Fueron 25 llamados. Y 25 veces la misma respuesta negativa, camuflada con distintas excusas. “Daban razones ridículas, como ‘este capaz que no es el colegio para tu hijo, damos tres idiomas’”, recuerda Ariadna sobre aquel derrotero continuo. El que vivió durante más de cuatro meses, mientras intentaba conseguir una vacante para Benjamín en algún colegio de la ciudad de Buenos Aires.
Benjamín, que hoy tiene 10 años, nació con síndrome de Prader Willy, una enfermedad poco frecuente por la cual, a raíz de una desregulación del hipotálamo, la persona no puede sentir saciedad y quiere comer todo el tiempo. Por supuesto, esto conlleva también muchos otros trastornos, como, en el caso de Benjamín, ansiedad, retraso madurativo y motor.
Para Ariadna ya había sido un gran desafío encontrar un jardín de infantes para él. “Los jardines me pedían que dejara el pañal, pero apenas podía sentarse o caminar con un andador. Aprendió a caminar a los 4 años. Yo pensaba: ‘Estoy muchos pasos atrás’”. Pero finalmente encontró un lugar que le abrió las puertas y su hijo completó las salas de 2 a 5 años en el jardín Los Cerezos.
Entonces llegó aquel raid por 25 colegios que ni siquiera le aceptaron una entrevista. “Una búsqueda intensísima”, según recuerda Ariadna. Aunque vive en Palermo y su idea era buscar una escuela cercana, sus pretensiones se fueron adecuando y comenzó a preguntar por barrios más alejados, como Flores o Caballito. “Mi primer objetivo era que continuara con el grupo de amigos. Pero luego de tanta vuelta ya me venía bien cualquier cosa”, reconoce.
En algunos casos le daban el dato de algún colegio “inclusivo”, que aceptaba a chicos con alguna discapacidad, pero siempre le decían que ya tenían las dos vacantes del aula cubiertas (un cupo, como veremos, inconstitucional).
Ariadna, finalmente, encontró una vacante para su hijo en un colegio de Palermo. Consiguió, a través de la obra social, un equipo que acompañaría la inclusión de Benjamín, compuesto por una maestra y una psicopedagoga. Parecía un triunfo. Pero “fue una pésima experiencia. No le daban pelota al equipo, no le anticipaban los contenidos y si daban uno que él no podía seguir, le pedían que se fuera a otra aula. Eso sí, nunca me dijeron que el colegio no era para él. Su boletín era espectacular. Yo pensaba que me estaban jodiendo, porque ni lo veían a mi hijo”, recuerda.
Benjamín, entonces, apenas duró primer grado en una escuela común, y Ariadna decidió llevarlo a una escuela especial, en Villa Crespo, donde asiste hoy. El caso de Benjamín es similar al de muchos estudiantes con discapacidad: asisten a escuelas especiales, abocadas a la educación de este grupo.
¿Y cuál es el problema en ir a una escuela especial?
Cuando hablamos de una educación inclusiva, que no discrimine y brinde a todos y a todas el derecho de aprender, hay dos cuestiones importantes: el cómo y el dónde.
Educación especial: cómo acompañar a estudiantes con discapacidad durante la cuarentena
Empecemos analizando esta última. Desde una perspectiva jurídica, es un derecho de todos los y las estudiantes con discapacidad ir a la misma escuela que sus pares sin discapacidad. Así lo establece la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, de Naciones Unidas, la cual Argentina aprobó con la sanción, en 2008, de la ley 26.378.
El artículo 24 dice que las escuelas deben adaptarse y proveer apoyos para que cualquier persona (con o sin discapacidad) pueda aprender.
Como una forma de explicación de ese artículo 24, Naciones Unidas señala cuatro respuestas diferentes a nivel educativo. La primera es la exclusión: la personas con discapacidad están institucionalizadas o en sus casas, no van a la escuela. Otra es la segregación: ir a escuelas especiales. La tercera es la integración: abrir la escuela común al estudiante con discapacidad, pero sin darle los apoyos que necesita. La cuarta es la inclusión: que todos los y las estudiantes estén en escuelas comunes, aprendiendo en igualdad de condiciones
“No es que los profesionales de la escuela especial sean malos o quieran discriminar. Sino que el enfoque implica que están segregados, que no pueden estar con otras personas”, explica Celeste Fernández, abogada de la ACIJ, especialista en derechos humanos y discapacidad.
