Juan Zemboarin (hoy de 48 años) puso desde chico a su hijo Santiago a pedalear, primero en triciclo, finalmente en bicicleta. Tenía un motivo especial para inculcarle el hábito del deporte: además de un trastorno generalizado del desarrollo (TGD), Santiago había nacido con bajo tono muscular y necesitaba del movimiento para ganar fuerza.
Pero había un problema: Santiago no frenaba y entonces la actividad se volvía peligrosa. Aquel inconveniente se volvió una oportunidad y un descubrimiento: el de las bicicletas tándem. Con este vehículo en el que dos personas pedalean, Juan y Santiago no solo pudieron fortalecer músculos, sino también su relación padre-hijo. Juntos hicieron miles de kilómetros sobre ruedas, incluido un cruce de Los Andes.
La historia de ambos se hizo popular por redes sociales desde la cuentas de Empujando Límites. Ahora, con la recientemente creada asociación civil que lleva el mismo nombre, Juan busca promover el uso del tándem como herramienta de inclusión social y familiar. “Quiero poblar el mundo de tándems, para eso hago tanto ruido”, dice.
—En Argentina es difícil conseguir tándems (los que hay son de hierro, muy pesados, y se importan pocos de aluminio). ¿Por qué trabajás para difundir su uso?
— Las familias no saben que tienen la herramienta del tándem como instrumento. La idea es que puedan hacer sus terapias en el tándem, en la sociedad: ir a la plaza, a comprar algo. Además, el tándem es un ovni: todo el mundo se da vuelta. Y que llame la atención está bueno, porque genera reacciones buenas, sonrisas, y la persona con discapacidad que va pedaleando lo siente. Ahí empieza el ida y vuelta con la sociedad.
—¿Por qué ponés el énfasis en las familias de las personas con discapacidad?
—Las personas más golpeadas con la discapacidad son las familias, las que se cierran ante un diagnóstico que no esperaban. Muchos ni salen a la calle. Las personas con discapacidad suelen ir del colegio a las terapias y de las terapias a la casa y no salen de ahí. La invitación es salir a vivir la vida. A la calle, integrarlos con la sociedad. Santi llama mucho la atención. No ver chicos como Santi en la calle siempre me pareció rarísimo. Muchas ONG hacen trabajos increíbles, pero no todas se ocupan de la calidad de vida. Esto es calidad de vida. Yo apunto sobre todo a trabajar con las familias. La discapacidad es lo que está bien, lo normal, lo natural, el desafío es que podamos mejorar su vida mejorando su entorno, y el entorno cercano es la familia. No hay inclusión social si primero no hay inclusión familiar.
—En parte pareciera que tenemos una idea reducida de inclusión…
—En una carrera me encontré con un joven de 25 años con síndrome de Down. Cuando le pregunté por qué no corría, me dijo que lo había hecho el día anterior: había corrido con los niños de ocho años. Pero la verdadera inclusión es que corra con sus pares.
—¿Cuál es la lección más importante que aprendiste de tu experiencia con Santiago?
—Aprendí que lo importante está en el camino y no en llegar. A él le importa el ahora, no lo de más adelante. Cuando llega a algún lugar, él quiere seguir andando. Con él me di cuenta de que no podía estar toda mi vida esperando a que sucedieran cosas. Cuando tenés el diagnóstico de autismo, la infancia es durísima. La ves negra. Lo único que esperás es que tu hijo hable, camine, que haga cosas. Y así se pasa la vida. Después fui descubriendo esto. Por eso busco compartir nuestra experiencia.
Conocé más sobre Empujando Límites y ayudalos con tu voto para la próxima aventura de Juan y Santi.
***
Esta entrevista fue publicada originalmente en OXÍGENO, la newsletter que edita Juan Carr. Podés suscribirte en este link.