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Me toca hacer un nuevo hisopado y no tengo dudas de que el resultado será positivo. Llevo cinco días con tos y fiebre, y quince días aislada junto a mi hijo menor y mi esposo, cuyos análisis dieron positivos la primera vez (el mío, no).
No me asusta el covid, vengo de un año de tantos sustos que no me queda resto. Lo que me inquieta es que ingresar al "mundo covid" significa quedar incomunicada. Lo que llevo toda la pandemia pidiendo a las personas: que se alejen y se quiten el barbijo al hablarme, sería criminal solicitarlo ahora, que soy un posible foco de contagio.
Porque el problema no es solo el virus. El problema es, además, que soy hipoacúsica y preciso de la lectura labial para comunicarme con los demás. El otro problema, aunque esta crónica corra el riesgo de sonar exagerada, es que estoy en tratamiento oncológico.
La pandemia puso de moda una palabra del ámbito médico: comorbilidad. Fue el epidemiólogo Alvan R. Feinstein quien la acuñó en los años ´70 para describir el concepto de dos o más enfermedades, síndromes o trastornos que se desarrollan en la misma persona. Y cómo estas enfermedades pueden interactuar y empeorar su evolución.
Covid, más cáncer, más discapacidad auditiva.
No sé qué estoy esperando para ofrecer mi cuerpo a la ciencia.
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Elijo atenderme por la sospecha de covid en el instituto oncológico en donde me trato por el cáncer de mama que me diagnosticaron hace poco más de un año.
Aunque se sabe mucho más de lo que se sabía al inicio de la pandemia, sobre el virus, sigue siendo bastante lo que no se sabe. Por eso las recomendaciones de cómo tratar a los pacientes en tratamiento oncológico más covid se actualizan permanentemente.
En el instituto me informan, por esta razón, que la recomendación que siguen es tratar a todos sus pacientes con covid de igual manera, estén o no inmunosuprimidos o en tratamiento activo.
Yo no tuve que hacer quimioterapia pero sí radioterapia y terapia hormonal. Y pasé ya por dos mastectomías en distintos tiempos. Mi cuerpo es una tormenta perfecta de cambios, medicación, inflamación, órganos que estaban y ya no están. Mi cuerpo se está acomodando (y mi cabeza también), a una realidad muy diferente a la de hace un año. Y temo, por esto, que atravesar el covid no sea fácil.
El primer escollo, en la guardia del instituto, es que para ingresar hay que explicar por portero eléctrico cuál es la situación. Y yo no entiendo lo que dicen las personas cuando no tienen cara y boca. No hablo por teléfono ni presto atención a porteros eléctricos, megáfonos, altavoces. Por lo que desde el primer momento entrego mi independencia (y un poco de mi dignidad), y es mi marido el que me guía como perro señal (que es el equivalente al perro lazarillo, pero para personas sordas).
Luego de que mi esposo explique mis síntomas ingreso a la guardia, sola.
Ya que no podré entender lo que me dicen porque todos andan con doble barbijo y máscara, voy a observar, inferir, llenar los baches por contexto. Hacer lo que sé hacer: construir la historia.
Voy a ser una voyeur asumida e incluso entusiasta. Porque no puedo negar que el protocolo que se activa a mi alrededor, cuando confirman que tengo covid y una leve neumonía, resulta de verdad interesante. Es un protocolo que permite a los profesionales realizarme estudios intentando, a su vez, tener el mínimo contacto conmigo. Ser invasivos pero a distancia. Acompañarme, pero dejarme sola.
Hablar en su idioma: cómo un jardín de infantes incluyó a una niña con discapacidad auditiva
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Soy extranjera en un lugar en el que se habla (pero se “oculta”) la lengua que hice profesión. La situación tiene un poco de absurdo y un poco de ciencia ficción. Por suerte voy a tener mucho para contar.
Para realizarme una tomografía y para luego llevarme a internación en el "piso covid" de cuidados intermedios, hay que trasladarme. Yo puedo caminar, claro, pero soy un riesgo para todos los que me rodean. Soy material radiactivo y como tal hay que tratarme.
