La pandemia de la COVID-19 tuvo un impacto inmenso, impredecible y duradero sobre las economías en todo el mundo. Por ello, los gobiernos tienen la oportunidad —y la obligación— de repensar el papel y el objetivo de la política fiscal.
Hace ya mucho se debiera haber adoptado un nuevo enfoque; desde la época de la primera ministra británica Margaret Thatcher y el presidente estadounidense Ronald Reagan la ortodoxia económica imperante impidió de hecho la función potencial del estado como inversor y convirtió al equilibrio presupuestario en un fin en sí mismo.
Esta indiferencia, tanto en términos de la dirección como del nivel de la actividad económica, hizo que la crisis de 2008-09 se tornara inevitable y que la posterior carrera hacia la austeridad debilitara la recuperación. Ahora, el colapso simultáneo de la oferta y la demanda posterior a la COVID-19 hace que la ortodoxia neoliberal resulte doblemente insostenible.
Existe, sin embargo, poca evidencia de que un nuevo pensamiento fiscal esté en camino. Es cierto, se está implementando el financiamiento de emergencia, pero a menos que se estructure ese gasto, se repetirá el resultado pos-2008: la liquidez llevará a una suba de los precios de los activos en los mercados financieros, pero será de poca ayuda para la economía real.
Es posible que en el Reino Unido el primer ministro Boris Johnson aspire a ocupar un lugar similar al del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, pero este publicitado «nuevo pacto» no tiene ni por asomo la escala o la ambición del New Deal original de FDR y el gasto gubernamental anunciado hasta el momento no va más allá de «apagar incendios».
La respuesta ante la emergencia ha puesto de relieve que el enorme poder fiscal del Estado, cuando las circunstancias lo requieren, es perfectamente capaz de abastecer a los hogares durante meses mientras las empresas privadas están paralizadas. En línea con eso, la meta para los próximos meses y años no debe ser la de echar por la borda la economía de los subsidios lo antes posible, sino transformarla en una asociación duradera entre el Estado, las empresas privadas y los trabajadores.
Una nueva referencia
Así como para salir de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial fueron necesarias la colaboración política y la adopción de ideas que en las décadas de 1920 y 1930 se consideraban radicales y «antiempresariales», la recuperación pospandemia debe ir más allá de la simple gestión de la crisis: es hora de abrazar la capacidad única y profunda del Estado para orientar la vida económica en favor del bien común.
Después de todo, no faltan desafíos de largo plazo que requerirán un liderazgo político proactivo y que la inversión pública se rija por una misión. Ante una histórica ola de calor en el Ártico, la necesidad de reorientar la economía hacia el crecimiento limpio y sostenible nunca ha sido tan urgente ni obvia. Y aunque el llamado a un Nuevo Pacto Verde (Green New Deal) con una escala similar a la de la época de la Segunda Guerra Mundial ya ha ganado impulso, la crisis de la COVID-19 demostró que «seguir como de costumbre» no es lo adecuado para este propósito. A la hora de la verdad son los estados, no las empresas privadas, los principales actores económicos.
Las dimensiones socioeconómica y climática de la crisis actual están estrechamente vinculadas. El legado de las políticas de laissez-faire dejó a sectores clave y grandes franjas de la fuerza de trabajo crónicamente subempleados y subvaluados. Como mostró el Comité sobre el Cambio Climático del RU, los actuales problemas económicos ofrecen el momento perfecto para acelerar «la transición hacia una economía más limpia con emisiones netas nulas y para fortalecer la capacidad de recuperación del país ante los impactos del cambio climático».
Pero cualquier versión modernizada del New Deal debe incluir una nueva constitución fiscal. De lo contrario, no habrá garantías para evitar el regreso de la ortodoxia financiera cuando se considere que la emergencia actual ha terminado.
El Estado debe ocupar un papel permanente y sostenido para orientar, estabilizar y, en caso necesario, transformar la vida económica. Limitar las intervenciones a reparar el sistema en los momentos problemáticos garantiza otra crisis. Del lado de la oferta se debiera prestar más atención a orientar la producción hacia las necesidades de desarrollo de largo plazo: una economía más sostenible, innovadora e inclusiva. Del lado de la demanda es hora de reafirmar el compromiso keynesiano con el pleno empleo, estableciendo un esquema de garantías laborales para asegurar que no se desperdicie ni erosione el capital humano durante la transformación económica venidera.
