¿Cómo saben los expertos que una especie se ha extinguido? - RED/ACCIÓN

¿Cómo saben los expertos que una especie se ha extinguido?

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La extinción ocurre cuando una especie desaparece por completo, sin dejar ningún descendiente. Sin embargo, la determinación precisa de la extinción puede ser complicada en algunos casos.

¿Cómo saben los expertos que una especie se ha extinguido?

El dodo era una ave no voladora que vivía en Isla Mauricio y se extinguió a finales del siglo XVII. Ilustración de 1848. Wikimedia Commons., CC BY.

Este artículo forma parte de la sección The Conversation Júnior, en la que especialistas de las principales universidades y centros de investigación contestan a las dudas de jóvenes curiosos de entre 12 y 16 años. Podéis enviar vuestras preguntas a [email protected]


Pregunta de Paola, de 14 años. Colegio Amor de Dios. Cádiz.


Es una pregunta extraordinariamente difícil de responder, porque ninguno de los dos conceptos que encierra, “especie” y “extinción”, tiene una definición clara e inmediata. De hecho, son dos de los conceptos biológicos más complejos que existen. Veamos por qué.

¿Qué es una especie?

A priori, no debería ser un problema contestar a esto, puesto que la especie es el único taxón biológico (que son como los cajones donde los expertos clasifican los seres vivos) que “realmente” existe en la naturaleza.

Nosotros, los humanos, pertenecemos a la familia de los homínidos, incluidos en el orden Primates, dentro de la clase Mamíferos como parte del filo Cordados del Reino Animal. Sin embargo, todos estos “cajoncitos”, encajados unos dentro de otros como las muñecas rusas, no tienen existencia real en la naturaleza. Los hemos construido para poder estudiar la inmensa biodiversidad del planeta. Hay tantos animales que, o hacemos grupitos (taxones), o es imposible estudiarlos todos a la vez.

Sin embargo, el último cajón, la especie, sí que tiene entidad verdadera. De hecho, la humanidad ha diferenciado las especies y les ha puesto nombres para poder referirse a ellas desde el inicio de los tiempos.

Pues bien, a pesar de ser tan intuitiva, la idea de especie es extraordinariamente difícil de definir. De entrada, lo más lógico sería referirnos a las especies como grupos de individuos que se parecen entre sí y que se diferencian en su morfología de otros grupos más o menos similares, ¿verdad? Por eso sabemos que un caballo es un caballo (y no una cebra, aunque se le parezca bastante) y que un boquerón es un boquerón (y que, cuando se reproduzca, tendrá “boqueroncitos” y no “sardinitas”).

Tan diferentes pero de la misma especie

Sin embargo, esta manera de definir las especies tiene dos grandes fallos. El primero es que algunas especies cambian radicalmente de forma a lo largo de su vida. De hecho, la mayoría de ellas pasan por formas larvarias que no se parecen, absolutamente nada, a su aspecto adulto.

Una mosca, por ejemplo, cuando sale del huevo es vermiforme, es decir, tiene forma de alargado y blandito gusano. Nada que ver con la apariencia compacta y la rigidez externa que le aportará su cutícula quitinosa adulta.

Otras especies, en cambio, no alteran mucho su aspecto a lo largo de su existencia, pero incluyen formas tan diferentes que cuesta creer que pertenezcan a la misma especie. Pensemos en un gran danés y un caniche. Si fuésemos extraterrestres y pisáramos La Tierra por primera vez, muy posiblemente no los incluiríamos dentro de la misma especie “perro”.

Aunque parezca mentira, todos son de la misma especie: ‘Canis familiaris’. Africa Studio / Shutterstock.

No nos vale, pues, este concepto (el llamado “concepto tipológico”). Sin embargo, sí que nos sirve el “concepto biológico”. Según esta manera mucho más dinámica de contemplar la biodiversidad, una especie sería un conjunto de individuos total o potencialmente “interfértiles” entre sí. Esto significa que meteríamos en el mismo saco al pequinés y al pastor alemán porque sabemos que, entre ellos, se cruzarían para darnos una bonita camada de cachorros, tan perros como su padre y su madre.