Lo que sigue bien podría ser el guión de una película muda de los años ´20: el camillero enfundado en su traje de protección me hace pasar a la camilla. Se asoma al pasillo. El personal de seguridad recibe el aviso de traslado de un paciente covid y se dedica a cerrar las puertas cercanas y a ordenar la circulación de otros pacientes que ya bastante tienen con sus tratamientos oncológicos como para preocuparse por el virus.
Avanza la camilla. Un guardia, a varios metros, la detiene con un gesto y coloca una valla en el lugar exacto en donde se cruzan caminos. La gente, del otro lado, estira cuellos, pregunta qué está pasando. Yo pido disculpas como puedo, me siento un poco avergonzada. El guardia nos permite avanzar. Allá vamos, el camillero y yo.
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Hace un año que vengo peleando contra las metáforas bélicas en relación al cáncer. Un diagnóstico de cáncer no significa ir a la guerra, ni luchar, ni ganar o perder la batalla. Pero para hablar de cáncer y covid me viene todo el tiempo a la cabeza la idea de estar en las trincheras. De pronto soy el enemigo, o el enemigo anida en mí, y hay que tener cuidado.
Ese tener cuidado implica, para los profesionales que están en la primera línea de atención, una coreografía de movimientos y cambios de ropa que me mantienen atenta los largos días de internación solitaria.
Empecemos, entonces, por la puerta de mi habitación que se mantiene siempre cerrada y que yo nunca voy a abrir. Porque antes de la puerta hay, en el piso, una línea amarilla y negra que no sé si me mantiene adentro o, a los otros, afuera. Pero es una frontera, eso seguro.
La línea indica la distancia que se debe conservar con quien está en la cama, o sea yo, a menos que sea necesario acercarse al paciente.
De este lado de la línea, Corea del Norte. Del otro, Corea del Sur.
Para entrar a Corea del Norte hay reglas estrictas, pasaportes, visas. Los médicos y enfermeros deben colocarse una bata descartable sobre su ropa de trabajo, un par de guantes sobre los guantes, cubrecalzado, doble barbijo, gafa protectora, máscara, gorro. Al salir la película retrocede (tal vez porque vuelven a Corea del Sur, en donde viven en libertad): se quitan la bata, el cubrecalzado, el par de guantes externo, se rocían con abundante alcohol los guantes que les quedan, y todo lo otro lo tiran a un tacho cuya bolsa se meterá luego en otra bolsa que se cerrará con precinto, igual que las sábanas y toallas. La máscara la cuelgan de la puerta de la habitación, del lado de afuera. Máscara, termómetro, saturómetro, tensiómetro y estetoscopio se dejan en la habitación y se usan solo conmigo.
Tres chequeos diarios, una visita del médico de piso, cuatro comidas en envases descartables que yo tiraré a la basura al terminar. Solo para eso alguien ingresa a mi habitación y sale lo más rápido posible.
Me siento un poco culpable de dar tanto trabajo. También agradecida, y enojada porque esto me está pasando a mí.
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Por supuesto, en Corea del Norte todos me hablan a través de sus dos barbijos y la máscara, y a todos digo que no puedo entenderlos, que sé que soy una enorme complicación, pero ya pasó un año de pandemia, ¿no habría que haber previsto esta situación?
Algunos lo entienden e ingresan a la habitación con papel y birome y me escriben:
Soy Agus, la enfermera de la mañana.
¿Dolor?
Si necesitás algo, llamá.
¿Llamo por teléfono?, pregunto.
Y me escriben: sí.
Entonces vuelta a explicar que no hablo por teléfono. Así termino teniendo los celulares de cada enfermera pero con los barbijos, antiparras y máscara no las reconozco y me da cosa mandar WhatsApp a una y que me diga, tal vez, es mí día libre, quién sos.
Imagino que en las otras habitaciones, en las otras soledades del virus, la gente aprovecha el instante en que entra la enfermera para conversar.
