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A veces, Claudio Castro se encuentra en algún juzgado suburbano, de paredes descascaradas y luces de tubo, y se pregunta qué está haciendo ahí. Tiene 37 años, se crió en Avellaneda, trabaja vendiendo y reparando teléfonos, y llega al juzgado acompañando a una señora un día, a otra señora otro día. Y se pregunta qué está haciendo. Son señoras cuyos hijos están detenidos, acusados injustamente de delitos, y Castro, que además estudia Abogacía, vuelve a hacerse la misma pregunta. Pero la respuesta no importa. “No le puedo quitar el cuerpo a esto”, dice. “Siento un impulso: tengo que estar ahí”. Desde el 18 de diciembre de 2014, cuando la policía lo detuvo y lo acusó de un crimen que no había cometido, su vida dio un giro. Y por eso va a los juzgados a luchar contra las acusaciones falsas: las causas armadas.
Después de aquella experiencia, Castro creó y lleva adelante la Coordinadora contra la impunidad policial (una organización en la que participan familias y amigos de personas detenidas injustamente, y que trabaja junto a otros grupos antirrepresivos y movimientos territoriales). Lo acompaña Claudia Agüero, quien luchó por la libertad de otra víctima de la justicia injusta: Alejandro Bordón, que estuvo casi dos años detenido en la cárcel de Sierra Chica, acusado de un homicidio con pruebas fraudulentas, antes de ser absuelto en un juicio.
“Ese 18 de diciembre, a las 6 de la mañana, escuché un estruendo en mi casa y, como en un relámpago, de repente tenía cuatro pistolas apuntándome”, dice Castro. “Eran policías. Me tiraron al piso, me arrastraron, me empezaron a pegar, me preguntaron mi nombre y cuando se los dije, gritaron: ‘¡Acá hay uno!’. Yo no entendía nada… Mi hermano estaba en la cocina y también fue agarrado. Mientras nos daban una paliza, nos gritaban: ‘¡Asesinos de policías!’”. Los acusaban del homicidio del capitán de policía Alberto Reynoso: alguien de quien ellos jamás habían escuchado hablar.
El relato sigue: Claudio Castro, su hermano Danilo Castro y un amigo de ellos llamado Matías Cerón (que se encontraba ahí porque había ido a cenar la noche anterior) fueron recluidos en el living de la casa y escucharon la carga de una pistola. “Acá está el arma”, recuerda Castro que dijo uno de los policías. “Era una Browning 9 milímetros, como la del capitán asesinado, pero no era la de él”. Les acababan de plantar la pistola: la prueba necesaria para cerrar el cerco.
Según rumores, en los barrios de la provincia de Buenos Aires algunos patrulleros llevan un “kit de causas armadas” que incluye bolsitas de marihuana y un revólver. “La policía arma causas porque hay condiciones que lo hacen posible”, dice Luciano Coco Pastrana, abogado del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).
“Desde el control de las medidas de prueba y desde el rol de la policía como auxiliar de la Justicia, es que se dan estas arbitrariedades”, agrega su colega Fabio Vallarelli. “Hay que ver qué prácticas son válidas para investigar una causa: en la mayoría de las causas armadas, se incluyen informantes de oídas (saben algo no por haberlo visto, sino solo por haber oído hablar a alguien) y trabajos investigativos de policías en los barrios, que sin ningún control se vuelcan en las actuaciones y se comunican a la Justicia, y así se define a quién se investiga”.
Varias causas armadas tienen como objetivo “dar una respuesta rápida ante casos en los que la opinión pública presiona por un esclarecimiento inmediato”, se lee en un documento del CELS. “En esos hechos, la policía recurre a jóvenes que ya tiene identificados y que en ocasiones tuvieron conflictos con el sistema penal, y los presenta como los responsables a partir de pruebas dudosas”. Otras causas se arman para extorsionar y obtener dinero.
En el episodio de los hermanos Castro, era Danilo quien había tenido problemas con un policía de su calle. “Mi hermano venía siendo hostigado desde hacía tiempo”, dice Claudio Castro, “pero en el barrio está naturalizado que un policía te haga eso para marcar territorio...”.