Pilar Cobeñas es doctora en Educación, investigadora y docente de la Universidad Nacional de La Plata en temas de educación inclusiva, y asesora del ministerio de Educación de la ciudad de Buenos Aires. Ella comparte la idea: “A la escuela especial no van quienes no pueden aprender en una escuela común, sino quienes son expulsados de esta. Es un espacio de segregación”.
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Aunque cada vez más estudiantes con discapacidad van a escuelas comunes en Argentina, aún se está lejos de que estas escuelas estén abiertas para todos (como lo muestra el ejemplo de Benjamín). Según datos del relevamiento anual del Ministerio de Educación de la Nación de 2019, procesados por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), de los 245.906 estudiantes con discapacidad, el 43,7% va a escuelas especiales, mientras que el restante 56,3% asiste a escuelas comunes.
En algunas provincias, son más los que acceden a la escuela común, como pasa en Córdoba (72,91%), Chubut (74,69%) o La Rioja (78,21%), mientras que en otras son bastante menos (como en Corrientes, Chaco, Misiones, Mendoza o San Juan, que oscilan el 45%). En CABA, el 52,98% de los chicos con discapacidad va a una escuela común y en la provincia de Buenos Aires la cosa es 50-50.
La ley de educación nacional es previa a que el país aprobara la convención. “Es integradora, pero no inclusiva: la visión es que quien no puede estar en una escuela común porque no se adapta, pasa a la especial”, explica Fernández.
En el país, más de 150 organizaciones vinculadas a las personas con discapacidad, unidas en la coalición Grupo Artículo 24, reclaman una actualización de la ley de educación y que las escuelas estén abiertas para todos y todas.
Vale aclararlo: no hay unanimidad en el reclamo. Hay padres o madres que, ante situaciones como las que describía Ariadna sobre Benjamín en la escuela común, prefieren que sus hijos vayan a una especial. “A las escuelas especiales se las ha estigmatizado mucho. Yo creo que es indistinto a dónde concurran, mientras sea lo mejor para él”, cuenta Cintia Fritz, mamá de Lautaro, con trastorno del espectro autista (TEA).
La propia Ariadna quisiera que Benjamín compartiera con otros chicos sin discapacidad en la escuela común (y que ellos tuvieran la oportunidad de compartir con su hijo), pero, ante tantos obstáculos, adopta una visión más pragmática. "En el colegio especial se preocupan del chico de manera más individual", dice desde su experiencia. Ella cree que, en el camino hacia la inclusión, las escuelas comunes y las especiales deberían convivir, al menos en el mediano plazo.
En este contexto, Fernández aclara que más allá de padres y madres a favor de las escuelas especiales, el derecho a asistir a escuelas comunes es de sus hijos e hijas.
Y claro, el punto no es privar a los estudiantes con discapacidad de una educación óptima sino dónde ocurre esta educación óptima (con salvedades, podría hacerse un paralelismo al modelo de inclusión que promueve nuestra ley de salud mental: llevar la atención de pacientes de salud mental a hospitales generales y no psiquiátricos) .
Pero, ¿es posible romper con el modelo dual de escuela común/especial y garantizar este derecho? Hay un caso que señala que sí: en Italia, desde hace casi medio siglo, no existen escuelas especiales y el 99% de los estudiantes con discapacidad asisten a escuelas comunes.
El caso de Italia
Un informe reciente del Ministerio de Educación de España analiza el caso italiano y separa algunos de los factores que permitieron cerrar las escuelas especiales.
El primero fue una comunidad que desde muy temprano abrazó un modelo social de la discapacidad: fue el colectivo de las personas con discapacidad el que presionó al sector político para cerrar las escuelas especiales. El cambio fue de abajo hacia arriba.
En Argentina, organizaciones como las del Grupo Artículo 24 promueven este cambio de paradigma y lo consideran el puntapié inicial para un cambio social: entender a la discapacidad no como el problema de un individuo, sino como el resultado de la interacción entre las características de una persona (por ejemplo, no ver) y las barreras debidas a la actitud de la sociedad y el entorno. Este es el modelo de discapacidad que la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDis) apoya.
Si bien en nuestro país el camino a la educación inclusiva no necesariamente tiene que surgir de la sociedad (podría ser impulsado desde la dirigencia política), transitarlo implica un cambio cultural, coinciden las especialistas consultadas en esta nota.
Por otra parte, con el fin de adaptar las escuelas comunes para todos y todas, Italia cuenta con “planes educativos individuales”: planificaciones que contemplan las necesidades de cada estudiante y los apoyos correspondientes.
