Hace algunas semanas, Josefina, una de nuestras miembros co-responsables, nos sugirió un tema para tratar en una nota: cómo es volver de adultos a la universidad.
“Es una experiencia maravillosa y absolutamente diferente a estudiar de más chicos. Es diez veces más plena, aprovechable y disfrutable”, dijo. Y explicó por qué sugirió ese tema: “Siento una gran necesidad de transmitirle a otras personas que esto NO es algo imposible. Que nunca es tarde, que todo se puede acomodar y adaptar y que en esta nueva etapa nadie nos apura”.
¿Cuáles son las motivaciones y desafíos de quienes deciden empezar o volver a la universidad en la adultez? ¿Cómo impacta su entorno es la experiencia?
El deseo de aprender y de superarse
Josefina tiene 43 años y vive en la ciudad de Córdoba. Cuando terminó el secundario estudió y se recibió de contadora pública. Más tarde estudió locución y se abocó a esta carrera. En eso andaba cuando, en 2018, la radio en la cual trabajaba cerró. “Sabía que iba a tener más tiempo. Ser locutora es un trabajo hermosísimo, pero es un desafío artístico, más que intelectual. Y en mi opinión es importante cultivarse integralmente; al menos es lo que a mí me gusta”, cuenta.
Comenzó entonces a estudiar Derecho en 2019, con 42 años. Y dice que, en el turno noche, encontró a muchos otros estudiantes de su edad, y también mayores.
“En mi caso, yo estudio por puro placer, para desafiar mi mente y mi voluntad, para entender la sociedad en la que vivo y porque el mayor conocimiento siempre nos da mayor seguridad y más oportunidades”, cuenta.
Mónica, de 55 años, vive en Wilde y también estudia Abogacía. En su caso, en la Universidad Nacional de Avellaneda. Aunque no es su primera carrera de adulta: en 2016 terminó Psicología Social. “Yo creo que nos revitaliza. Cuando empecé Psicología fue para adquirir un conocimiento que siempre me había interesado y sentía que tenía facilidad. Pero al ir avanzando en la carrera fue un desafío personal, quería recibirme y con las mejores notas. Me dio seguridad y facilidad para relacionarme socialmente ya que era muy introvertida”, narra. Ella, al igual que Josefina, también disfruta mucho de las clases “y hasta de los exámenes”.
Javier, el esposo de Mónica, tiene 56 años y en 2015 se recibió de abogado por la Universidad de Lomas de Zamora, “luego de cursar las 40 materias presencialmente”, aclara.
Él trabajó por 20 años como jefe de administrativos en la Asesoría Jurídica de la Cámara de Diputados. “Estaba rodeado de unos 18 abogados. Algunos muy buenos y otros muy malos, con escaso conocimiento. ‘Si estos se recibieron por qué no me voy a recibir yo’, fue mi consigna y motivación. El tema es que me decidí a estudiar cuando yo quise”.
Ni Josefina, ni Javier, ni Mónica quieren ejercer la abogacía. Y si bien el grupo de personas de más de 40 años que arrancan una carrera universitaria es heterogéneo, esta característica se comparte en muchos casos. “Suelen estar motivados por deseos de crecimiento propio, no vinculado a fines específicos”, reflexiona al respecto Rodrigo Laham Cohen, que enseña Historia en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
Nuevos estudiantes, nuevos métodos
El Ministerio de Educación registra cada vez más universitarios de más de 30 años. En 2005, esta franja etaria representaba el 12,9% del total de estudiantes en la universidad. En 2017 (el año más reciente en el Sistema de Consulta de Estadísticas Universitarias) el porcentaje había subido al 26,31%. Es decir, más del doble en 12 años.
Para María del Carmen Lorenzatti, Doctora en Educación y docente en las universidades nacionales de Córdoba (UNC) y Chilecito (UNeC), este fenómeno responde a una política pública que tiene como eje el Programa de Expansión de la Educación Superior, de 2012, además de la obligatoriedad del secundario, becas y la Asignación Universal por Hijo. “Todo esto hizo que la universidad fuera un horizonte posible”.
En cuanto al Programa de Expansión, Lorenzatti destaca formatos como centros regionales de educación superior y extensiones áulicas de ciertas carreras que permitieron llevar la universidad a localidades más pequeñas. Y, en el caso puntual del conurbano bonaerense, la creación de varias universidades en ese período también contribuyó a la inclusión en la universidad de muchas personas que no podrían haberse trasladado permanentemente a la UBA pero sí estudiar en municipios cercanos.
Pero el hecho de que la universidad reciba a personas más grandes, plantea desafíos en términos pedagógicos, explica Lorenzatti. “Los docentes tienen que adecuarse a las realidades de personas que hace tiempo no estudian, que tienen que retomar el ritmo, pero que por otro lado vienen con muchos conocimientos y hay que escuchar”, agrega.
En este último punto, Josefina opina: “Lo mejor es la experiencia que ya tenés, que te dan los años y facilitan tu razonamiento”. Y aclara: “Al revés de cuando era chica, ahora me animo mucho más a preguntar y debatir con los profesores”. Al respecto, Cohen cuenta de su experiencia en docencia que “Los grandes a veces son más receptivos y se comunican más; los chicos son más tímidos”.
A su vez, Gladys Blazich, docente de Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE) y también investigadora en la enseñanza de jóvenes y adultos, coincide: “Un estudiante adulto posiblemente ya conformó una familia o participa en un sindicato, o tiene experiencia en el entorno social. Llegan con muchos conocimientos vinculados a la vida cotidiana que se deben respetar y sobre los que se debe construir”.
