Muchos consideran que la caída en la creación de empleos con salarios altos es el resultado inevitable de los avances en inteligencia artificial y robótica. Eso no es totalmente cierto. La tecnología se puede utilizar para desplazar mano de obra o para mejorar la productividad de los trabajadores.
En todo el mundo este 1° de mayo, las propuestas políticas que habrían parecido radicales hace apenas unos años hoy están en la agenda. En Estados Unidos, por ejemplo, las tasas altas de impuestos marginales, los impuestos al patrimonio y la atención médica de pagador único se han vuelto ideas convencionales.
Sin embargo, a menos que los responsables de las políticas entiendan bien sus prioridades, la oportunidad de una reforma significativa podría desaprovecharse, lo que llevaría a divisiones sociales y políticas aún más profundas.
En verdad, si bien las reformas que se necesitan son radicales y arrolladoras, no son las que están actualmente en boga. La principal prioridad debería ser crear empleos bien remunerados, y este objetivo debería guiar la estrategia de los responsables de las políticas en todas las áreas, desde la tecnología, la regulación y los impuestos hasta la educación y los programas sociales.
Históricamente, ninguna sociedad humana conocida ha creado una prosperidad compartida exclusivamente a través de la redistribución. La prosperidad se genera a partir de la creación de empleos que paguen salarios decentes. Y son los buenos empleos, no la redistribución, los que le ofrecen a la gente un propósito y un significado en la vida.
Crear este tipo de empleos exige que la innovación tecnológica esté dirigida a impulsar la demanda de trabajadores. Los buenos empleos no surgen naturalmente de los mercados libres. Más bien, requieren instituciones del mercado laboral que protejan y empoderen a los trabajadores, sistemas educativos financiados generosamente y redes de seguridad social efectivas.
Esta es la arquitectura institucional que le permitió a Estados Unidos y otras economías avanzadas tener cuatro décadas de crecimiento sólido e inclusivo después de la Segunda Guerra Mundial.
El enorme crecimiento de la demanda de mano de obra durante esa época descansó en tres pilares. Primero, las empresas utilizaron la tecnología de maneras que aumentaron la productividad laboral, alimentando así el crecimiento salarial y la demanda de trabajadores.
Al mismo tiempo, los gobiernos ofrecieron un respaldo crucial al financiar la educación y la investigación, y (en algunos casos) convirtiéndose en los principales compradores de equipamientos de alta tecnología. Gran parte de las tecnologías determinantes de hoy le deben algo a la innovación financiada por los gobiernos de este período.
Segundo, los gobiernos durante la era de posguerra le dieron al entorno empresarial un marco de salarios mínimos, regulaciones de la seguridad en el lugar de trabajo y otras regulaciones del mercado laboral y de productos. Se les suele echar la culpa a estas medidas de sofocar el empleo.
Pero, en realidad, pueden crear un círculo virtuoso de crecimiento, porque el costo mínimo de la mano de obra crea un incentivo para que las empresas racionalicen y mejoren sus procesos de producción, aumentando así la productividad y, en consecuencia, la demanda.
De la misma manera, al garantizar que los mercados de productos sigan siendo competitivos, los gobiernos pueden impedir que las empresas cobren precios monopólicos y obtengan ganancias más altas sin tener que contratar más trabajadores.
Tercero, los gobiernos en la era de posguerra expandieron el acceso a la educación, lo que implicó que más trabajadores tuvieran las capacidades que se demandaban en ese momento. En Estados Unidos, por ejemplo, el gobierno federal permitió que millones de ciudadanos accedieran a educación superior y formación vocacional con la Ley GI, las Becas Pell, el apoyo a la investigación y otras medidas. Es verdad, toda esta inversión en innovación y educación exigió ingresos tributarios más altos. Pero tasas impositivas moderadamente más altas y el propio crecimiento económico fueron suficientes para compensar la diferencia.
