El cerebro es el encargado de iniciar y, si es necesario, atender cada emoción vinculada a los acontecimientos de nuestra vida. Emocionar, por tanto, garantiza nuestra supervivencia como individuos. Y eso incluye alertarnos del peligro, haciéndonos experimentar miedo, para que tomemos precauciones.
Además, las emociones aseguran la perpetuación de la especie favoreciendo la reproducción. Lo hacen a través del impulso sexual, que anhela la gratificación. En cierto modo, la atracción puede ser entendida como el aumento de energía enfocada en una posible pareja e incluye la euforia que rodea al enamoramiento. Una euforia que pronto debe convivir con el “apego” que mantiene el contacto y la unión con el ser amado.
Miedo, enamoramiento, atracción, apego… Cada emoción está asociada con una constelación de eventos cerebrales en los que siempre entra en juego el sistema límbico. El término fue acuñado por Paul Broca, y se refiere a la zona limítrofe del cerebro situada junto a la parte inferior de la corteza.
Esta estructura se encarga de dirigir las emociones, formar la memoria, generar la motivación y ayudar en la toma de decisiones. Está integrado por las áreas hipotalámicas (fundamentales para la integración neurohormonal que nos permite sorpresas, ira o amor), la amígdala (responsable de “etiquetar” cada emoción) y el hipocampo (que, como soporte de la memoria, consigue que lo que nos emociona permanezca en nuestros recuerdos).
Las mariposas en el estómago
Empecemos por el apasionado enamoramiento. El deseo sexual, que garantiza la reproducción, se asocia con dos grupos de hormonas: los estrógenos y andrógenos. Ambas evolucionaron motivando a las personas a buscar la unión sexual. Y para activar al organismo en esa búsqueda, sobre todo al inicio de una relación, cuentan con el apoyo de la principal hormona del estrés, el cortisol. Que el cortisol aumente de forma generalizada cuando Cupido nos dispara su flecha explica que nuestro corazón lata con fuerza o que las mariposas revoloteen en nuestro estómago cuando nos enamoramos.
Además, que nos enamoremos activa la ruta “recompensadora” del cerebro: la vía dopaminérgica. Centrada en el área tegmental ventral y el núcleo accumbens, se ocupa de hacernos sentir placer. A la fiesta se suman también la corteza prefrontal, relacionada con hacer planes para el futuro o realizar acciones, y la corteza orbitofrontal, que está implicada en el procesamiento cognitivo de la toma de decisiones. Nuestra capacidad de valorar objetivamente al otro se altera. De ahí que digamos que “el amor es ciego”.
Por cierto, sirva como aviso a navegantes que en la etapa inicial de enamoramiento intenso aparecen muchos síntomas similares a las adicciones. De hecho, experimentamos una alegría desmedida y percibimos un profundo deseo de estar con la persona amada. Y esto genera una dependencia emocional (e incluso física) que, no bien modulada, puede conducir a sufrir una auténtica “crisis de deprivación”.
La buena noticia es que este periodo no se eterniza sino que se estabiliza en una relación monógama. Es entonces cuando la revolución neuroendocrina del enamoramiento es sustituida por un estado menos tormentoso, basado en el apego. Este último se asocia, principalmente, a otras dos sustancias, la vasopresina y la oxitocina, cuya liberación sustenta el cariño.
Desamor y rechazo
Según lo que acabamos de exponer, una ruptura amorosa puede provocar en nuestro cerebro algo parecido a un síndrome de abstinencia que convierte el desamor en una de las experiencias más traumáticas y desconcertantes. El fin de una “historia en común” duele incluso físicamente.
Además, el desamor nos agota: estar tristes incrementa el consumo de energía en el cerebro y, precisamente por eso, es la emoción que más rápido se autolimita. Llorar desahoga pero, como efecto secundario, suele darnos hambre. Así que, por si sirve el consejo, ¡el desamor puede empezar a curarse con chocolate (que también libera dopamina)!
Aunque el rechazo puede provocar una profunda sensación de pérdida y desamparo, tras un tiempo de melancolía el cerebro se reorganiza. Igual que el enamoramiento tiene una función biológica obvia garantizando la reproducción, el cerebro humano cuenta con mecanismos para cortar el vínculo roto y poder, en el futuro, establecer uno nuevo.
A nivel cerebral, eso implica que las partes del cerebro que están activadas con el enamoramiento, como los circuitos de recompensa, vuelvan a la normalidad.
Una cosa más: si es usted quien va a romper, recuerde que es posible que ya esté en esa “nueva fase de activación cerebral”, pero no así su pareja. Y no es “culpa” de nadie, si acaso de las modificaciones de nuestras conexiones neurales. Así que nada de decir eso de “me duele más a mí que a ti”, porque no es cierto. La neurociencia lo demuestra.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.