Fotos: Alejandro Guyot
Me despierto cuando el respirador se apaga, y siempre abro los ojos como si me arrancaran de un susto. Mi boca no se abre ni se cierra demasiado, así que mastico con la boca abierta y hago ruidos extraños. Una noche mi viejo me dijo: shhh, callate, no hagas ruido mientras comés, y me puse a llorar sobre el plato. No aguanto estar solo ni cinco minutos. Si necesito algo, no puedo moverme y hacerlo. Me importa mucho mi pelo. La kinesióloga dice que soy edición limitada. Mi perro me tiró tantas veces de la silla de ruedas que ya ni se me acerca.
En el pecho tengo un nódulo que parece una teta. Hay días en los que despierto con la mitad de la cara entumecida. Las zapatillas que uso ya tienen cuatro años, y siguen nuevas. Mis piernas miden lo mismo desde que nací. A los cuatro, decía que era Dios: “Ser raro te da poderes”, pensaba. Comía tierra.
Me gusta asustar a los nenes para hacer reír a mis amigos. Dibujé, sobre todo, siluetas humanas, hasta que los brazos no me sirvieron más.
Mis padres me bañan y me refriegan jabón por el pito. Mamá pide que no me rasure el pelo para no mostrar los nódulos, “aunque sean lindos”. También me dice: “Para mí vas a ser un bebé toda la vida”.
Una vez tuve un sueño erótico con ella.
Tuve un kinesiólogo que, en vez de llevarme a comprar galletitas al kiosco, frenaba en la esquina y me hacía hablar con las putas.
Un enfermero que me agarraba de los testículos y me preguntaba cada media hora si quería hacer pis. Otro que me quiso masturbar con guantes. Otro que tomaba cocaína y pintaba las paredes de mi casa rapidísimo. Otro que había sido milico durante la dictadura. Mi enfermera actual —Vero— tira mi pis en el bidet.
Mi kinesióloga actual —Fernanda— ve gente muerta cuando le sube la fiebre.
Si me inclino hacia adelante, se me cae la baba. No lloro nunca, pero se me caen lágrimas sin que me dé cuenta y hay que secarlas con un papel. Me cuesta pronunciar la erre.
No tuve miedos hasta que los tuve todos de golpe.
Pasé mucho tiempo en hospitales. En el hospital, pasar de sector en sector acostado en una camilla es como pasar de un sueño a otro.
No creo en Dios, pero si me quedo solo y llamo a mi mamá o a mi enfermera y no viene nadie, le pido que me mande con urgencia a alguien. Estoy quieto, la enfermedad me encierra.
Tengo nódulos en la espalda. Cuando pido que me pongan los auriculares o que me limpien el oído con hisopos, no encuentran el agujero de la oreja.
Mi mamá se llama Gabriela y es bailarina. Mi papá se llama Juan y es dueño de un local de computación. Están separados desde que yo tengo dos años. Mis hermanos mayores son mellizos: tienen veinticuatro. Mi hermano rubio se llama Agustín, toca la guitarra, compone.
Mi hermano morocho se llama Juani y aspira a ser un comerciante o un futbolista exitoso. Ellos me llevan a todos lados y yo les digo que son como mi Uber. Vivo en casa con mamá y con ellos. También tengo un hermano chiquito —hijo de otra pareja de mi papá— que tiene catorce años y se llama Joaquín; es estudioso, se tira pedos en mi cara y me roba la computadora para jugar. Viene tres noches por semana a dormir a mi casa.
Yo no sé qué hago acá.
Pensé en subir a la silla de ruedas —que tiene motor—, acelerar, llegar a la estación de trenes y apagarla en el medio de las vías.
Algunas veces, en varios supermercados, me escondí caramelos, chocolates y alfajores en la espalda, me acosté en la silla y me fui sin pagar.
Juego a la PlayStation y gano aunque no llegue a todos los botones. Rapeo a una velocidad tan eléctrica que parece que no respiro.
Cuando quiero mear o cagar, sacudo las patas. Si me hacen cosquillas, grito mamá o papá. Cuando me preguntan qué onda las chicas, me pongo colorado y digo: tranqui. También tengo miedo de calentarme mirando a una nenita con un cuerpo chico y parecido al mío. En las clases de mamá hay muchas y las veo desde atrás de una planta.
Me cortan la comida chiquitita, pero me gustaría devorar pedazos gigantes. Me caí muchas veces con la silla, de cara al suelo, pero nunca me rompí nada: la sangre salta, pero los nódulos protegen.
Cada noche, me pregunto si a la mañana siguiente estaré vivo.
Soy raro, soy deforme, lo voy a contar todo.
La primera pregunta que se hacen todos es: “¿Nació así?”. La respuesta es no.
Mamá me lo acaba de contar.
—Eras un bebé que no tenía nada de nada. Naciste por parto normal: mami empujó solo dos veces y saliste. Tenías las pestañas largas, la carita rosa, eras cachetón. Y morrudo. Hasta que… bueno.
Igual siempre fuiste hermoso y tranquilito.
Hace un rato, le pedí un baño de inmersión. Me sentó en la reposera y ahora me manguerea como si fuera una planta. Me frota jabón por los nódulos, pero no salen. Nunca salen. Están pegados. No sé bien qué pasa con mi cuerpo. Mi pecho es un paisaje escarpado de montañas rosas. No me puedo mirar el pito. Nunca me toqué los pies, ni la espalda, ni la cadera, ni la cara: nunca me toqué. Hay partes de mi cuerpo que no conozco.
