Cómo poner fin al fracaso climático- RED/ACCIÓN

Cómo poner fin al fracaso climático

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Como mostró la COP26, el sistema implementado para abordar el cambio climático no es adecuado para cumplir los objetivos globales actuales. Lograr la movilización colectiva necesaria requerirá que los líderes sigan los principios básicos de la fallecida economista premio Nobel Elinor Ostrom para administrar los bienes comunes de manera efectiva.

Cómo poner fin al fracaso climático

Foto: AFP

El mundo fracasó en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) del mes pasado. Y el mayor fracaso fue pasado por alto prácticamente por todos los reunidos en Glasgow. El sistema en curso para hacer frente al cambio climático –que incluye una constelación de acuerdos económicos, políticos y sociales- es inapropiado para nuestros objetivos globales.

Para arrojar luz sobre este fracaso sistémico, consideremos una analogía. Su vecindario está amenazado por un incendio forestal que se acerca. Gestionar la crisis requiere movilizar varios servicios de combate del fuego y de emergencia, así como ayuda de las empresas y de los residentes locales para proteger la propiedad. Pero estas partes no cooperan. Algunos ciudadanos aparecen con baldes de agua. Algunas empresas donan extinguidores de fuego. Algunos residentes locales montan protestas contra las órdenes propuestas de evacuación. Mientras tanto, los políticos locales organizan una reunión en el ayuntamiento, solicitando promesas a las partes que nadie está obligado a cumplir. Pero la suma de las promesas logra mantener vivas las esperanzas de que su vecindario se mantendrá a salvo.

Allí es donde estamos parados hoy en día frente al cambio climático. El problema fundamental es que nuestro sistema no está diseñado para brindar resultados consistentes con el objetivo del acuerdo climático de París de 2015 de limitar el calentamiento global a 1,5° Celsius por sobre los niveles preindustriales. Si se cumplen –y esto es una gran incógnita-, las promesas del Pacto Climático de Glasgow ponen al mundo en camino hacia un incremento de la temperatura de entre 2,5°C y 2,7°C para fin de siglo, lo cual sería desastroso.

Nuestras economías están diseñadas para ser máquinas de maximización del PIB, nuestras empresas apuntan a maximizar el valor de los accionistas y nuestros políticos buscan maximizar la aprobación de los votantes. Nuestras sociedades están sacudidas por las corrientes del consumismo, del nacionalismo, del populismo y del ambientalismo. En este sistema, la prosperidad económica y el éxito político se han desacoplado de la estabilidad social y de la salud ambiental.

Frente a este fracaso sistémico, no deberíamos sentirnos alentados por ejemplos de empresas verdes exitosas o de inversores que descarbonizan sus carteras. Sin una intervención gubernamental que les exija a todas las empresas ser responsables desde un punto de vista ambiental, los negocios verdes de algunas empresas permitirán que otras actúen de manera insostenible. Combatir el cambio climático exige una colaboración deliberada entre empresas y gobierno.

Afortunadamente, ya sabemos lo que hay que hacer para alcanzar la movilización colectiva que hace falta y poner fin al fracaso climático actual. Los líderes deberían seguir los principios de diseño centrales de la premio Nobel Elinor Ostrom para gestionar los bienes comunes de manera efectiva.

Primero, una identidad y un propósito compartidos son vitales. Limitar el calentamiento global es un objetivo inherentemente global: los gases de efecto invernadero (GEI) emitidos en alguna parte afectan a la gente en todas partes. Por lo tanto, debemos desarrollar una sensación de identificación común con este objetivo. Pero las negociaciones de la COP26 estuvieron estructuradas para enfrentar los intereses nacionales entre sí, en lugar de promover una sensación de humanidad mediante una lucha conjunta para proteger nuestro planeta.