En la Argentina, a partir de una resolución de 2016 del Consejo Nacional de Educación, que reúne a todos los ministerios provinciales del país, se reconoció el denominado Proyecto Pedagógico Individual (PPI): un documento que plasma las medidas que se van a usar para potenciar la inclusión (pueden ser adaptaciones en el plan de estudios o a las formas de enseñanza y evaluación), a la que tiene derecho (sin estar obligada) cada persona con discapacidad para cursar y poder titularse.
Algo que se dificulta y no suele cumplirse porque los planes curriculares en la Argentina no son flexibles, sino homogéneos. “Suelen armar un contenido único y expedirlo. Hay temas abstractos sobre los que Benjamín no caza una”, comenta Ariadna sobre la experiencia con su hijo.
“El colegio se tiene que encargar de acompañar al chico en lo que puede, a su propio ritmo”, se queja Ariadna. Algo bien distinto a lo que vivió Benjamín en primer grado: por ejemplo, la maestra del aula pedía a la integradora que, para no enlentecer la clase, lo ayudara a sacar la cartuchera de la mochila.
Un PPI no implica desterrar contenidos que el Ministerio de Educación ha destacado que son relevantes. El punto radica en cómo enseñarlos. En otras palabras, no es que Benjamín “no caza una” porque no pueda, sino porque, junto con el contenido, debe adaptarse la forma.
“No es que hay que inventar nada: para las personas con discapacidad pueden usarse las mismas didácticas que están en los diseños curriculares”, agrega Cobeñas. Eso sí, aclara que se necesita flexibilidad, “porque si la didáctica tiene que ver con que el estudiante puede aprender mejor dibujando, claramente hay que adaptarla si el estudiante es ciego”.
Cobeñas cuenta otro ejemplo: supongamos que se piensa que la mejor didáctica para enseñar los estados de la materia (sólido, líquido, gaseoso) es mediante experimentos. Un estudiante que no puede ver podría participar de hipótesis previas a la experimentación y que sus compañeros de clase sean quienes, por ejemplo, hiervan o congelen el agua. Ellos luego tienen que explicarle a su compañero que no puede ver lo que ocurre con el agua. Así, no solo aprende la persona ciega, sino también sus compañeros a partir de la necesidad de explicar.
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Además de adaptar el plan educativo, otro pilar del modelo italiano está en la conformacion de equipos de trabajo, que incluyen a personas de distintas profesiones (docentes, terapeutas, psicopedagogos, por ejemplo) e instituciones (colegios, servicios sociales, servicios de salud).
Dentro de estos equipos es clave el rol que juegan los docentes de apoyo: en las escuelas italianas, cada aula cuenta con uno o dos de ellos. “No es que hay un docente satélite a la sombra del chico, como un docente integrador en Argentina. Son docentes de apoyo de toda la clase, que asisten a los docentes de clase. Participan en todas las instancias de planificación de la clase, no trabajan solo con el estudiante con discapacidad, lo que evita la estigmatización y a la vez permite al docente de la clase aprender”, explica Cobeñas
Fernández destaca que es un modelo a seguir la decisión política del Ministerio de Educación de Italia: transferir docentes del sistema de educación especial al común. En este sentido, la abogada también remarca que una escuela inclusiva es una “en la que los docentes trabajen con la colaboración de profesionales de apoyo, las familias y los estudiantes con y sin discapacidad. Esto es una transformación estructural”. Una que, dice, requerirá de invertir en formación de los docentes especiales, en pos de lograr trabajar en equipo.
También podemos aprender de cuestiones perfectibles de cómo trabajó y Italia. Allí, el cambio fue drástico: entre 191 y 1977, un período conocido como la inserción salvaje, el porcentaje de estudiantes con discapacidad en escuelas comunes creció desde menos del 30% a más del 90%. Especialistas consultados en el informe del Ministerio de Educación español coinciden en que no fue el camino ideal, ya que no se contaba aún con la estructura necesaria (como los docentes de apoyo). En otras palabras: el cambio debiera ser gradual.
Educación inclusiva, beneficiosa para todos
Como evidencia el ejemplo de Italia, la cuestión de dónde estudian las personas con discapacidad va de la mano del cómo.
Y precisamente, esta flexibilidad que demanda la educación inclusiva, potencia el aprendizaje, tanto de personas con y sin discapacidad.
