo sobre la mesa. Cada carta tiene una pregunta y antes de levantarla hay que elegir si la responde el que la agarra u otro.
“¿Qué es la tensión”, dice la primera. “Es picante esa pregunta”, enfatiza Martín. “En la cárcel hay mucho de eso”, asegura Lautaro. Las preguntas más relacionadas con el delito se llevan las respuestas más cortas. Las conversaciones más largas se dan con preguntas sobre temas de actualidad o cotidianos.
— ¿Qué considerás familia?
— A los muchachos. A mis compañeros. Los conozco hace un montón, son mi rancho —dice Lautaro, señalando a los dos jóvenes que robaban con él fuera de la cárcel.
— Tengo una contundente. Una picante. ¿Cómo insinúas que querés tener sexo? — dice Martin y deja entrever la sonrisa pícara, típica de la adolescencia.
— Cuando estaba en la calle, mandaba un mensaje y decía ¿vamos a vernos? Y ahí quedaba explícito.
— Yo mandaba el emoticón del telo.
— ¿Vamos a mi casa a ver una peli? Es la mejor. No lo decis, pero lo insinuas.
— ¡Cómo picó esta pregunta!. Vamos con otra: ¿Qué es la violencia de género? — señala Gino.
— Violencia física, verbal y psicológica hacia las mujeres.
— Este pibe también está sufriendo violencia de género. Cuando viene la mujer le pega y este se queda ahí.
— Mi mamá y su pareja se mataban entre ellos. Pero se seguían amando y siempre volvían— cuenta Martin. Ante esa respuesta me pregunto cómo hubiese sido su infancia y adolescencia si él hubiese tenido herramientas para entender que esos golpes no eran amor. La mayoría de estos jóvenes vienen inmersos en situaciones violentas ya desde chicos.
Con esa pregunta, el juego empieza a cerrarse porque el guardia penitenciario se acerca para avisar que en unos minutos tenemos que irnos. Ya son las 14.15.
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“Hace 22 años que trabajo en el servicio penitenciario y nos damos cuenta que tenemos enormes falencias. Muchas cosas no funcionan como deberían y lo comprobamos con los indicadores de reincidencia. Necesitamos otros actores sociales que vengan desencajados de la mirada pura del penitenciario. Estamos evolucionando, pero a veces nos vemos limitados por la seguridad. El contexto de encierro es muy difícil. Para ellos y para nosotros también. Son convivencias complicadas y hay que tratar de reducir las peleas”, comenta Alejandro González, director de la unidad de jóvenes adultos y quien nos invitó a su oficina para conversar. Desde Probemos Hablando también se generan espacios para que los guardias puedan expresarse sin ser juzgados.
González considera que acercarse a los detenidos es muy importante. Enfatiza: “Ellos están en un postura muy inamovible. Dicen 'Yo con la gorra, ni ahí'. Desde el programa promovieron que nos podamos sentar a hablar con ellos y eso nos ayuda un montón. Ver a tal o cual detenido fuera del personaje que ocupa dentro de la cárcel es genial”.
En este sentido, la integrante de PPN Rocío Mateos expresa que para los jóvenes, la imposibilidad de acceder a los que toman decisiones es una fuente de estrés, bronca y llegado el punto, de violencia. “Por más que se les diga que no, recibirlos es una manera de distender la situación”, explica.
González piensa que el deseo de la mayoría de los penitenciarios es que los pibes que salen no vuelvan.“Salen de acá contaminados. Se van a la calle y vuelven más contaminados. Es un círculo vicioso que no se acaba nunca. Nosotros somos penitenciarios y no podemos solucionar lo que falló todo el sistema social dentro de un marco de violencia”, reflexiona.
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Me acerco al pasillo donde están las celdas para conversar con Cristián, un joven de 20 años que hace dos años que está en Marcos Paz. “Con los pibes ya nos conocemos, podemos hablar entre nosotros. Con los guardias no se habla, bah, lo justo y necesario. Y con los chicos del taller es diferente. Se puede hablar mejor. Hay otro tipo de diálogo. Hablar con un preso no es lo mismo que con una persona que viene de afuera. Te dan más ganas de saber un poco más. Es más interesante”, cuenta.
Cristián asegura que Probemos Hablando mejoró el clima en el pabellón porque ayuda a desenvolverse mejor. “Me hace bien sacar las cosas para afuera. En la cárcel te guardás mucho rencor. Pero cuando hablas con alguien como Gino que te dice 'quedate tranquilo que todo pasa, todo tiene su lucha', eso me ayuda. Todos los lunes y jueves limpiamos y dejamos todo acomodado para que ellos se sientan bien. No cualquier persona entra a un pabellón”.
En dos meses, Cristián cumple 21 y tiene que cambiarse de penal. En principio, dice que va a ir a Ezeiza. Todavía le quedan 10 años más en prisión. Admite que en otros pabellones no se habla. “La violencia siempre va estar en la cárcel”, agrega. “Hablamos poco de lo que hicimos. Cada uno sabe por qué está acá. Me faltan muchos años para volver a mi casa. Es triste. Hay que seguir adelante, no podés bajar los brazos en esta instancia. A nadie se le puede negar una oportunidad más”, enfatiza.
Maia y Gino me esperan para salir. Saludamos a los jóvenes y Vásquez nos guía hacia la puerta. Se cierra la reja, y ya del otro lado y volviendo a mi rutina, me encuentro con la impotencia de saber que como sociedad a estos pibes les estamos fallando. La gregariedad del ser humano los lleva a buscar un círculo de pertenencia y hoy la identidad de ser chorro es lo más firme que tienen. De todas formas, cinco horas por semana en algunos pabellones de Ezeiza y Marcos Paz, los presos encuentran un espacio para romper con los paradigmas de la cultura tumbera y hablar se transforma en una herramienta de derecho.