Es marzo de 2018. El 30 de enero cumplí veinte años.
Mi enfermedad se llama fibromatosis hialina juvenil —fhj—, es genética y autosómica recesiva: mis padres, ambos, tienen el gen de la patología. Fabrico más colágeno de lo normal, más piel, más tejido conectivo, y así nacen estos bultos redondos, los nódulos, que son tumores benignos, las pelotas que se ven en las fotos. La enfermedad modifica todo mi cuerpo y no me deja, entre otras cosas, caminar. Invade el cuerpo de piel —por dentro, por fuera— y parezco un hombre derretido.
La cosa —esta cosa— comenzó a manifestarse a los ocho meses de vida.
O a los seis.
O a los cuatro.
Mamá no me da una fecha exacta.
Mamá me viste.
Me cuenta que cuando era chico —no sé qué tan chico—, me estiraba la pierna para ponerme un pantaloncito y yo flexionaba las rodillas y me quedaban dobladas. Ella intentaba estirarlas: volvían. No gateaba. Y me había salido una bolita de piel en el pecho que no era una verruga.
Me llevaron al Hospital Garrahan. Hubo varios estudios, vinieron especialistas internacionales, me sacaron fotos del bultito. Los especialistas de acá fueron a congresos en el extranjero, llevaron las imágenes, dijeron miren esta cosa rara, ¿alguno sabe qué mierda es? ¿Un quiste, una bola de grasa, un grano caprichoso? Hasta que me diagnosticaron la enfermedad. Fue la dermatóloga Margarita Larralde de Luna: dijo fibromatosis hialina juvenil, y la diferenció de hialinosis sistémica, que es mortal.
Mamá me dice que, cuando se enteró, lloraba por las rampas coloridas del hospital; papá no hablaba. Mientras tanto, mi cuerpo iba cambiando. Empecé a tener hipertrofia gingival, por ejemplo: la carne crece de más en las encías, el mentón se infla. Aparecieron nódulos subcutáneos.
Ahora, en las rodillas y en las piernas, tengo nódulos internos, que me trituran las articulaciones. Los de afuera no molestan tanto, pero son feos, blandos, esponjosos. Generan pliegues —lugares horrendos, transpirados— en los que, si no se limpian, se hace un pasticcio blanco. Adentro de los nódulos hay venas, arterias, un poco de vida. Aunque me los operaron varias veces, volvieron a salir. Por eso no puedo estirar las piernas ni caminar.
La enfermedad no se mueve por los órganos vitales ni por la sangre, no afecta el sistema nervioso ni el hormonal. El cerebro funciona. Aunque el cuerpo viva para no funcionar. Solo hay sesenta y cinco casos en el mundo, dos en la Argentina: Mayra Ordóñez y yo. Una vez la vi. Mamá me cuenta que se escribía con un chico de Francia y con una mujer de España, que tenían lo mismo. Yo nunca lo supe. ¿Habrán crecido?
Yo tengo veinte años y el cuerpo del tamaño de un nene de seis.
Un cuerpito.
La enfermedad no tiene cura. Ni mejora.
Duermo abrazado a enfermeros y a un respirador, porque tengo apneas del sueño. Una máscara encaja en una manguera larga y fina, que se conecta a un aparato que me manda aire a presión. Durante algunos segundos, mientras duermo, dejo de respirar. Por los nódulos y la movilidad reducida, mi tórax es chico y no se expande. El respirador —bipap es el nombre técnico— me ayuda. Además, por las dudas, tengo un tubo de oxígeno al lado de mi cama. Nunca lo necesité.
Estudio periodismo, pero no me gusta ninguna materia.
Y —bonus track— tengo crisis de ansiedad todos los días.
El cielo me da vértigo. Como viajo en la silla, no apoyo los pies en la tierra. No tengo miedo de caerme, pero sí de desmayarme o de morir infartado: si me dejan solo, nadie se daría cuenta. Sufro mareos, puntadas en el pecho, falta de aire, hormigueo y transpiración en todo el cuerpo.
Sin embargo, dicen que soy el prototipo de la ternura, que soy un genio, un guerrero, alguien con un poder de adaptación muy grande, que soy un enviado de Dios, un angelito, que tengo un millón de amigos. Dicen, o creen, que por estar en una silla de ruedas soy una buena persona, que no puedo ser un hijo de puta.
Yo lo que tengo es miedo.
Nunca les pregunté nada a los médicos que me vieron. Ellos hablaban con “los papis”.
Tampoco quise hablar con Mayra, la otra, la que es igual a mí.
—Esquivabas, esquivabas, esquivabas —dice mamá, y me corre el pelo con su uña pintada—. No pude hacer nada. Mirá que te insistí: que nadaras en una pileta especial, que fueras a un taller de rap, que vieras fuera del hospital a tu amiguita que estaba internada, que bailaras en la silla de ruedas con otros, que jugaras al fútbol con la motorizada. Veías a un discapacitado y me pedías que cruzara de vereda. Eso te espantaba. Yo quería que bailaras conmigo.
Es 2018 y me doy cuenta de que la enfermedad no existió.
Hasta ahora.
Este texto es un fragmento del libro Formas propias. Diario de un cuerpo en guerra.