¿Cómo está el tiempo afuera?
Dicen que hay una invasión de mosquitos.
¿Somos muchos en el piso covid?
Esos pequeños diálogos sobre nada que te permiten un momento de contacto con otro. Pero yo, no.
¿Cuánto tiempo habrá que pasar en Corea del Norte para empezar a hablar sola?
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En esos días de internación, soledad y silencio (un enfermero dice que la mía es la habitación más silenciosa, tal vez porque la TV está encendida pero en mute), pienso y no termino de decidir si la atención que recibo debería adecuarse a mi discapacidad, o si el covid barrió con las necesidades y las excepciones.
Imagino, porque tengo mucho tiempo para hacerlo, soluciones imposibles o poco prácticas. Poner una computadora en la habitación, por ejemplo, y que me escriban ahí porque en papel y con birome la comunicación no fluye. O que podrían usar algún tipo de casco, como en los laboratorios en los que se guardan muestras de virus (y en las películas). O, si vamos a imaginar en grande, tener una habitación con una casilla vidriada, como los cuartos de radiografías, desde donde hablarle al paciente.
Se me ocurren muchas cosas, también pruebo aplicaciones de transcripción de voz a texto, que en general transcriben cualquier cosa, pero lo mejor que consigo es que uno de los médicos me pida mi celular (ellos no pueden ingresar a la habitación con ningún objeto) y me escriba en una aplicación de notas. Yo pregunto, él responde, y así comenzamos a construir una relación médico-paciente, limitada, pero es lo que hay.
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Escribí sobre la puerta pero no, todavía, sobre la ventana.
En Corea del Norte tengo un ventanal inmenso que da al pulmón de la manzana, desde donde veo mucho cielo y copas de árboles, techos de casas, piletas de natación y gatos echados al sol. Me toca también, en esos días, una tormenta hermosa.
La ventana me mantiene entera. Aguanto la soledad porque tengo esa vista.
Sin embargo, cuando pasan tres, cuatro días, la falta de comunicación con los profesionales me desespera. Yo no soy esta persona tímida y sumisa que no insiste ni repregunta cuando no recibe la información que precisa. Nunca lo fui y no sé cómo aceptar a esta nueva yo atrapada en un espacio sin voces.
Entonces comienza otro viaje, de afuera hacia adentro. Un viaje hacia la paciencia, los límites del yo y los límites que me impone el virus.
Del otro lado de la ventana todo continúa igual, el viento, los árboles, los vecinos, los pájaros, y si bien alegra la vista es un afuera inasible, una enorme pantalla con la imagen fija de un paisaje de ciudad. En mute, como el televisor.
Yo no estoy ahí.
Estoy en la tormenta, como diría Murakami. En esta tormenta que es el virus, el cáncer, la audición, la soledad. Y no me queda más opción que esperar a que pase.
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El día 8 de internación el equipo médico decide que puedo continuar el control en mi casa. Entonces traen una silla de ruedas y una bata, cubrecalzado, guantes. Esta vez me debo cubrir yo, y esperar a que el personal de seguridad vacíe pasillos y aleje curiosos.
Pero qué distinto se siente al día del ingreso, el aire está más liviano y tengo ganas de hablar hasta que me digan basta.
Voy pasando, háganse a un lado, voy hacia la calle, hacia mi esposo que se tienta cuando me ve llegar envuelta en esa bata celeste y enorme, y por fin largo la carcajada que se me mezcla con llanto y lo abrazo fuerte, total él ya tuvo covid, total él y yo sabemos que siempre, en esas circunstancias, vamos a abrazarnos.
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El alta epidemiológica la recibo el mismo día que termino este artículo, cuatro semanas después de los primeros síntomas.
A veces me asombro de cuánto se puede aguantar, de la fuerza que nos nace cuando creemos que ya no tenemos fuerza. Me asombro de las cosas difíciles que me tocan y me asombro de la belleza de un cielo turquesa. Supongo que ese equilibrio es el que me permite seguir adelante. Y observarlo y escribirlo todo. En eso estoy.