En los próximos días, la llama que simboliza el fuego robado por Prometeo a los dioses y entregado a la humanidad llegará a París para celebrar la XXXIII Olimpiada. Esta importante cita incluirá multitud de deportes, muchos de los cuales solo captan la atención mediática cada cuatro años.
La lucha por la hegemonía en estos Juegos tiene hoy en día tintes económicos y sociales, con un gran impacto publicitario. Sin embargo, en el pasado algunas naciones veían esta competición como una batalla simbólica en la que prácticamente toda estrategia era válida para conseguir el éxito en el medallero.
El uso del deporte de alta competición como herramienta de hostilidad entre países empezó de forma documentada durante la Guerra Fría. El enfrentamiento entre el bloque Occidental y el Oriental, que representaban a las economías capitalistas y comunistas, se intensificó tras la Segunda Guerra Mundial. Momentos críticos como la crisis de los misiles en Cuba de 1962 demostraron que la potencia bélica era tan grande que se necesitaban otras formas de propaganda y demostración de supremacía. Así, el deporte se convirtió en un campo de batalla simbólico.
El sistema deportivo soviético
La estima por la cultura física no era algo nuevo en el Estado soviético. Sin embargo, los países del bloque comunista creyeron que la mejor forma de conseguir éxitos atléticos era que todo el sistema deportivo fuera controlado por el Estado.
La preparación de los atletas soviéticos para los Juegos Olímpicos y otras competiciones internacionales se convirtió en una maquinaria eficiente y centralizada que se basaba en una búsqueda intensiva de talentos por todo el país.
El gobierno identificaba jóvenes con potencial atlético desde edades tempranas, a veces usando técnicas invasivas como biopsias musculares. Para acoger todo este talento, se desarrollaron muchas escuelas deportivas y centros de entrenamiento nacionales, que acogían a cerca de 1,3 millones de jóvenes y estaban bien dotados de recursos: proporcionaban instalaciones de primer nivel y acceso a conocimientos avanzados en fisiología, psicología y nutrición.
Muchos avances en estos campos fueron realizados por teóricos rusos como Matveiev y Platonov. Sus prácticas incluían métodos lícitos y otros más cuestionables, como el dopaje, para asegurar el máximo rendimiento.
La importancia de las medallas olímpicas en la URSS
Las medallas olímpicas eran muy importantes para la Unión Soviética. Las victorias en los Juegos Olímpicos se utilizaban como herramienta clave de propaganda para demostrar la superioridad del sistema socialista sobre el capitalismo. Las medallas simbolizaban el éxito del modelo soviético y se usaban para influir en la opinión pública global y ganar prestigio internacional.
Dentro del país, las victorias deportivas fomentaban el orgullo nacional y la cohesión social. Los deportistas con éxito eran celebrados como héroes y recibían incentivos económicos y privilegios, lo que los elevaba a un estatus especial dentro de la sociedad. En un sistema socialista, esta atención por parte del Estado era fundamental para progresar en la escala social.
Cambios tras la disolución de la URSS
Con la disolución de la Unión Soviética, el modelo deportivo soviético cambió drásticamente. Muchos programas y estructuras de entrenamiento estatales fueron desmantelados o privatizados.
El sistema centralizado que había sostenido a los atletas soviéticos se fragmentó. Los deportistas rusos comenzaron a entrenar fuera del país y a adoptar estilos de práctica “internacionales”, lo que cambió las condiciones bajo las cuales se preparaban. Para mantener el nivel adquirido por el modelo centralizado anterior, se buscaron todas las fórmulas posibles.
Los escándalos de dopaje
En 2016, el exjefe de un laboratorio antidopaje en Moscú, Grigory Rodchenkov, denunció una iniciativa estatal para proporcionar a los atletas rusos sustancias para mejorar el rendimiento y enmascarar su uso en los Juegos Olímpicos de 2014 en Sochi –curiosamente, celebrados en suelo ruso–. La Agencia Mundial Antidopaje encargó una investigación que encontró pruebas de este elaborado plan.
En diciembre de 2019, la Agencia Mundial Antidopaje (WADA) impuso una prohibición de cuatro años a Rusia para los Juegos Olímpicos y los eventos deportivos de carácter internacional. Finalmente, el Tribunal de Arbitraje Deportivo (TAS) redujo la sanción a dos años en 2020. Los deportistas rusos pudieron competir en 2021 y 2022, pero no bajo la bandera rusa ni con el himno de su país. Esta situación se repetirá en París 2024.
Los nuevos desafíos del deporte ruso
Todos estos escándalos han afectado profundamente a la reputación del deporte ruso. El gobierno del país se ha visto obligado a enfrentar el desafío de reformar su sistema deportivo para cumplir con las normas internacionales y aumentar su transparencia.
Sin embargo, los cambios no se han consolidado completamente. Parte del problema radica en que ganar la confianza de la Agencia Mundial Antidopaje (WADA) requiere tiempo. Además, la situación política, especialmente la guerra entre Rusia y Ucrania, ha complicado la participación de muchos deportistas y equipos rusos en competiciones internacionales.
Después de la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022, apoyada por Bielorrusia, el Comité Olímpico Internacional (COI) recomendó que se prohibiera la participación de deportistas rusos y bielorrusos en eventos deportivos internacionales. No obstante, la comisión ejecutiva del COI determinó más tarde que sería injusto castigar a los deportistas solo por su nacionalidad. Como resultado, algunos podrán competir en París, aunque bajo condiciones estrictas: sin exhibir la bandera, el himno o los colores nacionales de Rusia o Bielorrusia.
A pesar de los desafíos, Rusia sigue produciendo numerosos deportistas de élite que, bajo un escrutinio mucho más riguroso y con una mayor necesidad de compromiso con la transparencia y el juego limpio, en breve serán capaces de demostrar de nuevo todo su potencial atlético.
*Javier Peña, Profesor Titular. Director del Centro de Estudios en Deporte y Actividad Física (CEEAF), Universitat de Vic – Universitat Central de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.