Tienen entre 20 y 30 años y son una generación de sobrevivientes: los médicos no pensaron que iban a llegar a la adolescencia y ahora muchos de ellos viven el pasaje entre el sistema pediátrico y el de adultos como un duelo que pone en riesgo su adherencia al tratamiento.
Desde la Red Argentina de Jóvenes y Adolescentes Positivos (RAJAP) advierten que no hay políticas públicas pensadas para ellos y reclaman estrategias de acompañamiento en la adolescencia.
“No es que tengo VIH hace unos años, llevo toda la vida en tratamiento”, escucho por teléfono. La que habla desde su casa en Rosario es Camila Arce. Tiene 23 años: nació en 1994, cuando la epidemia de VIH (Virus de la Inmunodeficiencia Humana) llevaba casi 15 años. Sin embargo, los médicos se resistían a testear a su papá, aunque hiciera tiempo que caía enfermo con distintas infecciones: como hombre heterosexual, decían, no era parte de lo que entonces se entendía como “población de riesgo”.
Camila nació con el virus: en esos años los tratamientos no eran tan efectivos como hoy y cuando su mamá confirmó que también era seropositiva ya era demasiado tarde para evitar la transmisión perinatal. “Vos tenés un virus que si no tomás los medicamentos te podés enfermar como tu papá”, le dijo cuando tenía 4 años, poco después de la muerte de su papá. “Vas a estar bien y vas a tener una vida como cualquiera, pero es mejor que no se lo digas a nadie porque la gente no lo entiende”.
Su historia está lejos de ser una historia del pasado. Como ella, todavía hoy nacen niños y niñas positivos, “verticales” en la jerga médica. Es más, en Argentina 5 de cada 100 bebés de madres con VIH son diagnosticados con el virus. Diseñar políticas públicas que tengan en cuenta su situación es no solo una deuda del presente, sino una obligación para el futuro.
El tratamiento antirretroviral altamente efectivo llegó a Argentina en el año 2000, cuando Camila tenía 5 años. El “cóctel” cambió todo -los médicos hablaban del “efecto Lázaro”, porque personas muy enfermas se recuperaban rápidamente- y ella empezó a tomarlo poco antes de empezar primer grado: eran jarabes muy feos y polvos diseñados para adultos que no podían tragar sólidos. No había -todavía no hay- formulación pediátrica, los infectólogos dosificaban la medicación de adultos para los chicos. Veinte años después, está cansada: llegó a tomar 18 pastillas por día, nueve a la mañana y nueve a la noche.
Punto de encuentro
Conoció a la Red Argentina de Jóvenes y Adolescentes Positivos (RAJAP) en 2010, a los 16 años. Era lo que estaba buscando: un lugar donde encontrarse con otros adolescentes que vivieran con VIH. Hasta ese momento, la única otra persona positiva que conocía era su mamá. Participó en un el primer encuentro nacional de la red en Chapadmalal, provincia de Buenos Aires, y volvió decidida a ser visible.
Contó que era VIH positiva en la escuela y en sus redes sociales. La visibilidad tuvo sus pro y sus contra: “Me permitió conocer a un montón de gente que está viviendo muy mal y que necesita hablar con alguien. Pero también me pasa que hay chicas, y sobre todo chicos, que no tienen información y no quieren seguir conociéndome”.
Como Camila, Matías Chaves se hizo visible unos meses después de sumarse a RAJAP: el 1 de diciembre -Día Mundial de la Lucha contra el Sida- de 2015, a los 23 años, apareció con nombre y apellido en una nota periodística y lo contó en su cuenta de Facebook. Lo hizo pensando en otros como él que, por distintas razones, no pueden hacerlo. Para enviar un mensaje: se puede vivir -amar, tener hijos, trabajar - con VIH. Fue un paso sin retorno: una vez que todo el mundo sabe, no hay vuelta atrás. Tus jefes lo saben, cualquiera que te stalkee en redes lo puede saber. Y, como le dijo alguna vez su mamá a Camila: no todos entienden.
RAJAP fue creada en 2010 por un grupo de chicas y chicos positivos que no encontraban lo que necesitaban: un espacio por fuera de los ámbitos terapéuticos donde hablar sobre cómo es ser joven y vivir con VIH, entre pares, por fuera de la jerarquía que impone el consultorio médico. Del primer encuentro en Chapadmalal participaron unos 40 adolescentes y jóvenes. Hoy la red tiene casi mil integrantes, y de ellos, cerca del 10% nacieron con el virus: en el grupo de “vertis” (como se autodenominan ellos) son unos 80. El más chico tiene 14 años.
