Es martes a las 16.30 y en un camino de tierra al margen de la reserva natural Limoy, donde acampa la comunidad Tekoha Sauce del pueblo indígena Avá Guaraní Paranaense, hay solo mujeres y niños. Los hombres pudieron emplearse como jornaleros en los campos vecinos de soja. Bajo el techo de paja de un templo construido provisoriamente, las mujeres se refugian del sol y, de manera coordinada, espantan moscas y mosquitos con trapos.
La reserva Limoy está en Alto Paraná, un departamento ubicado en la región este de Paraguay y el que tiene mayor extensión de cultivos de soja: unas 900 mil hectáreas, lo que representa el 30% de los cultivos de soja del país.
En Alto Paraná también está el gigante hidroeléctrico Itaipú. Durante la construcción de la represa, en 1982, la comunidad fue desalojada de las tierras que históricamente ocupaban, sus "tierras ancestrales". De aquellas tierras, una gran parte se vendió a grandes productores agropecuarios que sembraron un monocultivo: soja. Otra parte del territorio fue convertido en la reserva que preserva el monte, por lo que no se puede hacer ningún aprovechamiento productivo. Esa reserva es administrada por Itaipú Binacional, la institución en la que confluye el Estado paraguayo y el Estado brasileño, y que también administra la represa.
Las 43 familias que conforman la comunidad Tekoha Sauce resisten en una especie de corredor angosto, al costado de una ruta que separa los campos de soja y la reserva. La intención de las familias es volver a tener tierras suficientes como para poder subsistir como lo hicieron históricamente los Avá Guaraní Paranaense: de la caza, la pesca y la agricultura a pequeña escala.
“Tenemos que luchar por los que vienen. Ellos no pueden pasar por lo mismo que pasamos nosotros. No pueden vivir sin tierra”, expresa Amada Martínez, lideresa de la comunidad, de 34 años. Es muy difícil para Amada ejercer su liderazgo porque todavía el machismo perdura. No terminan de aceptar que una mujer tome las decisiones relacionadas con la comunidad: “Yo quiero defender los derechos de mi pueblo. Tenemos que recuperar nuestra tierra y nuestra cultura. Las mujeres somos las que nos quedamos en la comunidad y las que más sufrimos en los procesos de las lucha”.
La comunidad Tekoha Sauce no tienen permitido cazar o pescar en la zona de la reserva. Los guardabosques los amenazan con la cárcel. “No da gusto estar en estas condiciones. Estamos condicionados como si estuviésemos encerrados. Al principio nadie nos daba trabajo. Nos tenían miedo. Ahora, de vez en cuando nos contratan por día. Criamos gallinas y dependemos de donaciones”, cuenta Elsi Martínez, hermana menor de Amada. Existe un conglomerado de organizaciones que colaboran con la comunidad, que se llama Plataforma Sauce Pytyvohára (apoyando a sauce es la traducción del guaraní).
La comunidad despierta entre las cuatro y las cinco de la mañana. Comienzan el día tomando mate en las carpas de lona. Las mujeres les dan de comer a las gallinas y se dividen las tareas: barrer, rastrillar, lavar la ropa, quemar la basura y buscar agua. Siempre alguien tiene que quedarse en la zona. Pero algunas mujeres también se emplean en los cultivos de soja. Por ejemplo, Balbina Benítez ya no tiene chicos pequeños y va junto a su marido para plantar o incluso hacer tareas de rastrillaje.
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La comunidad Tekoha Sauce, que tradicionalmente fue liderada por Cristóbal Martínez y ahora también por su hija Amada, sufrió dos grandes desalojos. El primero fue en los años '80, por la construcción de la hidroeléctrica. En aquel entonces, los referentes de Itaipú dijeron que sus tierras se iban a inundar y que tenían que irse. Los llevaron en camiones a Yukyry, a unos 150 kilómetros de sus tierras, lejos del río Paraná y del bosque. “Sin el agua no tiene sentido la comunidad”, señala María Celia Martínez, tía de Amada. Ella recuerda que ahí murió muchísima gente. Las familias de Tekoha Sauce no fueron los únicos que sufrieron la expropiación: 37 comunidades indígenas más se vieron obligadas a abandonar las tierras. Entre todas sumaban 165.000 hectáreas.