A propósito, Cobeñas considera que las personas con discapacidad pueden “aportar mucho a la escuela. Pueden mostrar que no todos nos movemos de la misma forma, tenemos distintos umbrales de tolerancia a los ruidos, tenemos tiempos diferentes. Y esto nos hace repreguntarnos las formas en que enseñamos. Si una forma de enseñanza deja a un chico afuera porque no puede aprender, esa forma no vale. No tenemos derecho a elegir qué chico aprende y cuál no”. Eso, agrega, tiene un enorme riesgo, porque “si creemos que alguien no puede aprender, es seguro que vamos a enseñarle menos”.
Cobeñas explica además: “En la Argentina, el sistema educativo surge en pedagogías que hoy entendemos como ‘normalizadoras’: se armó una cuadrícula a la que los chicos deben amoldarse. Pero hoy sabemos que no todos los chicos aprenden de la misma manera. Por eso, al hablar de educación inclusiva debemos hablar de todos, no solo de estudiantes con discapacidad”.
Pero, para Cobeñas, “si hay escuelas especiales es difícil convencer a docentes de que los chicos y chicas con discapacidad pueden aprender en una escuela común”.
A propósito, el caso de Italia cuenta con estudios que validan que la educación inclusiva en escuelas comunes ofrece beneficios para todos. En el libro Quale scuola inclusiva in Italia? se destaca que en escuelas comunes inclusivas se mejora el rendimiento escolar, el desarrollo y la aceptación social en alumnos y alumnas con y sin discapacidad.
En una línea similar, la revista italiana Life Span and Disability publicó un informe que concluyó que los resultados académicos en contextos inclusivos son “mejores o iguales” a los que se obtienen en contextos segregados (y esto incluye a personas con y sin discapacidad). También destaca que la interacción social, amistad, autoconcepto y aceptación son mayores en escuelas inclusivas.
Otro beneficio que suelen argumentar quienes están a favor de un modelo de educación inclusiva sin escuelas especiales es el presupuestario. Luis Goñi, actual secretario de Estado de Seguridad Social de la Nación, decía en este video de ACIJ de 2013 que, según estudios del Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) , es hasta nueve veces más barato unificar recursos educativos en escuelas comunes en lugar de dividirlos entre comunes y especiales.
Escuelas inclusivas para una sociedad inclusiva
Cuando se habla de abrir las escuelas comunes para todos y todas, es fácil creer que no se dice en sentido literal: que hay muchos casos en los que esto no es posible. Pero estos límites hablan más de ideas preconcebidas. Y eso lo muestra el caso de Juan, el hermano de Pilar.
Juan tiene 30 años y discapacidad múltiple (más de una discapacidad). Él no se comunica oralmente, sino por uno de los denominados sistemas de Comunicación Alternativa y Aumentativa (CAA), como, por ejemplo, pictogramas. Juan sufrió segregación de escuelas comunes y también en la especial, donde lo dejaban librado a su suerte, donde tampoco creían que podía.
Pero a Juan una escuela común le abrió la puerta y lo incluyó, proveyéndole los apoyos necesarios para que pudiese aprender. Y Juan se graduó, no sin obstáculos, de la primaria y la secundaria. Y en 2021 aspira a recibirse de licenciado en Letras por la Universidad Nacional de La Plata: solo le falta entregar su tesis. En el horizonte está el proyecto de un posgrado.
El caso de Juan no solo inspiró la profesión y la militancia de Pilar (ambos integran la Asociación Azul, parte del Grupo 24). También es una invitación a derribar prejuicios sobre supuestos límites a la inclusión educativa. Límites que no solo influyen en la educación, sino también en la sociedad.
“Creo que el hecho de que Benjamín fuera a la escuela común era también bueno para sus compañeros, por la posibilidad de que compartieran y conocieran a alguien con discapacidad”, reflexiona Ariadna. Aunque no fue así en primer grado, sus años de jardín fueron una fiesta inclusiva, llena de amistades.
Cobeñas, en tanto, destaca que la educación inclusiva demanda “hacer un trabajo sobre el valor de aprender los tiempos de otros. Esperar a que el otro hable, valorar la palabra de todos. Nos ayuda a corrernos de la idea de competencia e individualismo”. Y cierra: “La discapacidad nos enseña que somos interdependientes. La personas con discapacidad son parte de la diversidad humana y no hay nada más humano que compartir un espacio con la mayor cantidad de personas diferentes entre sí”.
Fernández lo resume con elocuencia: “No podés pretender alcanzar una comunidad inclusiva con una educación segregada. Solo si crecemos juntos podemos aprender a vivir juntos”.