Además, los miembros de la especie “perro” estarían aislados reproductivamente del resto. Es decir, entre ellos tendrían perritos, pero no podrían cruzarse con, por ejemplo, un zorro.

Este concepto biológico es el que se da por válido actualmente. No disponemos de otro mejor, a pesar de sus limitaciones. Por ejemplo, tigres y leones puntualmente pueden hibridar, generando tigrones.

Un tigrón, híbrido de tigre y león. videohouse / Shutterstock

A veces es difícil certificar la extinción

Una especie (o taxón) está extinta cuando todos sus miembros han desaparecido, o sea, han muerto sin descendencia y no existe ni un solo representante con ese ADN identitario. Es lo que se denomina una extinción terminal.

Aparentemente, no debería haber problemas para entender este concepto, pero la realidad es que no siempre las cosas son tan claras.

Veamos algunos ejemplos:

  1. Hace unos años, se podía afirmar que el lobo estaba extinguido en una amplia zona de Europa occidental. Sin embargo, ahora hay bastantes ejemplares de esta especie. ¿Cómo es posible? Fácil. No se trataba de una extinción terminal (total), sino local. Con la simple recolonización por lobos de otros lugares se revirtió la situación.
  2. Actualmente, la tortuga de caparazón blando del Yangtzé (Rafetus swinhoei) se considera extinguida funcionalmente, aunque existan ejemplares vivos. La realidad es que la última hembra que quedaba murió el año pasado y, sin capacidad de reproducirse, la especie está condenada a su extinción total. También se consideran funcionalmente extintas aquellas especies cuyos escasísimos ejemplares están enfermos o sometidos a una depresión endogámica que hace inviable su capacidad de adaptación.
  3. Las aves son el resultado de un proceso evolutivo originado a partir de un grupo de dinosaurios emplumados. Es decir, las aves conservan la mayor parte de la información genética de sus antecesores reptilianos. Desde este punto de vista, los dinosaurios no se habrían extinguido sino “pseudoextinguido”.
  4. Imaginemos cualquier especie sobreviviendo a lo largo del tiempo. Sufrirá, como todas, una variación genética sometida a la selección natural de un medio siempre cambiante como el de nuestro planeta. Aunque la línea padres-hijos no se interrumpa y la especie se mantenga, a lo largo de un amplio periodo geológico habrá cambiado sustancialmente. Si viajáramos en el tiempo y cruzásemos un ejemplar actual con uno de hace unos cuantos millones de años, muy posiblemente ya no podrían reproducirse. O dicho de otra forma, no serían la misma especie (aplicando el concepto biológico que antes explicamos). Los ejemplares del pasado también se habrían pseudoextinguido, aunque de forma ligeramente diferente a como lo hacían los dinosaurios con las aves (evolución anagenética frente a cladogenética).

No los deis tan rápido por muertos: fósiles vivientes y “especies zombis”

En cualquier caso, ratificar una extinción no es tarea fácil. Han aparecido poblaciones de especies declaradas terminalmente extintas en lugares remotos del planeta y los científicos las hemos tenido que “resucitar”. Son las llamadas “especies lázaro” o fósiles vivientes.

Muy sonado fue el caso del celacanto pescado en el Índico en 1938. Cuando el zoólogo de la universidad sudafricana de Rhodes lo examinó supongo que pensaría: “¿Pero qué haces tú aquí? ¿No te extinguiste a finales del Mesozoico?”.

Ejemplar preservado de celacanto, animal que se creía extinguido en el Mesozoico (hace entre 251 millones y 66 millones de años). Es lo que se llama ‘fósil viviente’. Alberto Fernández Fernández / Wikimedia Commons, CC BY-SA

El caso contrario son las “especies zombis”, que hemos supuesto vivas y coleando en un determinado periodo pese a llevar extinguidas millones de años. Eso ha pasado con algunos fósiles de ammonites, datados en el Cretácico cuando, en realidad, se extinguieron en el Jurásico. En este caso, la erosión removió fósiles de su lecho original para redepositarlos en sedimentos más recientes y así, de camino, ¡volver locos a los científicos!


El museo interactivo Parque de las Ciencias de Andalucía colabora en la sección The Conversation Júnior.


A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.