Cómo mueren las democracias
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt
Ariel
Uno (mi comentario)
Hasta los años 80, las democracias morían de golpe. Literalmente. Hoy no: hoy mueren de a poco, lentamente. Se desangran entre la indignación del electorado y la acción corrosiva de los demagogos. Pero mirando más atrás en la historia, Levitsky y Ziblatt notan que lo de nuestros días no es la primera vez: antes de morir de golpe, las democracias también morían desde dentro, despacito. Los espectros de Mussolini y Hitler recorren el libro como ejemplo de que la democracia está siempre en construcción, y las elecciones que la edifican también pueden demolerla. Esta obra es un alerta, un llamado a la vigilancia para mantener la libertad. Los autores nos dejan tres lecciones, a cada una de las cuales la persigue un desafío. La primera lección es que no son las instituciones sino las prácticas políticas las que aseguran la democracia. La distinción entre presidencialismo y parlamentarismo, o entre sistemas electorales mayoritarios y minoritarios, hace las delicias de los politólogos pero no determina la estabilidad ni la calidad del gobierno. El éxito de la democracia depende de otras dos cosas: de la tolerancia hacia el otro y de la autocontención, es decir, de la decisión de hacer menos de lo que la ley me permite. La segunda lección es que las prácticas de la tolerancia y la autocontención fructifican mejor en sociedades homogéneas… o excluyentes. El éxito de la democracia estadounidense se debió tanto a su Constitución y a sus partidos como a la esclavitud primero y la segregación después. El desafío del presente consiste en practicar la tolerancia y la autocontención en una sociedad plural, multirracial e incluso multicultural, donde el otro es a la vez muy distinto de nosotros y parte del nosotros. Este reto interpela a todas las democracias. La tercera lección es que el problema de la polarización, que en Argentina llamaríamos grieta, está en la dosis. Un poco de polarización es bueno, porque la existencia de alternativas diferenciadas mejora la representación; pero un exceso es perjudicial, porque dificulta los acuerdos y, en consecuencia, empeora las políticas. El desafío de los demócratas no consiste en eliminar la grieta sino en dosificarla.
Dos (la selección)
A pesar de las inmensas diferencias entre ellos. Hitler, Mussolini y Chávez siguieron rutas hasta el poder que comparten similitudes asombrosas. Además de ser en los tres casos desconocidos capaces de captar la atención pública, todos ellos ascendieron al poder porque políticos de la clase dirigente pasaron por alto las señales de advertencia y o bien les entregaron el poder directamente (Hitler y Mussolini) o bien les abrieron las puertas para alcanzarlo (Chávez).
La abdicación de la responsabilidad política por parte de líderes establecidos suele señalar el primer paso hacia la autocracia de un país. Años después de la victoria presidencial de Chávez, Rafael Caldera habló sin tapujos de sus errores: «Nadie imaginaba que el señor Chávez tuviera ni la posibilidad más remota de convertirse en presidente.» Y tan sólo un día después de que Hitler fuera proclamado canciller, un destacado conservador que lo había empujado a tal puesto admitió: «Acabo de cometer la mayor estupidez de mi vida: me he aliado con el mayor demagogo de la historia mundial.»
Tres
Ahora bien, existe otro motivo por el que dan este paso: la democracia es un trabajo extenuante. Mientras que los negocios familiares y los escuadrones militares se rigen «por real decreto», las democracias exigen negociación, compromiso y concesiones. Los reveses son inevitables y las victorias siempre parciales. Las iniciativas presidenciales pueden perecer en el Congreso o quedar bloqueadas en los tribunales. Y si bien estas limitaciones frustran a todos los políticos, los demócratas saben que no les queda más remedio que aceptarlas y son especialmente duchos capeando el aluvión incesante de críticas. En cambio, para los recién llegados, sobre todo para aquéllos con tendencia a la demagogia, la política democrática resulta con frecuencia intolerablemente frustrante. El sistema de mecanismos de control y equilibrio les resulta como una camisa de fuerza. Como en el caso del presidente Fujimori, que era incapaz de almorzar con los líderes del Senado cada vez que perseguía la aprobación de una ley, los dictadores en potencia tienen poca paciencia para la política de la democracia en el día a día. Y como Fujimori, quieren desembarazarse de ella.