El asunto de las causas armadas es una epidemia nacional: el 28 de junio, durante el acto inaugural de las V Jornadas de Actualización de la Red de Jueces Penales Bonaerenses, el presidente de la Corte Suprema provincial, Eduardo de Lazzari, dijo: “Estoy hablando de causas armadas artificialmente, de abusos de testigos de identidad reservada, de arrepentidos, de factores de presión que inducen, fomentados por ciertos medios de prensa, a dictar condenas mediáticas y que llevan a un panorama sinceramente deplorable, en donde actúan influyentes de todo tipo, espías, traficantes de escuchas telefónicas, con ciertas complicidades de algunos magistrados”. La gobernadora María Eugenia Vidal le respondió en una entrevista con Luis Novaresio: “Si el presidente de la Corte sabe que hay persecución y causas armadas, lo tiene que denunciar”.
Además, este mes se estrenó Fragmentos de una amiga desconocida, un documental que expone las irregularidades de la condena a prisión perpetua que está cumpliendo Cristina Vázquez en la provincia de Misiones, acusada del homicidio de una anciana ocurrido en 2001. Según Indiana Guereño, presidenta de la Asociación Pensamiento Penal, “su condena viola todos los principios que protegen la libertad ya que juzga un estilo de vida que el tribunal imagina conocer, cuando en nuestro sistema penal solo se pueden juzgar actos”.
El problema no se aplica solo a homicidios. Preguntamos a nuestros lectores si habían sido víctimas de la justicia injusta y nos hablaron de abuso de autoridad policial y de multas de tránsito. ¿Por qué creen que estas irregularidades todavía tienen lugar? “Por estigmas culturales”, respondió un lector. ¿Qué hace falta en nuestro sistema judicial para que no haya más condenados injustos? “Que no haya corrupción y más capacitación en criminología”, dijo un lector. “Juicio por jurado integrado por distintos ciudadanos con distintas profesiones y oficios”, agregó otro.
Aquel 18 de diciembre, Claudio Castro fue llevado, junto con su hermano y su amigo, a la comisaría sexta de Avellaneda. “Había como quince o veinte policías que nos esperaban para darnos la bienvenida, por cómo nos golpearon”, dice. “Y mientras nos pegaban, una médica hacía el parte como si estuviéramos bien, aunque ya teníamos los ojos morados y la boca sangrando”. Como parte de la pesadilla, Castro recuerda que, en un momento, un comisario lo llamó a un costado y le dijo: “Los demás ya hablaron y te mandaron al frente, así que hablá porque ahora te voy a llevar al calabozo y te voy a mandar a uno de los míos para que te apuñale el pulmón y te ahogues en tu propia sangre”.
El asunto contiuó hasta las cinco de la tarde, cuando los tres fueron trasladados a comisarías de Lanús, por separado. A él le tocó un calabozo en la comisaría segunda. “Ahí los otros muchachos me tiraron un colchón para que durmiera… Me hablaban y no podía escucharlos de tantos golpes que había recibido…”, dice, y se le quiebra la voz en esa memoria.
Hay muchos casos de justicia injusta, pero quizás el paradigma sea la causa fraudulenta que tuvo a Fernando Carrera como acusado (y luego condenado a 30 años de prisión), y que fue tan escandalosa que llevó al cineasta Enrique Piñeyro a filmar una película al respecto, El Rati Horror Show, y después a fundar una rama argentina de Innocence Project, una ONG estadounidense que defiende a inocentes presos. Carrera fue declarado inocente por la Corte Suprema de la Nación en 2016, luego de una intensa campaña social.
“Desde siempre se habla en la Justicia sobre la posibilidad de que haya un error, y se dice que es preferible que haya un culpable libre a un inocente preso”, dice Manuel Garrido, presidente y director de Innocence Project Argentina, y ex fiscal nacional de investigaciones administrativas. “Pero lo novedoso es que con la utilización de la prueba de ADN desde la década de 1990 se ha demostrado que muchas pruebas que se habían utilizado para condenar, habían sido interpretadas erróneamente”.
En Estados Unidos existe el National Registry of Exonerations (un proyecto de la Universidad de Michigan, la Universidad del Estado de Michigan y la Universidad de California), que informa sobre las sentencias erróneas: 2.472 desde el año 1989. Y un total de 21.725 años perdidos por gente inocente.
“Los sistemas son falibles y los números de los errores son relevantes”, sigue Garrido. “Pero es muy difícil decir qué porcentaje de las causas son erróneas: puede ser que haya personas condenadas por error y que no puedan demostrar su inocencia; o que cumplan su condena antes de que se revise si son inocentes o no; o que ni siquiera planteen su inocencia”.
Según un informe de la Dirección Nacional de Política Criminal de la Nación, el 46% de las personas presas en las cárceles de todo el país están procesadas. Es decir, 38.315 personas están encerradas sin condena.