Para ser más precisos, un New Deal modernizado implica prestar tanta atención a la dirección del crecimiento como a su tasa, implica inclinar activamente el campo de juego hacia una dirección más ecológica, que no solo requiere proyectos «listos para entrar en obra» en infraestructuras limpias, energías renovables y otras formas de descarbonización, sino también una visión para diseñarlos y coordinarlos como parte de una nueva senda de crecimiento sostenible. También son necesarios nuevos incentivo para impulsar la inversión privada en la dirección correcta. Se deben alinear los impuestos, la normativa y otras políticas públicas para impulsar la planificación de largo plazo y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en toda la economía.
Ese tipo de enfoque para la gestión económica —orientado por una misión— haría rendir más al presupuesto público, tanto por la reducción del multiplicador negativo de las caídas económicas como el aumento del multiplicador positivo de las subas.
El Estado vacío
Como observó John Maynard Keynes a mediados de la década de 1930: «La dificultad reside no en las ideas nuevas, sino en rehuir las viejas que entran rondando hasta el último pliegue del entendimiento de quienes se han educado en ellas como la mayoría de nosotros». Hoy, el principal fracaso del modelo económico dominante —especialmente en Estados Unidos y el RU— ha sido descuidar los bienes públicos.
Aunque son fundamentales para el funcionamiento adecuado de la economía, el sector privado carece de incentivos para proveerlos, por eso Adam Smith sostuvo en La riqueza de las naciones que es obligación del Estado proporcionar la infraestructura de la cual depende la economía de mercado. Y con la inclusión en la lista de bienes públicos del acceso a las tecnologías de datos y digitales, tenemos que ser más ambiciosos en términos de proveer lo que los ciudadanos necesitan para prosperar.
La ortodoxia contemporánea, sin embargo, subordina este deber al de equilibrar el presupuesto gubernamental: sencillamente se abandona la responsabilidad de desarrollar los recursos reales de la economía en nombre de un imperativo financiero que, en realidad, solo corresponde a los hogares. Mientras que los hogares deben equilibrar los presupuestos a lo largo del tiempo, los gobiernos debieran crear presupuestos que equilibren la economía garantizando el pleno uso de su capacidad.
Es fundamental que, para resucitar la noción de los bienes públicos, garanticemos que no sean simplemente «correcciones» de las fallas de mercado, sino elementos centrales en la interrelación entre el gobierno y la empresa privada. La lógica estrecha de mantener al mercado debe dar paso a una lógica proactiva para crear y modificar al mercado.
La ortodoxia dominante descansa en dos supuestos aparentemente axiomáticos: que la inversión pública es una forma de desperdicio y debe, por lo tanto, ser minimizada; y que las economías de mercado tienen una tendencia espontánea a lograr el pleno empleo (definido como la tasa «natural» de desempleo). De esos axiomas se desprende que solo cuando los mercados no pueden asignar eficientemente recursos suficientes se debe usar la inversión pública para reducir las «fricciones».
La crisis financiera de 2008-09 ya dejó en evidencia la debilidad de este modelo. Entre 1975 y 2000 la relación entre inversión bruta pública y el PIB en el Reino Unido cayó del 8,9 % al 1,7 %. Eso llevó a que se reorientara más gasto de inversión hacia la especulación, donde no solo se desperdició, sino que además funcionó como desestabilizador y ayudó a crear una serie de crisis financieras.
La crisis de la COVID-19 expuso aún más las fallas del modelo ortodoxo, especialmente porque resaltó las graves deficiencias en términos de bienes públicos, desde la infraestructura básica de salud hasta los equipos de protección personal.
La ortodoxia recetó la privatización, la protección de patentes y la tercerización de funciones críticas del gobierno en casi todos los ámbitos relevantes, desde la investigación y el desarrollo en medicina y tecnología hasta el transporte, la salud y la educación. Después de años de recortes de gastos, muchos gobiernos occidentales estaban totalmente faltos de preparación para lidiar con un shock como el de este año.
En cuanto apareció la COVID-19 también lo hicieron las señales de la decadencia, desde problemas en las cadenas críticas de aprovisionamiento hasta la inadecuada capacidad estatal. En todo el mundo occidental los gobiernos echaron mano a todo lo que tenían para responder a la pandemia, pero resultó demasiado poco, demasiado tarde. Desarrollar la suficiente capacidad estatal lleva años de inversión paciente, no alcanza con lanzar dinero desde helicópteros sobre la economía en respuesta una emergencia.