Algunos años después, gran parte de la comunidad se fue de Yukyry y migró a Arroyo Guazú, donde ya vivían otros indígenas, pero que no eran paranaenses. Se sintieron discriminados. Incluso, ellos les decían que vuelvan a sus propias tierras. Así fue como, en 2015, la comunidad decidió volver a sus tierras y reclamarle al Estado paraguayo un resarcimiento por el desplazamiento al que fueron sometidos con las obras de la represa.
Pero las tierras a las que regresaron ya no se parecían a las que recordaban. Los monocultivos a gran escala habían arrasado los bosques y, como dicen ellos, "casi no quedaban árboles".
Primero, un grupo de hombres fue a instalarse en una zona rodeada de un pequeño remanente de monte. Nancy Evelin Ramos, una joven de 24 años, fue la primera mujer de la comunidad en participar de la ocupación. “Mis abuelos siempre me dijeron que esas tierras nos pertenecían y en Arroyo Guazú sentíamos que estábamos de prestado”, cuenta.
Pero el 30 de septiembre de 2016, la comunidad sufrió el segundo desalojo. Perdieron todo: la policía les prendió fuego las casas, la escuela y el templo. Se quedaron sin las chacras y sin los animales. “Después de tanta violencia, no sabíamos qué hacer. No queríamos dejar nuestras tierras de nuevo. Nos fuimos a cinco kilómetros, al costado de la reserva, que es donde estamos ahora”, cuenta Amada.
Hace años que la comunidad intenta negociar con el Estado una solución, pero no lograron resultados. Este año, Cristóbal Martínez volvió a recibir una orden judicial de desalojo. “En esta demanda judicial dice que nosotros somos los invasores de una propiedad privada, pero nosotros estamos acá para la recuperar nuestras tierras”, explica Amada.
Las mujeres de la comunidad lograron el apoyo de distintas organizaciones de la sociedad civil y articularon para incidir en las autoridades y mantener vigente el reclamo. A través del respaldo de Fondo de Mujeres del Sur, institución que brinda apoyo financiero y técnico, ellas consiguieron los fondos para pagar los honorarios de abogadas para presentar recursos y realizar el seguimiento del caso en la justicia.
Casi todas las comunidades que son expulsadas de su territorio, también se van alejando de su espiritualidad. En Tekoha Sauce perduran las creencias ancestrales, pero les resulta difícil mantener el templo en condiciones porque no les permiten buscar más madera.
“La lengua, las costumbres y los valores se ponen en riesgo”, señala María Celia Martínez, la hermana de Cristóbal. La artesanía es una de las actividades que las mujeres de la comunidad están perdiendo. Todos los insumos que necesitan están en el bosque y los guardaparques de la reserva no les permiten buscarlos.
“Ahora, yo dependo mucho de mi marido. No puedo trabajar en el campo porque tengo criaturas chiquitas y tampoco puedo armar mis artesanías para vender”, se lamenta Elsi.
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“Nos están tirando veneno”, grita Damián, un niño de 9 años, a su madre Elsi. En el campo lindero se ve una máquina amarilla que va fumigando el cultivo. “Estamos viendo muchas enfermedades por las fumigaciones, que especialmente afecta a los niños. Muchas criaturas nacen con problemas y creemos que es por eso. Somos las mujeres las que estamos día a día acá aguantando todo lo que viene, cuidando a los niños enfermos y haciendo remedios naturales. Cuando el viento es muy fuerte los agroquímicos vienen directo hacia nosotros e inhalamos todito” expresa Elsi.
En la actualidad, la comunidad reclama un lugar alternativo porque sus tierras ancestrales ya no son seguras y no les permiten la subsistencia. Por ahora, no tuvieron ninguna respuesta. “Está la posibilidad de que nos vendan unas tierras que tienen un río muy grande, pero desde Itaipú no se hacen cargo”, cuenta Elsi, en referencia a la inversión necesaria para adquirir las tierras.
Tekoha Sauce es un pueblo del agua y del bosque. Allí encuentran el sentido a su cultura y sus costumbres. En el monte, encuentran su comida, remedios y actividades productivas. Sin el monte, advierten que no hay futuro para Tekoha Sauce. Y por eso resisten para recuperarlo.