Innocence Project Argentina recibe unos 150 casos anuales, con los que hace una investigación preliminar. Ahora hay 40 casos en esa fase. Y tres en los que el proyecto está litigando o acompañando: el de Santos Clemente Vera (acusado de participar en el doble homicidio de las turistas francesas en Salta, absuelto en el juicio y condenado por el tribunal de Casación); el de Jorge González Nieva (que lleva doce años preso, sin condena firme, y cuyo reclamo también es acompañado por Amnistía Internacional) y “una causa armada por la policía donde hay un inocente preso, de quien prefiero no dar el nombre porque seguimos investigando y produciendo prueba”, dice Garrido.
En 2014, Claudio Castro estuvo tres días incomunicado. Al tercer día lo llevaron a ver a su abogado, un defensor oficial. Castro le dijo que a la hora en la que habían matado al policía, él estaba en su casa chateando. Le pidió que hiciera una pericia sobre su celular, pero el abogado le respondió que no se podía y le dijo a su secretario se llevara a Castro de allí. “¡Doctor, deme cinco minutos, por favor, porque acá nos jugamos la vida!”, le pidió Castro. No los tuvo.
Luego, en una visita al juez de garantías Luis Silvio Carzoglio, Castro se enteró de que su familia estaba marchando con los vecinos, pidiendo justicia por él y por los otros dos. El juez lo pasó a la alcaidía de los tribunales de Avellaneda, donde estuvo otros 28 días. “Cada día llamaba a mi familia y le pedía que no dejara de moverse”, recuerda Castro. El día 28 lo liberaron por falta de mérito, y también a su hermano y a su amigo. “La policía había puesto testigos falsos”, explica él. Pero aún pesaba sobre ellos una pena de 35 años si lograban condenarlos en un eventual juicio.
Aunque estaba muy deprimido con todo lo que había pasado, Castro se puso a golpear puertas: fue al CELS, a la Comisión Provincial por la Memoria, a la APDH, al SERPAJ, a la Gremial de Abogados, a Madres de Plaza de Mayo–Línea Fundadora y a otros lugares. “Y me mudé porque me levantaba todos los días a las 7 de la mañana, traumado y asustado, pensando que la policía estaba detrás de la puerta”.
En esos días de 2015 empezó a reunirse todas las semanas con la gente que había marchado por él. Mucha de esa gente también estaba viviendo situaciones de causas armadas. “Hasta hoy seguimos juntándonos porque la Justicia no te da changüí”, dice. “En cuanto vos le das un poco de espacio, te la emboca de nuevo: te mete prueba trucha, te manda una preventiva y te pasa a juicio”.
El juez Carzoglio les dictó el sobreseimiento luego de un año, pero la fiscal María Alejandra Olmos Coronel insistió y, sin pruebas, pidió un juicio para ellos. Que se hizo el 9 de agosto de 2017, y que duró solo una hora y media. En el estrado hablaron dos testigos que reconocieron que firmaron declaraciones acusatorias sin haberlas leído y luego el fiscal dijo que no había elementos para acusar, y que la causa nunca tendría que haber llegado a juicio.
“Lo que nos hicieron fue una vergüenza y una humillación”, dice Castro. “En esos años dejé de estudiar y de trabajar, vendí mi auto para pagarle al abogado, me mudé de mi casa y terminé viviendo en un galpón...”. Y se le quiebra, de nuevo, la voz.
Castro armó con Claudia Agüero la Coordinadora contra la impunidad policial para ayudar a los demás y, también, para ayudarse a sí mismo: es parte de su respuesta a esa pregunta por la continuación de la vida después del horror. “Mantenemos lo que tenemos en la medida que lo compartimos, y la única manera en la que yo podía recibir ayuda era ayudando a gente que estuviera en lo mismo, asociándonos para luchar”, explica. “Entendí que no era solo una causa armada contra mí, me di cuenta de que tenía que pedir por todos los inocentes presos y la mejor manera que encontré fue ésta”.
Ahora ya ha acompañado a mucha gente cuyos expedientes son, o podrían ser, un fraude: José Luis Orellana, Leonel Luna, Yanina Farías, Axel Reales, Juan Manuel Figueroa, Axel Romero, Diego Chávez, Marcos Bazán, Juan Manuel Moreno, Emanuel Santillán, Santiago Almirón, Jonathan Coronel, Nelson Aguirre y otros.
¿Y los policías? Tres meses antes de ese juicio que duró una hora y media, el subcomisario Alejandro Caffarena y otros siete policías que habían participado de la detención de los Castro fueron detenidos, acusados de explotar a prostitutas y travestis. Llevaban armas ilegales y droga.