Además, este déficit en la oferta es producto de un déficit en la demanda. Desde la crisis de 2008 las economías han funcionado muy por debajo de su capacidad plena. Aunque la tasa de desempleo del RU en 2018 fue del 4,2 %, su tasa de subempleo —que incluye a quienes trabajan a tiempo parcial y no logran conseguir empleo a tiempo completo— era más próxima al 8 % (y ese dato no registra a quienes están obligados a trabajar por debajo de sus cualificaciones).
¿Lecciones aprendidas?
Debido que los gobiernos se fijaban en la contabilidad financiera más que la de los recursos reales durante la Gran Recesión, perdieron la oportunidad de comenzar a desplazar la actividad económica en una dirección más sostenible e inclusiva. Peor aún, muchos abandonaron las medidas de estímulo en favor de una consolidación fiscal que limitó el crecimiento. En el caso del RU, Simon Wren-Lewis, de la Universidad de Oxford, estima que la austeridad demoró la recuperación económica hasta tres años, exactamente como lo hubiera predicho el keynesianismo básico. Y aunque se mantuvo una política monetaria expansiva, no logró contrarrestar la política fiscal contractiva del país.
Ciertamente, el Banco de Inglaterra afirmó que la situación hubiera sido incluso peor si no hubiese estado «cebando la bomba». Sin embargo, con sus compras de activos, los responsables de las políticas simplemente ponían dinero «nuevo» en manos de quienes ya tenían activos y, por lo tanto, eran menos propensos a gastarlo. A menos que se vincule la creación de dinero con la creación de oportunidades en la economía real, la mayor parte de la liquidez provista por el Banco Central termina nuevamente el sector financiero, exactamente como ocurrió después de 2008.
Las lecciones de la última crisis son claras: la marginalización de la función de inversión del Estado quitó a los responsables de las políticas las herramientas necesarias para lidiar con un evento inesperado o estabilizar la economía, ni hablar de orientarla hacia un crecimiento sostenido. La inversión pública es fundamental, no solo para solucionar las fallas de mercado sino también para impulsar el gasto de alto riesgo e intensivo en capital necesario para la innovación y, con él, el propio desarrollo del capital. Se puede aprovechar tanto del lado de la oferta —con inversiones en proyectos transformadores cuyos riesgos son demasiado grandes para que los afronte una empresa privada— como de la demanda a través de políticas de compras públicas.
Bajo el consenso neoliberal de Washington, fueron estas funciones estatales las que en gran medida se tercerizaron, voluntariamente en el caso de los países desarrollados y como requisito para la asistencia financiera en los países en vías de desarrollo (que fueron entonces reetiquetados como «mercados emergentes»). La regulación del sector financiero y del mercado laboral, la privatización de las empresas públicas y la austeridad fiscal fueron las recetas de una fórmula supuestamente universal que combina la micro y la macroeconomía, y se debe aplicar independientemente del grado de avance de los países.
La economía neoliberal adhiere a la «ley» del economista Jean-Baptiste Say, que sostiene que la oferta crea su propia demanda. Esto implica que al eliminar la influencia política innecesaria sobre los incentivos económicos el mercado garantizará la creación de valor óptima. La política entonces se convierte en una carrera para reducir la incidencia del Estado sobre el mercado, ignorando simultáneamente en gran medida la relación entre oferta y demanda en el mundo real, especialmente los déficits de oferta y demanda.
Pero la administración neoliberal también se nutrió selectivamente de la «economía del bienestar», que asigna a los gobiernos la función de emparchar las cosas cuando se desvían del ideal del mercado perfecto. Esta referencia analítica, junto con el miedo al inevitable «fallo del gobierno», aseguraron que la reparación del mercado nunca llegara a ser una renovación del mercado. El mercado, no el Estado, siempre recibía el beneficio de la duda.
Mercados con una misión
Ahora que la COVID-19 sacó a la luz el daño generado por el paradigma anterior, es hora de comenzar a diseñar una nueva era de inversión pública para reformar el panorama tecnológico, productivo y social. El nuevo modelo debe abrazar la conciencia de que nuestras economías no se expanden simplemente en el vacío, sino que siempre evolucionan en alguna dirección. Por sí mismas las economías de mercado tienden a favorecer las actividades cortoplacistas o de extracción de valor, de ahí las generalizadas tendencias de financierización y desindustrialización que hemos presenciado durante las últimas cuatro décadas.