Ella suele adaptar su didáctica en estos casos, por ejemplo, partiendo de discusiones en los que los estudiantes adultos puedan compartir sus experiencias.
Blazich señala que, “según la autora mexicana Mercedes Ruiz Muñoz los adultos aprendemos en muchos espacios sociales diferentes que se mantienen aislados como islas de un archipiélago. El objetivo es conectar estas islas, tender puentes para poder trabajar el conocimiento en adultos”.
Ambas especialistas coinciden entonces en ponderar un estudio “no tan memorístico”.
Algo parecido le pasó a Griselda Sotelo, también docente en la carrera de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. “Fue un desafío importante. Los estudiantes tenían mucho conocimiento de la historia, tal vez de forma ecléctica, relacionada a sus experiencias personales. Y si bien esa es una fuente de conocimiento válida, muchas veces está asentada sobre cierto sentido común, a veces identitario, que no va de la mano del saber histórico”, cuenta.
Su principal herramienta didáctica “fue escuchar e incorporar esos saberes de alguna manera en la propia explicación o discurso, y profundizar sobre los ‘peros’, o sea, sumar esas experiencias válidas para construir una mirada más compleja”.
Desafíos del mundo universitario
Los estudiantes universitarios adultos tienen sus propios desafíos (o se enfrentan de otra manera a los de estudiantes más jóvenes). Josefina enumera tres: “El tiempo, la autoexigencia y la comprensión del entorno”.
Sobre el tiempo, ella —que tras el cierre de su radio comenzó a realizar locuciones en forma independiente— sufrió mucho estrés luego de un semestre en el cual se anotó a todas las materias. Entonces aprendió: “Al estudiar a esta edad, no sentís que te apura el reloj. Asi que hay que ser realistas y analizar la cantidad de tiempo que se puede disponer para cursar y rendir”.
Los lectores y lectoras con los que hablamos trabajan, en casa o fuera de ella, y su agenda, claro está, se vio comprimida al sumarle clases y horas de estudio.
Javier, por ejemplo, agradece que su jefe “se portó re bien”. Y cuenta que en un principio, cuando iba en colectivo a cursar, viajaba dos horas por día.
Carla había dejado abogacía en tercer año. Luego vino su trabajo en Tribunales y la atención a su familia. Pero en 2017, con 46 años, completó la carrera (que tuvo que reiniciar de 0). “Fueron cuatro años y medio de mucho esfuerzo, de toda la familia. Entraba a trabajar a las 6 y a las 14:30 salía para la facultad, donde cursaba todos los días de 15 a 18. Volvía a casa, compartía la merienda con mi familia y enseguida me ponía a estudiar. Mis hijos entendieron y aceptaron tener menos horas a su madre y mi marido se puso la casa al hombro haciéndose cargo de absolutamente todo”, cuenta.
“Hoy mis hijos ya están grandes, pero cuando empecé acomodaba los horarios a ellos”, coincide Alejandra, que también volvió a empezar de más grande su carrera y hoy, con 54 años, está a dos materias de recibirse de arquitecta por la UBA. “Al principio en casa no me apoyaron mucho, lo creían innecesario creo. Pero después, todos ya se acoplaron”, cuenta.
“No me costó agarrar el ritmo de estudio pero si el hecho de salir de casa. Al principio sentía que abandonaba a mi familia porque siempre fui ama de casa”, dice Mónica, que tiene 4 hijos, de los cuales dos viven con ella, aunque todos son profesionales o universitarios. Cuenta que su familia la apoyaba y disfrutaba de verla feliz. “Pero es cierto que tuvieron que adaptarse a ciertos cambios. Mi marido empezó a hacer la cena porque siempre cursé de noche, y mis hijos tuvieron que arreglarse solos en cuanto a su ropa, arreglo de sus habitaciones, etc.”.
En este punto, Lorenzatti aclara que en muchos casos, las familias dicen que van a apoyar al adulto universitario, pero que en los hechos luego no le alivianan obligaciones domésticas.
Sobre la autoexigencia, Josefina admite que “aunque estudio por placer, en mi caso, ser más grande también me da un mayor sentido de responsabilidad”.
En esa línea, Cohen ve a los estudiantes más grandes “muy preocupados por aprobar. Quieren saber qué vas a tomar exactamente. A veces te tocan adultos que, precisamente, hacen mil preguntas y opinan de todo”. Sotelo, su colega en la enseñanza de Historia, coincide: “Los y las estudiantes más grandes asumen un compromiso muy fuerte con la materia, suelen ser los que más participan en las clases, y en general tienen muy buenos resultados académicos”.
Hay riqueza en la diversidad
“Siempre hice grupo con chicos. Estaba acostumbrada a estar con adolescentes por mis hijos. En la facu siempre fui una más”, dice Alejandra, a punto de recibirse de arquitecta.
Josefina cuenta que se sintió “supercómoda y divertida con los compañeros más jovencitos, son muy inteligentes. Y eso es genial, porque hay un intercambio maravilloso entre nuevos pensamientos y la experiencia de los más grandes”.
“Es una gratísima experiencia. Tengo compañeros muy jóvenes y adultos más grandes que yo. A los mayores nos recibieron muy bien, nos dan una mano con la tecnología y nosotros transmitimos experiencias anteriores.”, dice Mónica.
Sotelo, desde su experiencia docente, cree que el intercambio entre generaciones es “una de las situaciones más enriquecedoras de la universidad, porque pone en relación tanto a estudiantes como a docentes más jóvenes con otras generaciones, de una forma horizontal, donde todos aprenden”.
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