En su novela Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez relata una tragedia que todos anticipan, pero que nadie detiene. Lo mismo vale para la difícil situación que enfrentan los mercados emergentes hoy: la comunidad internacional podría evitar un inminente desastre macroeconómico, pero le falta voluntad para hacerlo.
Para las naciones emergentes y en desarrollo, el Covid-19 no representa uno, sino cinco shocks. Al shock de salud inicial, hay que sumarle una brusca baja en los precios de los productos básicos; una masiva contracción en el volumen de exportaciones (la Organización Mundial del Comercio prevé que el comercio global puede disminuir hasta un tercio en 2020); la pérdida de las remesas; y salidas de capital sin precedentes en marzo. Y aunque estas últimas se revirtieron parcialmente en abril y principios de mayo como consecuencia de los volúmenes récord de bonos emitidos por los gobiernos de los países emergentes, esto en lugar de indicar estabilidad se asemeja más a una familia que recurre a su línea de crédito bancaria para disponer de efectivo durante la tormenta que se avecina.
El resultado es que dentro de poco muchos mercados emergentes experimentarán profundas recesiones y masivas pérdidas de empleo. En consecuencia, decenas de millones de personas pueden quedar sumidas en la pobreza. El shock de la deuda a principios de los años '80 provocó una "década perdida" para América Latina. El Covid-19 podría traducirse en una década perdida para el mundo en desarrollo.
Las economías avanzadas han destinado una cantidad extraordinaria de fondos a combatir la pandemia: paquetes fiscales que llegan a un 10% o más del PIB –para fortalecer los sistemas de salud, pagar los salarios de trabajadores (evitando así que sean despedidos) y apoyar a empresas–, impensables hace un año, son comunes hoy día. Es preciso que los países emergentes hagan lo mismo o más, pero carecen de fondos. El Fondo Monetario Internacional estima que los emergentes necesitan US$ 2,5 billones en financiamiento, lo que constituye, según el propio FMI, "una estimación por lo bajo, para la cual sus propias reservas y recursos nacionales no serían suficientes".
¿De dónde pueden provenir esos fondos? Apenas unos pocos países emergentes mantienen el acceso a los mercados de capital privado, y nadie sabe con certeza cuánto tiempo durará dicho acceso, especialmente si más y más países tienen problemas con el servicio de su deuda, como ya le ha ocurrido a Argentina, Ecuador, el Líbano, las Maldivas, Paquistán, Ruanda y Zambia. Los mercados emergentes tampoco pueden obtener financiamiento de sus bancos centrales a una escala sustancial: sus monedas correrían el peligro de depreciarse aún más, lo que desestabilizaría sus economías.
Enfrentada a esta realidad nueva, la comunidad internacional ha echado mano de una herramienta vieja: la reducción de los pagos de la deuda externa. El G20 acordó conceder una moratoria en el servicio de la deuda bilateral oficial de las 76 economías más pobres del mundo. Y el Instituto de Finanzas Internacionales, la asociación global de las instituciones financieras, recomendó que los acreedores privados otorgaran, de manera voluntaria, un alivio de la deuda al mismo grupo de países. Varias iniciativas independientes han propuesto el congelamiento transitorio del servicio de la deuda de todos los países emergentes y en desarrollo.
Por cierto, los países pobres no deberían destinar recursos a pagar sus deudas con acreedores ricos durante una emergencia sanitaria. No obstante, la suspensión de pagos no es suficiente para evitar una depresión en el mundo en desarrollo, e incluso puede ser contraproducente.
Para empezar, algunas de las propuestas para aliviar la deuda suponen la suspensión coordinada de pagos de los intereses, pero dejan la postergación de las amortizaciones a la buena voluntad de los acreedores individuales. Bajo un plan de ese tipo, un país que debe US$100, con una tasa de interés de 5%, en lugar de pagar $105 vería su pago apenas reducido a $100.
Lo que los mercados emergentes necesitan es financiamiento nuevo, no solo ayuda con deudas antiguas. Para mitigar las consecuencias económicas de la pandemia, los gobiernos de estos países tendrán que incurrir en déficits. Lo mismo harán las empresas privadas de esos países, que deben continuar pagando salarios mientras sus ventas y productividad están en profundo declive. Es decir, a menos que los hogares ahorren mucho (lo que es altamente improbable), un país emergente que adopte políticas antivirus potentes incurrirá en un déficit externo, que debe financiarse con recursos frescos en moneda dura.
El FMI puede prestar, como máximo, un billón de dólares, o solamente el 40% de lo que el propio Fondo estima es lo que necesita el mundo en desarrollo. Los bancos multilaterales de desarrollo ofrecen consejos útiles, pero tienen un poder de fuego muy limitado. Y la Reserva Federal de Estados Unidos ha celebrado convenios de canje con solo cuatro mercados emergentes: Corea del Sur, Singapur, Brasil y México.
En principio, las líneas de recompra de la Reserva Federal están disponibles para todos, pero esas líneas requieren títulos del Tesoro estadounidense como garantía, por lo cual se han utilizado poco. Ello deja a mercados emergentes importantes, como Turquía, Sudáfrica, Nigeria e Indonesia, más varios países latinoamericanos y muchas economías más pequeñas de África y Asia, sin acceso seguro a liquidez en dólares en una emergencia.
Esta es la mala noticia. La buena noticia es que los bancos centrales más grandes del mundo están creando cantidades extraordinarias de liquidez en moneda dura, que podrían encausarse a los mercados emergentes. Dado que no es realista esperar que dichos bancos asuman los riesgos de docenas de mercados emergentes en sus balances, es preciso contar con un intermediario.
Una opción sería que el FMI se endeudara y a su vez prestara esos fondos a países emergentes y en desarrollo, como lo propuso hace dos años el Grupo de Personas Eminentes sobre Gobernanza Financiera Global del G20 (del cual fui miembro). Otra alternativa es que el Fondo, junto con el Banco Mundial y los bancos regionales de desarrollo, creara un vehículo de propósito especial (SPV por su sigla en inglés) para emitir bonos a ser adquiridos por los principales bancos centrales, según lo sugirió hace poco el ex ministro de hacienda de Colombia, Mauricio Cárdenas.
Esta alternativa es más expedita y políticamente factible que el aparentemente difunto plan de que el FMI volviera a emitir Derechos Especiales de Giro (DEG). La decisión de comprar bonos emitidos por el SPV dependería exclusivamente de los propios bancos centrales, mientras que una emisión de DEG superior a US$600 mil millones requeriría ser aprobada por el Congreso de Estados Unidos. Más aún, los DEG tendrían que asignarse en proporción con la cuota de cada país en el FMI, lo que haría inevitable un demoroso proceso en que las economías más grandes y ricas donaran sus DEG a los países necesitados.
Los bancos centrales más importantes tienen poderosas razones, de carácter no altruista, para colaborar en dicha alternativa. No se trata solo de que todos los países deban estar salvo del virus para que cada uno de ellos lo esté, sino también de que es probable que se produzca un contagio económico masivo.
En la actualidad, los mercados emergentes representan más de dos quintos del PBI global medido según los tipos de cambio de mercado, y casi tres quintos después de ajustar teniendo en cuenta las diferencias en el poder de compra. Si las economías emergentes colapsan, los ciudadanos de los países ricos también serán víctimas de una catástrofe económica largamente anunciada y claramente evitable.
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
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