Un segundo principio clave es garantizar que los costos y beneficios de la acción climática estén distribuidos de manera tal que todas las partes resulten beneficiadas. La mayoría de los expertos coinciden en que una descarbonización eficiente exigiría un precio del carbono global que esté alineado con los objetivos del acuerdo de París. Como una tonelada de dióxido de carbono causa el mismo daño al medio ambiente no importa dónde sea emitida, en teoría tiene sentido que todos enfrentemos el mismo precio del carbono. Esto impediría el problema de la “fuga de carbono”, que ocurre cuando una reducción de las emisiones de CO2 en un país lleva a mayores emisiones en otro país que tiene un precio del carbono más bajo. Lo mismo es válido para las empresas.

Pero implementar un precio global del carbono –por ejemplo, a través de impuestos al carbono o la comercialización de los derechos de emisiones- puede ser socialmente insostenible. A los pobres y a la clase media les puede resultar difícil hacer frente a los precios más elevados de bienes y servicios con un uso intensivo de carbono, mientras que la caída resultante del empleo en sectores de uso intensivo de carbono puede dejar a los trabajadores sin empleos y a las comunidades sin una base económica. La COP26 no estaba diseñada para brindar los prerrequisitos sociales para una acción climática eficiente.

Tercero, una acción climática exitosa requiere una toma de decisiones justa e inclusiva, para que todas las partes participen en las decisiones que las afectan. Muchos han dicho que las negociaciones de la COP26 excluyeron a los más afectados por la catástrofe climática inminente –y quienes están en posiciones de poder (muchas veces, gente mayor, blanca, de sexo masculino y privilegiada) tienen un interés especial en que las cosas sigan así.

Esta estrategia les resta poder a quienes están más afectados por el calentamiento global –por lo general, gente joven de países en desarrollo y culturas marginalizadas-. Pero frecuentemente ellos tienen la visión, el conocimiento local y, más importante de todo, la sensación de urgencia que surge de la perspectiva de enfrentar las consecuencias más inmediatas del cambio climático.

Hay otros principios que son clave para abordar el calentamiento global de manera efectiva. Medir y reportar resultados claros, año tras año, permite el monitoreo de las acciones acordadas. También serán necesarias recompensas escalonadas por acciones útiles y sanciones escalonadas por acciones inútiles.

Por otra parte, la acción climática requiere mecanismos de resolución de conflictos rápidos y justos que involucren a mediadores imparciales confiables. La autoridad del autogobierno, a través del principio de subsidiaridad, debería reconocerse a nivel supranacional, en todos los foros y organizaciones internacionales relevantes.

Por último, necesitamos una gobernanza policéntrica. Los organismos de gobierno internacionales, nacionales, regionales y locales interactúan para finalizar e implementar acuerdos de manera coherente.

La COP26 hizo un esfuerzo reducido, si es que lo hizo, para satisfacer esos requerimientos. Los gobiernos no alcanzaron ningún acuerdo sobre cómo medir las emisiones de GEI y no se han implementado mecanismos de reporte reconocidos internacionalmente. Tampoco existen recompensas o sanciones para el desempeño nacional en materia de cambio climático, porque las recomendaciones de la COP26 no son legalmente vinculantes. El mundo tampoco tiene mecanismos de resolución de conflictos ágiles e imparciales respecto de la acción climática. Y aunque se reconoce la autoridad soberana de los países, la falta de un sistema de gobernanza policéntrica implica que la política climática desde un nivel internacional hasta un nivel local sigue siendo desatendida, inconsistente e incoherente.

Por supuesto, cumplir con estos requerimientos es mucho pedir y no sucederá de la noche a la mañana. Pero la próxima generación tiene derecho a albergar la esperanza de que intentemos crear los prerrequisitos sociales, económicos y políticos para una acción climática exitosa.

Dennis J. Snower, presidente de la Global Solutions Initiative, es profesor en la Escuela de Gobierno Hertie en Berlín, miembro de investigación sénior en la Escuela de Gobierno Blavatnik en la Universidad de Oxford y miembro no residente de la Brookings Institution.