Cuatro
Capturando a los árbitros, comprando o debilitando a los opositores y reescribiendo las reglas del juego, los dirigentes electos pueden establecer una ventaja decisiva (y permanente) frente a sus adversarios. Y dado que estas medidas se llevan al cabo de manera paulatina y bajo una aparente legalidad, la deriva hacia el autoritarismo no siempre hace saltar las alarmas. La ciudadanía suele tardar en darse cuenta de que la democracia está siendo desmantelada, aunque sea aveloso.
Cinco
La polarización puede despedazar las normas democráticas. Cuando las diferencias socioeconómicas, raciales o religiosas dan lugar a un partidismo extremo, en el que las sociedades se clasifican por bandos políticos cuyas concepciones del mundo no sólo son diferentes, sino, además, mutuamente excluyentes, la tolerancia resulta más difícil de sostener. Que exista cierta polarización es sano, incluso necesario, para la democracia. Y de hecho, la experiencia histórica de las democracias en la Europa occidental nos demuestra que las normas pueden mantenerse incluso aunque existan diferencias ideológicas considerables entre partidos. Sin embargo, cuando la división social es tan honda que los partidos se asimilan a concepciones del mundo incompatibles, y sobre todo cuando sus componentes están tan segregados socialmente que rara vez interactúan, las rivalidades partidistas estables acaban por ceder paso a percepciones de amenaza mutua. Y conforme la tolerancia mutua desaparece, los políticos se sienten más tentados de abandonar la contención e intentar ganar a toda costa. Eso puede alentar el auge de grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas de plano. Y cuando esto sucede, la democracia está en juego.
Seis
Este escenario sombrío recalca una lección central de este libro: siempre que la democracia de Estados Unidos ha funcionado se ha apoyado en dos normas que a menudo damos por supuestas: la tolerancia mutua y la contención institucional. La Constitución estadounidense no recoge que haya que tratar a los rivales como contrincantes legítimos por el poder y hacer un uso moderado de las prerrogativas institucionales que garantice un juego limpio. Sin embargo, sin estas normas, el sistema constitucional de controles y equilibrios no funcionará como esperamos. Cuando el barón de Montesquieu expuso por primera vez la idea de la separación de poderes en un libro de 1748 Del espíritu de las leyes, el pensador francés no contempló lo que en la actualidad denominadas «normas». Montesquieu creía que el sólido andamiaje de las instituciones políticas bastaría para limitar los excesos de poder, es decir: que el diseño constitucional no difería demasiado de un problema de ingeniería y que el desafío radicaba en concebir instituciones que permitieran contener la ambición, incluso en el caso de los dirigentes políticos imperfectos. Muchos de los padres fundadores de Estados Unidos compartían este planteamiento.
Siete
La realidad no tardó en revelar que los padres fundadores se equivocaban. Sin innovaciones como los partidos políticos y las normas consustanciales, la Constitución que con tanto esmero habían redactado en Filadelfia no habría sobrevivido. Las instituciones eran más que meros reglamentos formales: estaban envueltas por una capa superior de entendimiento compartido de lo que se considera un comportamiento aceptable. La genialidad de la primera generación de dirigentes políticos estadounidenses no radicó en crear instituciones infalibles, sino en que, además de diseñar instituciones bien pensadas, poco a poco y con dificultad implantaron un conjunto de creencias y prácticas compartidas que contribuyeron al buen funcionamiento de dichas instituciones.
Andrés Malamud nació en Olavarría. Se recibió con honores en la carrera de Ciencias Políticas que cursó en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y después hizo un doctorado en Ciencias Sociales y Políticas en el Instituto Universitario Europeo. Vive en Portugal, en donde trabaja como investigador de la Universidad de Lisboa.
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