Por el contrario, en las economías de mercado con un gobierno orientado hacia una misión, el gasto público y las políticas orientan la actividad hacia metas socialmente deseables más allá del mero crecimiento por el crecimiento en sí. Más allá de Estados Unidos en la época del New Deal, un buen ejemplo en el mundo real del nuevo modelo es Nueva Zelanda, cuyo gobierno ha adoptado un «presupuesto de bienestar» para alinear las decisiones de gasto público con objetivos más amplios.
El enfoque orientado por una misión también permite una nueva forma de estímulo fiscal dirigido. La idea es comenzar con un desafío de gran escala, como el cambio climático, y descomponerlo en metas concretas de política, como lograr emisiones netas nulas en una cierta región para una fecha dada. Con las metas definidas se puede aplicar toda la fuerza de los subsidios, créditos y contratos de adquisiciones del gobierno para aprovechar el potencial combinado de los sectores público, privado y no gubernamental.
Para salir al paso de las objeciones previsibles, este enfoque orientado a una misión no implica elegir ganadores y perdedores en términos de sectores, tecnologías o empresas; la idea es más bien elegir problemas específicos y permitir que surjan soluciones a través de un proceso ascendente de experimentación e innovación entre sectores. El mismo proceso creará nuevas oportunidades de empleo.
Lograr la neutralidad en las emisiones de carbono en una región específica, por ejemplo, requerirá nuevas formas de colaboración entre los sectores energético, de transporte, de materiales, digital, tecnológico, de infraestructura y otros, así como nuevos tipos de trabajo para refuncionalizar, reutilizar y reciclar los recursos y el capital existentes.
La creación de empleos y el lado de la demanda en términos más generales es donde entra en juego el segundo pilar de la nueva constitución fiscal. Una transición económica suave requerirá un programa laboral del sector público que procure generar una base impositiva sostenible que «atraiga» a la actividad económica que la crisis hubiera dejado, de otro modo, ociosa. De hecho, debiéramos considerar al pleno empleo genuino como un bien público.
Después de todo una persona empleada a tiempo completo no solo aumenta su propio ingreso, sino también el de toda la comunidad porque puede comprar más. Cuando la gente está subempleada o desempleada tiene menos ingresos con los cuales impulsar la demanda en la economía y la situación es peor para todos.
En 1948, un economista que más tarde recibiría el premio Nobel, Paul Samuelson, señaló que «el sistema fiscal moderno tiene excelentes propiedades inherentes de estabilización automática». Cuando la economía decae, el déficit presupuestario aumenta automáticamente; cuando la economía se recupera, el déficit automáticamente disminuye.
Para mantener esta estabilidad inherente, afirmó que «no se debe tratar de equilibrar el presupuesto durante una caída económica». Pero, como dijo el propio Samuelson, «un estabilizador inherente reduce parte de la fluctuación en la economía, pero no elimina el 100% de las alteraciones. Las alteraciones restantes deben ser resueltas a través de la acción fiscal y monetaria discrecional».
La máxima solución del mercado
En el caso de los recuperación actual, esa acción discrecional debe incluir un programa de empleo público (PEP), en línea con lo que presentó el Instituto de Economía Levy, con sede en EE. UU. Esto constituiría un estabilizador anticíclico mucho más potente que el sistema descrito por Samuelson, pero también representaría la continuación de las políticas inauguradas por el New Deal de Roosevelt.
Entre 1935 y 1943, la Administración de Obras Públicas (Works Progress Administration, WPA) de EE. UU. empleó a 8,5 millones de estadounidenses y ofreció casi todos los trabajos imaginables, desde la construcción de infraestructura y exterminación de plagas hasta la producción de libros en braille y actuaciones en las sinfonías más importantes del mundo.
De manera similar, el Cuerpo Civil de Conservación (Civilian Conservation Corps, CCC) fue diseñado para proporcionar empleo a casi un millón de jóvenes desempleados en proyectos que incluían la prevención de incendios forestales, inundaciones y erosión del suelo, el control de plagas y enfermedades en plantas, la construcción, el mantenimiento o la reparación de senderos, caminos y carriles de emergencia en parques nacionales y bosques nacionales, y otras tareas similares […] según lo determine conveniente el Presidente».
En el PEP que bosquejamos, el gobierno del RU garantizaría empleo a un salario fijo por hora (no inferior al salario mínimo nacional) a todo adulto en edad de trabajar que no pueda encontrar empleo en el sector privado. Se centraría en la creación de puestos de trabajo en áreas críticas para orientar la economía hacia una transición verde y brindaría programas de capacitación para que los trabajadores del PEP pudieran desarrollar o mantener sus habilidades, preparándolos así para el empleo en el sector privado.