“Quise entrar a RAJAP porque quería conocer gente que tuviera lo mismo que yo, porque me sentía re sola”, dice Carolina mientras juega con sus uñas largas y adornadas con strass. Su mamá murió cuando tenía 23 años y su papá a los 33. Ahora Carolina tiene 27, conoce su diagnóstico hace más de 15 años, pero todavía le cuesta nombrar al virus: “Cuando entré a la red vi que no era la única que lo tenía, escuché otras historias y pensé ‘waw, yo me quejaba de la mía y hay otras peores’". “Igual, no es que solo hablamos del virus”, aclara Matías. Tienen 15, 20, 25 años: les preocupa la escuela, el trabajo, el amor, el sexo, los amigos. Y en ese mundo, el virus es algo importante, claro, pero que no los define: nadie es sólo su carga viral.
Guadalupe es una de las coordinadoras del grupo de verticales de RAJAP. Nació en 1998: sus recuerdos de la infancia pasan entre el Hospital Garrahan y la ambulancia, que la levantaba en su casa cada vez que sus pulmones se rendían. Hasta el año pasado, se controló ahí con su pediatra infectóloga. La primera vez que se atendió en el Hospital Argerich la acompañó su mamá, algo insólito en un hospital de adultos. “Me costó un montón hacer la transición”, reconoce.
Dejar al pediatra
Despedirse del sistema pediátrico puede ser traumático: los infectólogos, acostumbrados a trabajar con adultos, no tienen la paciencia de los pediatras y muchas veces “los vertis” no conocen del todo qué implica vivir con VIH, porque sus médicos siempre hablaron con los adultos que los acompañaban. Algunos, aunque sospechan porque llevan toda la vida tomando pastillas, conocen su diagnóstico recién entrando en la pubertad.
Algunas instituciones, como el Hospital Garrahan, trabajan en programas de articulación y acompañamiento para los adolescentes positivos hace años pero no hay una mirada estratégica a nivel de políticas públicas: en otros hospitales, depende de la buena voluntad de los profesionales. Para Camila, dejar de atenderse en el Hospital de Niños de Rosario no solo fue un duelo: en el proceso se dio cuenta de qué podía pasar con quienes logran hacer el traspaso: “Muchos chicos que conozco en esa transición dejan el tratamiento porque el sistema les dice ‘no te podés atender más acá’ y no vuelven nunca más”.
“Yo siento que falta la comprensión de los médicos”, dice Guada. “No entienden que venimos de una transición y que es difícil”. Ahora mismo, a ella le está costando adherir al tratamiento: le pidió a su infectóloga que revisara la medicación porque le pone los ojos amarillos. Nunca antes se le hubiera ocurrido que podía pedir un “cambio de esquema”. Eso también lo aprendió en RAJAP. A Matías, entrar a la red lo ayudó a problematizar la relación con los médicos: ahora se anima a preguntar y a cuestionar.
Hasta hace seis meses, Camila tomaba seis pastillas. Algunos de sus amigos positivos estaban tomando dos o tres. Le pidió a su infectólogo -el mismo que atiende a su mamá- que le cambiara la medicación porque tenía muchos efectos secundarios: le dolía el hígado, la cabeza, tenía náuseas y mareos. “Él me decía es imaginación tuya, no me escuchaba aunque soy yo la que toma la medicación hace 21 años”, cuenta ahora.
Como adolescentes y jóvenes que llevan toda la vida transitando los pasillos del sistema de salud, la experiencia de los y las verticales permite pensar cómo impactan las lógicas de la relación médico paciente en la vida de las personas con patologías crónicas.
Camila ha pensado mucho al respecto: “Hay una cuestión hegemónica: los médicos son los que saben, los pacientes son los que escuchan y ellos siempre tienen la última palabra. Pero no funciona así: funciona en equipo. Muchas veces, cuando les planteamos que estamos cansados de tomar medicación nos dicen "bueno, estás viva, qué más querés". Y esa no es una respuesta, eso de verdad hace que muchos chicos pierdan la adherencia al tratamiento. Yo por ahora estoy cansada pero resisto, quiero vivir”.