Una arquitectura institucional similar se consolidó en gran parte del mundo industrializado durante la era de posguerra. Por ejemplo, en Escandinavia, la prosperidad compartida no se alcanzó a través de la redistribución, como se supone frecuentemente, sino como resultado de políticas de gobierno y de una negociación colectiva, lo que generó un entorno que derivó en la creación de empleos bien remunerados.
Esto no quiere decir que los años 1950 y 1960 fueran perfectos. En Estados Unidos, la discriminación contra los afronorteamericanos y las mujeres seguía estando profundamente arraigada, y las oportunidades educativas no se distribuían equitativamente. Aun así, en muchos otros sentidos, las condiciones económicas entonces eran mejores de lo que son ahora, particularmente cuando se trata de la disponibilidad de empleos de remuneración elevada.
Después de haber promediado aproximadamente el 2,5% anual entre 1947 y 1987, el crecimiento salarial del sector privado en Estados Unidos se desaceleró marcadamente después de 1987, y se frenó completamente después de 2000, siete años enteros antes de la Gran Recesión.
Esta paralización ha coincidido con un período de crecimiento débil de la productividad y con una reorientación de la inversión hacia la automatización, alejándose de la creación de tareas nuevas y de mayor productividad para los seres humanos. Como resultado de ello, los empleos bien remunerados se agotaron, los salarios dejaron de crecer y un porcentaje mayor de adultos en edad de máximo rendimiento se han quedado fuera de la fuerza laboral.
En términos más generales, la arquitectura institucional que alguna vez sustentó la creación de empleos se derrumbó durante este período. Las protecciones para los trabajadores se debilitaron marcadamente, la concentración del mercado aumentó en muchos sectores y el gobierno abandonó el respaldo que había brindado a la innovación, En 2015, la investigación y desarrollo financiados con fondos federales había caído al 0,7% del PIB, con respecto al 1,9% en los años 1960.
Muchos consideran la caída de la creación de empleos bien remunerados como el resultado inevitable de los progresos en inteligencia artificial y robótica. No lo es. La tecnología se puede utilizar para desplazar mano de obra o para mejorar la productividad de los empleados. La elección es nuestra. Pero para garantizar que estas decisiones beneficien a los trabajadores, los gobiernos tienen que persuadir al sector privado de no centrarse únicamente en la automatización.
En Estados Unidos, el primer paso podría ser una reforma de la política impositiva, que es demasiado favorable al ingreso de capital. Como las empresas pueden reducir su carga impositiva utilizando máquinas, muchas veces se sienten incentivadas a buscar la automatización, inclusive en casos en los que los trabajadores contratados en verdad serían más productivos.
El gobierno también tiene que volver a respaldar la innovación tecnológica, para ofrecer un contrapeso para las grandes empresas tecnológicas, cuyos modelos de negocios están abrumadoramente dirigidos hacia la automatización a expensas de la creación de empleos. Y, por supuesto, es esencial expandir las oportunidades educativas a nivel general.
Como en la era de posguerra, esta arquitectura institucional exigirá mayores ingresos impositivos, especialmente en Estados Unidos, donde el ingreso impositivo anual en relación al PIB ronda el 27%, muy por debajo del promedio de la OCDE (34%). Al aumentar esa cifra, el objetivo no debería ser castigar a los ricos, sino eliminar las distorsiones como el tratamiento favorable del capital. Eso implica ampliar la base tributaria y aumentar las tasas impositivas modestamente (para no desalentar la inversión y la innovación).
Una sociedad impulsada por la prosperidad compartida no está fuera del alcance. Pero llegar allí exigirá una acción urgente para alinear la tecnología con las necesidades de los trabajadores, impedir la monopolización y enmendar el código tributario para que podamos financiar las inversiones que necesitamos. Restablecer la arquitectura institucional de posguerra será una tarea sólo para seres humanos.
Daron Acemoglu es profesor de Economía en el MIT y uno de los autores de Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity.
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