Por otra parte, un PEP robusto ofrecería cuatro ventajas importantes sobre el statu quo. En primer lugar, crearía un amortiguador en el mercado de trabajo que se ampliaría y contraería automáticamente con el ciclo económico, limitando las variaciones discrecionales del gasto. Apoyaría entonces la demanda agregada y simultáneamente ofrecería protección contra la posibilidad de gastos públicos inoportunos (por pronósticos incorrectos o interferencia política indebida).
En segundo lugar, un PEP mantendría mejor la empleabilidad de los trabajadores que los beneficios por desempleo y se podría combinar fácilmente con capacitación en el trabajo, un factor importante para la recuperación económica y el crecimiento a largo plazo.
En tercer lugar, esos empleados del PEP cobrarían honorarios fijos, creando así un piso para los salarios en el sector privado. Si el salario del PEP se fija en el salario nacional mínimo, sería innecesaria la legislación para el salario mínimo y todos los costos asociados para garantizar su cumplimiento. Y, como sostiene Pavlina R. Tcherneva, del Instituto de Economía Levy, si se fija el salario del PEP por encima del salario mínimo, tendría incluso un efecto distributivo beneficioso.
Finalmente, se puede usar el PEP para influir sobre la estructura del empleo en general, orientando el talento y los recursos hacia los objetivos del Nuevo Pacto Verde.
El paradigma del PEP
En nuestro esquema para el RU, el programa tendría financiamiento nacional, pero sería gestionado localmente por diversas agencias: los gobiernos locales, las ONG y los emprendimientos sociales. Cada una de ellas tendría que crear oportunidades de empleo in situ donde más falta hagan (para el medio ambiente, las actividades cívicas y el cuidado de las personas), cubriendo las necesidades de la comunidad con personas subempleadas o desempleadas.
Por supuesto que habrá problemas, como todas las nuevas ideas esta tendrá que romper una barrera de pensamiento muy arraigado. La noción de que las economías naturalmente tienden al pleno empleo es una parte de la ortodoxia que ya debiera haber quedado plenamente desacreditada por los hechos. Sin embargo, continúa arraigada en las condiciones cada vez más rigurosas que se exigen para recibir los beneficios por desempleo.
El supuesto subyacente es que el problema siempre es la reticencia de los desempleados a trabajar, más que la falta de empleos. En cualquier caso, un PEP superaría esos debates morales al ofrecer trabajo o capacitación a todos quienes estén en condiciones de aprovecharlo y deseen hacerlo, aliviando así, ante todo, la necesidad de los beneficios por desempleo.
Un PEP es, en última instancia, una idea inherentemente ecológica, porque se ocupa de dos formas de desatención y devastación económica: la del capital natural y la del capital humano. Por lo tanto, no se lo debe considerar solo como un programa de consumo anticíclico, sino también como un ingrediente fundamental de lo que la académica de la tecnología Carlota Pérez llama «crecimiento verde inteligente».
La economía carecerá de capacidad productiva actualizada mientras una gran parte de la fuerza de trabajo siga subempleada y mal remunerada, pero con políticas salariales inclusivas y una demanda agregada más sólida, las empresas tendrán que reinvertir en equipamientos más inteligentes. Explotar a los trabajadores precarios ya no será una opción viable para mantener las ganancias corporativas.
La revolución de la tecnología de la información y los grandes avances en energías renovables de los últimos años han mostrado que la innovación genera nuevos productos, servicios, materiales y formas de vida, y que todos ellos crean empleos. La ortodoxia neoliberal ignoró la necesidad de transformar el viejo capital en nuevo y ahora somos más pobres, económica y socialmente, por ello.
Es hora de reiniciar los círculos virtuosos de una demanda fuerte e inversión elevada, poniendo énfasis en el crecimiento verde y un adecuado alineamiento de los lados de la oferta y la demanda de la economía. Una nueva constitución fiscal, garantizada con un PEP, proporciona la base para una economía de ese tipo. No desperdiciemos esta oportunidad para reformar el capitalismo en beneficio de la gente y el planeta.
Mariana Mazzucato, profesora de Economía de la Innovación y Valor Público y directora del Instituto para la Innovación y los Fines Públicos (Institute for Innovation and Public Purpose) del UCL, escribió El valor de las cosas: Quién produce y quién gana en la economía global. Síguela en Twitter: @MazzucatoM.
Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores británica, es profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick.